La última vez que estuve con mi papá fue el 6 de enero de 1997. Pasó a verme porque cumplía 10 años de edad. Él vivía en Barrancas, sur de La Guajira, y yo, a una hora de camino, en La Paz, Cesar, con mi mamá, mi abuela, mi bisabuelo y dos tíos. Olía a la misma colonia de siempre, una fragancia dulce que he llevado viva en la memoria y no he vuelto a percibir en ningún otro hombre. Su voz era de tono medio y su acento guajiro genuino: desabrochado y de palabras recortadas. Era de tez tan blanca que a veces parecía rojiza.
Mi papá, Luis López Peralta, era concejal de su pueblo, Barrancas. Yo ignoraba el significado de su cargo. También sabía que, como buen guajiro, era mujeriego y debido a ello somos ocho hermanos de distintas madres, aparte de mi mamá.
Trabajaba de día y de noche. Poseía tanto carisma como un cantor popular de nuestra tierra y era bonachón. Para aquel año aspiraba a la Alcaldía del municipio con una amplia opción de ganar. Había sacado la segunda votación más alta en las últimas elecciones para el Concejo Municipal. Su eslogan era “Nací, vivo y aquí me quedo”.
Era lunes. Me estrechó entre sus brazos corpulentos, me besó y me dijo repetidamente: “Te quiero”. Yo lo amaba. Hoy logro entender que su visita de cumpleaños fue, en realidad, una premonitoria despedida que se despierta constantemente entre mis recuerdos y me aplasta el alma.
De él, dice mi mamá, tengo “los ojos, las cejas y la malicia”.
Un mes y medio después, fue asesinado, de acuerdo con pruebas y testigos, por orden del exgobernador de La Guajira Juan Francisco Gómez, alias ‘Kiko’, quien para aquel año era el alcalde de Barrancas.
Recuerdo que el día de su muerte, sábado 22 de febrero de 1997, mi papá iba a pasar por mi casa. Yo me disponía a ensayar con mi profesor de guitarra una serenata que le daría de cumpleaños, el 25 de febrero.
Iba a cumplir 40. El año anterior yo también había tocado acordes de aprendiz que le encantaron y me agradeció con besos. Esta vez le iba a tocar el cumpleaños feliz que todo el mundo canta en Colombia, entre otras cuatro canciones.
Mi mamá recibió una llamada en el viejo teléfono de disco y encogió el semblante. Colgó abruptamente y, con voz vacilante y entrecortada, me dijo que mi papá había sido herido. Que debíamos irnos de inmediato a la Clínica Valledupar.
Al salir de la casa me esperaban mi profesor de guitarra y también el de matemáticas. Por un descuido los había citado a la misma hora.
Conservo en la memoria las imágenes de ese día con toda claridad. Yo llevaba puesta una blusa ombliguera de color naranja, un short de jeans y unas sandalias. Apenas supimos en la clínica que mi papá había muerto, mi mamá corrió a un almacén a comprarme ropa negra y debí vestir de duelo durante más de un año, obligada por la tradición.
“Le encontraron la vena”, exclamó el médico. Y agregó: “todo estará bien”. Pero no fue así. Mi papá murió desangrado por una herida de bala en el cuello. Ahora sé, por mis propias averiguaciones profesionales de periodista, que la hemorragia le pudo haber sido detenida en el hospital del propio Barrancas, antes de enviarlo a otro de mejor nivel. No obstante, fue transportado en el carro de la alcaldía y no en la ambulancia municipal, de manera que mi papá fue perdiendo grandes cantidades de sangre por el camino hasta cuando llegó a la Clínica Valledupar. Por eso digo, como lo explicaré aquí, que a mi papá lo mataron dos veces.
La gente se agolpó en la clínica y comenzó a abrazarme. Yo estaba estática, helada. Sentía el horror de la idea de la muerte, pero no lloré.
Con el tiempo, he llorado constantemente y sigo haciéndolo. Me refugié en muchos remedios fallidos para eludir el trauma de aquellas balas que también mataron mi infancia. Muchos años después, una terapeuta me ayudó a hacer ese duelo postergado e inexorable: desenterré una parte de esa opresión que he llevado dentro. Hice el ejercicio de regresar al momento del homicidio, hasta hoy impune, para vivirlo con la impotencia, el desconsuelo y el ahogo del día en que fue sacrificado mi papá.
Esa noche, durante el velorio en Barrancas, mi abuela de padre me tomó a la fuerza por un brazo para que viera el cuerpo de mi papá en el cajón de madera, pero me negué a verlo. No fui capaz. Del ataúd no salía la fragancia dulce de su loción sino el olor ácido y penetrante del formol, la solución antiséptica y desinfectante que retarda la descomposición de los cadáveres.
Al entierro acudió una muchedumbre acongojada. Sollozaba. A mi papá lo querían de veras en su pueblo, en el que, sin duda, iba a suceder en la Alcaldía a ‘Kiko’ Gómez.
No sé cuánto tiempo después del homicidio empecé a oír que a mi papá lo habían matado por política, lo que para mí resultaba incomprensible.
A mi papá lo asesinaron como a uno más en este país, con la diferencia de que el acusado autor intelectual del homicidio asistió al entierro, se impuso para ayudar a cargar el ataúd y, en el homenaje que le hicieron en el Concejo Municipal, pronunció un discurso que mandó a escribir y quedó registrado en un video que, abrumada de nuevo por la pena, pude ver por primera vez hace unos meses.
En él, ‘Kiko’ Gómez, dice: “… nuestro compañero de luchas Luis López Peralta, bajo su pecho escondía un ardiente corazón lacerado por tanta injusticia y bajo un silencio clamoroso pedía a diario paz, trabajo y piedad por la gente de pueblo”. Como alcalde, sin embargo, no pidió justicia.
Ese año, la muerte no hizo más que tocar a la puerta de mi casa de una manera despiadada: al día siguiente del entierro de mi papá, murió de un infarto mi abuela materna, a quien amaba sin medida. Ella se fue sin saber que mi papá acababa de ser asesinado. Pensaron que enterarla habría sido un agravante para su calamitoso estado de salud. Y a los siete meses, murió mi bisabuelo.
El dolor adicional que produce la impunidad, en la medida que crecí me llevó a indagar sobre el origen y los detalles de la muerte de mi papá. Conozco de memoria el expediente y la realidad de lo que sucedió, hoy, con 18 años de demora, a consideración del Juzgado Noveno Penal del Circuito Especializado de Bogotá.
El empeño de mi papá por destapar la corrupción administrativa de Barrancas y su aspiración a la alcaldía fueron los desencadenantes de su muerte violenta.
Desde el hotel que fundó en Barrancas con su trabajo, mi papá vio cuando incendiaron la Oficina Jurídica de la Alcaldía para borrar las evidencias de las corruptelas en la contratación que estaba denunciando abiertamente. Luego dijo que develaría y denunciaría la causa del incendio. También cuestionó la administración de ‘Kiko’ Gómez y se convirtió para él en una piedra en el zapato.
Eran las 9 de la mañana de ese día nefasto. Mi papá estaba en la oficina de su Hotel Iparú, de Barrancas, junto con dos de mis hermanas de padre, de 9 y 14 años.
Él se paró a abrir la caja fuerte, un tipo moreno entró y le disparó con una pistola. Él cayó. Afuera lo esperaba otro hombre de piel más clara y ambos huyeron apresuradamente, a pie y en las narices de la Policía.
De acuerdo con la Fiscalía, Jesús Albeiro Guisao, alias ‘Brayan’, preso en Montería, y alias ‘Carevieja’, asesinado, fueron los sicarios. Ambos eran matones de confianza del jefe paramilitar Rodrigo Tovar Pupo, alias ‘Jorge 40’.
En su declaración para Justicia y Paz, ‘Brayan’ dijo que en Barrancas fue acogido por ‘Kiko’ Gómez, que era inseparable de ‘Carevieja’ y ambos “muy buenos sicarios”. Sin embargo, esa versión fue cambiada con posterioridad.
La Policía queda a 300 metros del hotel donde le dispararon a mi papá, pero nunca llegó. En La Guajira, la ausencia deliberada de la fuerza pública se ha convertido en una constante cuando se cometen ciertos homicidios.
A mi papá, herido, lo llevaron al hospital del pueblo, pero no lo atendieron, según testigos, por carecer de personal experto y equipos. De repente, apareció el carro oficial de la alcaldía para trasladarlo en él a Valledupar. Todavía no entiendo quién tomó la decisión de llevarlo en ese vehículo de uso privativo de ‘Kiko’ Gómez, sin haber recibido primeros auxilios.
Valledupar está a una hora y media de carretera desde Barrancas, donde había una ambulancia, pero dijeron que era “muy lenta”.
Emprendieron el recorrido. Mi papá estaba acompañado por un pariente político y una médica que no hizo absolutamente nada por salvarlo. Tras haber partido trataron de conseguir una bala de oxígeno portátil en los pueblos por los que iban pasando mientras él se desangraba. El carro se detuvo en el hospital de Fonseca, pero, supuestamente, no había oxígeno. Luego, mientras mi papá seguía desangrándose, se detuvieron en Villanueva y tampoco encontraron. En San Juan, menos.
En uno de esos pueblos, el carro puesto por ‘Kiko’ Gómez se quedó sin gasolina y el pariente político que iba allí logró que le fiaran unos galones para poder seguir.
Finalmente, llegaron a la Clínica Valledupar. En la entrada, un testigo que aún no ha declarado en el juicio por físico terror, me contó que había dos tipos con cara de sicarios esperando la llegada, pero él tomó la pistola de mi papá, la esgrimió y así logró disuadirlos.
A mi papá lo mataron dos veces. Él iba muriéndose, intentaba decir algo con desesperación y no podía. Falleció en la clínica, cuando iba a ser intervenido. El médico que lo recibió fue el ginecólogo Mario Gómez Cerchar, hermano de ‘Kiko’ Gómez y socio de esa clínica. Fue quien dio la noticia de la muerte.
Siempre creí que mi papá recibió el disparo en la cabeza y que esa fue la causa principal de su muerte. Pero no es así.
Mi papá tenía una oportunidad de vivir si hubiera sido atendido a tiempo por un médico cualquiera. Así lo indicó el médico forense Aníbal Navarro, a quien consulté para que analizara la necropsia practicada en Valledupar.
El doctor Navarro trabajó durante cinco años en el Instituto Nacional de Medicina Legal y es profesor universitario.
Mi papá recibió el disparo en el cuello, que afectó la arteria facial externa y la vena yugular externa derecha. Su lesión no era tan grave, de acuerdo con la explicación del doctor Navarro. Él no murió instantáneamente por el disparo sino por las tres horas de inasistencia a las que fue sometido. Se desangró. Dejaron que se desangrara.
“Un médico general con conocimientos de anatomía y con instrumentos simples como una seda y un bisturí –explicó el médico forense– pudo haber hecho una incisión para encontrar la arteria y la vena, y bloquearlas”, así habría controlado el sangrado y mi papá se habría salvado.
“Además, debieron haberle puesto oxígeno y líquidos intravenosos (sueros) y, ante esa lesión, prepararse para entubarlo”, conceptuó Navarro.
“Tú tienes cinco litros de sangre, cuando te baja a cuatro fuerzas el corazón, fuerzas los pulmones, fuerzas todo, lo pones a trabajar más de lo necesario. Si tú le das líquido al corazón para que funcione, vas a estar con menos sangre, menos oxígeno, pero vas a tener más chance de vida”, me explicó el doctor Navarro.
Como no le hicieron absolutamente nada en el hospital de Barrancas, la tráquea de mi papá se apretó y prácticamente se murió ahogado.
“Esas lesiones bien tratadas no llevan a la muerte, pero si no se tratan a tiempo, sí lo matan. Él murió por un choque hipovolémico, es decir, se desangró”, concluyó el médico forense.
Estos detalles descarnados y esclarecedores de los que me enteré hace unos meses han despertado en mí más dolor e impotencia. No me parece justo que yo misma deba hacer la investigación que la justicia nunca hizo apenas murió.
La primera vez que tuve cara a cara al acusado de ser el autor intelectual de la muerte de mi papá fue hace dos años, en un evento que cubrí como periodista en Medellín.
Era la cumbre de gobernadores de paz con el presidente Santos. Mientras redactaba y enviaba las notas, cavilaba sobre la forma cómo lo abordaría para preguntarle por qué me mató a mi papá.
Me acerqué sigilosamente una y otra vez a su mesa. Quería increparlo. Lo miré, le hice dos preguntas sobre el tema del evento, titubeé y en ese momento me llené de miedo. Preferí no hacerlo: pensé que al otro día ya no tendría trabajo.
Por el asesinato de mi papá se abrió un proceso en San Juan del Cesar, La Guajira, a cargo del fiscal Rodrigo Daza Bermúdez, quien fue destituido y condenado en el 2000 a cuatro años de prisión por prevaricato por acción y omisión.
Resulta que los jefes paramilitares Salvatore Mancuso y Rodrigo Tovar, ‘Jorge 40’, hoy extraditados en Estados Unidos, fueron apresados en mayo de 1997 por el homicidio de dos personas. La captura de estos dos se dio cuando pretendían adelantar una reunión con empresarios y ganaderos, entre ellos ‘Kiko’ Gómez. Sin embargo, los dos famosos asesinos fueron liberados pocas horas después por disposición del fiscal Daza Bermúdez.
El expediente original sobre el asesinato de mi papá, que pude revisar sólo hace unos meses, es tan pobre en su contenido, que únicamente se limitó a recoger declaraciones simples de tres testigos presenciales de la muerte. Pero fue archivado con rapidez en octubre siguiente. No se hizo ninguna investigación de fondo para encontrar a los autores materiales y, mucho menos, a los intelectuales de la muerte de mi papá.
En esa época no existía ni la más remota esperanza de que hubiera justicia. La Guajira, así como Cesar, empezaban a ser un territorio regido integralmente por el paramilitarismo. Yo crecí con miedo y viví esa horrible época, cuando la gente hablaba como si las paredes oyeran: cuchicheaban con metáforas y no mencionaban a determinados personajes.
El expediente siguió reposando en un cajón sin que nadie se interesara en él, hasta el año 2013. Yandra Brito, exalcaldesa de Barrancas, venía, desde el 2008, denunciando en la Fiscalía el crimen de su esposo (Henry Ustáriz), también a manos de ‘Kiko’ Gómez, de acuerdo con testigos presenciales, amenazas y denuncias.
En su denuncia, bajo la gravedad del juramento, acusó a ‘Kiko’ Gómez de la muerte de mi papá y expresó: “su familia está atemorizada y no son capaces de denunciar el crimen, prefieren callar todas las fechorías que comete este señor porque les da miedo que les pase algo”. Puedo decir que es absolutamente cierto.
Sus denuncias no prosperaron y ella fue asesinada en el 2012, como tuvo también ocasión de anunciarlo de manera anticipada y con desesperación.
A la Fiscalía llegaron en el 2009 anónimos que originaron una investigación sin futuro debido al terror de los testigos.
El periodista Gonzalo Guillén fue contactado por Yandra Brito unos días antes de su muerte para anunciarle que iba a ser asesinada por ‘Kiko’ Gómez, le contó lo que sabía sobre el homicidio de su esposo y el de ella misma, que estaba por ocurrir. Desde entonces, Guillén se dedicó de lleno a investigar. Su denuncia quedó plasmada en un memorial de 25 páginas que entregó al fiscal general, Eduardo Montealegre, en el 2013. En él dio cuenta no solamente de la muerte de mi papá, sino de 130 homicidios más que ya están en etapa investigativa. En un artículo posterior, el periodista expuso todos esos casos de homicidio que le son atribuidos a ‘Kiko’ Gómez .
Estas denuncias y decenas de testimonios dieron fundamento a las tres medidas de aseguramiento que hoy tiene ‘Kiko’ Gómez por nueve homicidios, porte ilegal de armas, concierto para delinquir con las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) y concierto para delinquir con el grupo ilegal de Marcos Figueroa.
Ahora me encuentro con él, frente a frente, en las audiencias públicas del juicio por la muerte de mi papá, en el que los testigos huyen aterrorizados o cambian sus versiones por miedo. Nunca antes imaginé que su muerte fuera a salir de la oscuridad. Crecí creyendo que era imposible.
Por eso, no dudé en constituirme en parte civil dentro del proceso. Soy la única de mi familia que se ha atrevido a hacerlo. He leído y releído más de 4.000 páginas que componen el expediente. Con ello ayudo al abogado penalista que me representa gratuitamente, el doctor Carlos Toro López. Me lo consiguió Gonzalo Guillén, con quien han hecho valientes denuncias de impacto mundial, como la historia de la farsa que constituyó la conocida “Operación Jaque”. Guillén publicó una serie de investigación sobre ese tema en The Miami Herald y produjo el famoso documental Operación Jaque, una jugada no tan maestra .
La pérdida de mi papá dejó una huella muy honda en mi alma. Él no ha estado presente en ninguna fecha especial, en ningún grado, en mis 15 años, nunca sabrá qué estudié, nunca podrá corregirme, nunca recibiré un consejo de él. Nunca leerá esta crónica que escribí para él y por él. No conoció los primeros reportajes que publiqué en la primera página de Diario Las Américas, de Miami, que me llenaron de orgullo.
El despiadado sentimiento de frustración que cargo desde la infancia me hizo formarme como periodista para tratar de combatirlo. Cuando era niña escribí sobre esto a manera de cuento y me cuestionaba: “¿Por qué querrían matar a mi padre? ¿Por qué la vida ha sido tan cruel?”
Dieciocho años después, el tiempo y la vida me han dado todas las respuestas sin matices a esas dos preguntas que me hice y que fueron publicadas en un libro del colegio.
Ya no tengo miedo.
Por: @dianalzuleta, publicación tomada de http://www.semana.com/