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A la conquista de La Quitafrío

El objetivo fue escalar a 1.200 metros sobre el nivel del mar.

LA VÍSPERA 

– Organicemos la ruta. Mira la altimetría del trayecto, Juan. Pilas con La Quitafrío que nos espera casi al final con pendientes promedio del 11 %. Hay que guardar piernas. 

– Jorge, pero échale ojo a las pendientes que hay antes del puente de La Honda. No son despreciables, y quitan fuerzas

Arrancaremos en bicicletas de ruta desde el cruce hacia Pueblo Bello. Tendremos que pedalear 30 kilómetros. Los primeros diez son casi planos; viene uno que otro repecho hasta el puente de La Honda en el kilómetro 17 con pendientes cortas de hasta el 13 %, y después empiezan los 9 kilómetros duros hasta La Quitafrío. Los restantes 4 kilómetros son más bien de descenso, con una rampa corta final para llegar al pueblo, a 1.200 metros sobre el nivel del mar.

La estrategia es regularse para tener piernas en los últimos 9 kilómetros de ascenso, y dejar algo de fuerzas para resistir la embestida final de La Quitafrío. 

– Pilas con gastar piernas en el plano… vamos con calma

EL ASCENSO 

Suena el despertador. Entre las brumas del sueño ojeo el reloj: 5:00 a.m. Hoy es el día del gran reto, pienso. Recuerdo que no podemos salir antes de 6:00 a.m. por el toque de queda que rige en la ciudad en estos tiempos de pandemia. Quince minuticos más de sueño ayudan, me digo, y hay tiempo… 

Llegan los compañeros de aventura a mi casa. Son las 6:15 am. Montamos las ciclas en la camioneta, y arrancamos rumbo a Valencia de Jesús. En el cruce hacia Pueblo Bello nos detenemos. Bajamos las bicicletas. Estiramos. Ajustamos zapatos. Revisamos llantas. Miro el reloj: estamos a 140 metros sobre el nivel del mar.

– ¡A pedalear! 

– ¡Ánimo, señores! 

El clima es muy agradable. Corre una brisa fresca y el cielo azul está manchado con algunas nubes, como suele ser durante las cabañuelas de enero. 

Pedaleamos con calma por terreno plano en modo calentamiento. Nos espera una buena trepada. Todos estamos concentrados y mudos por la ansiedad. Palpo el nerviosismo y trato de distensionar el ambiente con algún comentario. 

– Es mejor conversar para que se pase el tiempo rápido y no se sienta el trayecto, muchachos.

Pasan una y otra vez bandadas de pericos con su alegre algarabía. 

– Qué belleza de pájaros – digo. 

– Quizá pasen ahora guacamayas; se ven muchas–, me contesta Andrés. 

Pasamos por la entrada del mítico El Zanjón, la finca de Paulina y Pedro. 

– ¿Bueno, y no era esta la casa de la vieja Sara en la telenovela de Escalona?

El paisaje es maravilloso. A lo lejos los primeros cerros que nos esperan. Al fondo las antenas de El Alguacil, visibles con los primeros rayos. La brisa zumba al surcar los bosques de melina que nos rodean. Se aprecian muchos rebrotes en el suelo de esta especie maderable. Qué bueno. Más captura de CO2. Bastante que lo necesitamos, me digo. 

Seguimos pedaleando. Aparecen los pastizales y el sempiterno ganado.

– ¡Qué lindos esos animales cebuinos de morro blanco! Cómo contrastan con esas praderas de Tanzania–, exclama alguien.  

Miro los cerros. Señalo El Alguacil con sus antenas. 

Pedaleamos en terreno plano. O casi plano. Con una leve pendiente del 1 %. Pasamos por el desvío a Minas de Iracal, el corregimiento que en épocas aciagas se disputaron paramilitares y guerrilleros. Se ven ahora muchos bohíos arhuacos sobre la vía.  

– Esos no estaban hace un año–, le comento a Andrés. 

Plácidos, a lo largo de la vía, caminan los indígenas con sus hijos, con sus burros, con sus poporos. ¡Estamos en la Sierra! Pensé en la subida a Minca de hace unos días, por el lado de Santa Marta. Lamentable que no se vean los indígenas por allá.

Comienzan los llamados Repechos del Indio. Algunas rampas duras pero cortas. Me paro en los pedales para salir de ellas. Bajo el cambio. Respiro. Miro el paisaje. El río Los Clavos fluye cristalino a nuestro lado y nos envuelve con su rumor. Rodaremos a su vera hasta el puente de La Honda, donde comienza el ascenso duro. Se siente el fresco bajo la sombra de los caracolíes. 

Avanzamos lento. 

– Du!– saludo a un arhuaco que viene bajando a pie jugueteando con su poporo. 

Me responde el “du”. 

– ¿Va pal pueblo?– me pregunta. 

– – le digo.

Suelta una sonrisa pícara teñida de verde, como burlándose de mis ilusas pretensiones. 

Después de casi una hora de trayecto llegamos finalmente al Puente de La Honda sobre el río Los Clavos (km 17).  Se siente el fresco a 500 metros sobre el nivel del mar.

APUNTANDO A LA CIMA CON LA HONDA 

A partir de ahora comienza la fiesta. Nos aguardan nueve kilómetros con una inclinación promedio del 7,5 %. Le doy con ganas. Hace un año un par de pinchazos me impidieron subir más allá de este punto. Ninguna loma de estas me lo impedirá esta vez, me digo. 

Dos kilómetros después, a los 650 metros sobre el nivel del mar, me enfrento con algunas pendientes cortas rompe piernas de hasta del 10 % de inclinación.

Para no pensar en el dolor observo el paisaje de nuevo. Desde lo alto, las cascadas cristalinas se precipitan raudas. Los cerros azules despuntan en el horizonte. Se suceden casas de campesinos con puestos de frutas sobre la vía. En uno de los miradores que dan hacia el cañón aparece un restaurante (nuevo para mí) con servicio de alojamiento.  

En cada curva se inclina la pendiente y hay que hacer un esfuerzo mayor. Me pierdo en mis ensoñaciones para no pensar en ellas. Que esta era la loma en la que se quedaba el Patrol de tío Man. Que esta no es. Que es más arriba. Distraigo la vista. Miro el hermoso cañón que muere a lo lejos en el valle del río Cesar. Los recuerdos se agolpan en mi mente. 

Rememoro las veces que de niños subíamos por estas cuestas a bordo del campero de mi tío abuelo, el combo de primos apiñados adentro en plan recocha. Atrás, escoltándonos, el camión 350 repleto de bicicletas que harían las delicias de muchas semanas santas de la infancia en Pueblo Bello. Esta vez no hay Patrol y las bicicletas no descansan dentro de un camión. Ahora soy yo el que lucho con ella (o contra ella) por llegar a la cima. 

Pueblo Bello, destino ideal para pedalear.

Se aparecen unas pendientes del 10 %, del 11 % y del 12 %. Las piernas duelen cada vez más. La badana ya no ayuda mucho a mitigar el dolor de las asentaderas. Miro el computador: 860 metros sobre el nivel del mar. Kilómetro 23. Debo subir 400 metros más. Respiro profundo. El olor a monte tan característico de los cerros que rodean a Pueblo Bello me lleva otra vez a la infancia.

Por nuestro lado pasan los carros en primera. El motor ruge por el esfuerzo. Algunos pasajeros nos miran con cara de asombro; otros con lástima. Pero la mayoría nos anima al pasar (no sin sorna): “¡Vamos Nairo! ¡Vamos Egan!”.

Enfrento los últimos dos kilómetros de ascenso entre Los Chivos y La Quitafrío (que nombre tan bien puesto, me digo). El dolor se vuelve insoportable. Último kilómetro… Jadeante, parado en los pedales, con el último aliento, paso rampas del 10 % y del 12 %. En los últimos 500 metros el computador marca una inclinación del 17 %; no lo puedo creer. 

Transcurrida casi una hora desde La Honda, llego a la cima exhausto, a 1.220 sobre el nivel del mar. Casi sin habla, pero feliz. Diecinueve grados centígrados marca el reloj.  

– ¡Lo logramos, carajo!–, me digo con emoción. 

Celebramos disfrutando el clima y el paisaje del dulce descenso hacia Pueblo Bello. 

EPÍLOGO

La sensación de bienestar físico y mental después de unas horas de pedaleo (sobre todo al aire libre, cazando paisajes) no tiene igual. Es por ello que tantos le hemos cogido cariño al ciclismo. 

Está comprobado que este deporte no solo genera beneficios físicos sino mentales. El cuerpo produce endorfinas (la llamada droga de la felicidad) que mejoran el humor, y protegen contra el estrés y la depresión.  Los que practican el ciclismo podrán dar fe de la sensación de alegría, casi de euforia, que se siente después de finalizar una buena rodada al aire libre. 

En alguna ocasión, una tarde de domingo, un amigo resolvió enviar canciones que le recordaban a cada uno de los miembros de su grupo de WhatsApp, en un arrebato de cariño y de oda a la amistad, no muy propios de él. Al preguntarle si se había tomado unos tragos, respondió que había pedaleado 180 kilómetros, que era casi lo mismo.     

Algunos podrán incluso mirar el ciclismo como una metáfora de la vida y sacar de allí valiosas lecciones: hay que tener reservas para los duros momentos; el sacrificio vale la pena; nada más dulce que la sensación del deber cumplido con esfuerzo; pedaleo a pedaleo llega uno a la cima; la paciencia es una virtud (hoy en día escasa); la ansiedad y el afán por llegar a cómo dé lugar pueden salir caros… En fin, son muchos los beneficios de este deporte. 

Murakami, el gran escritor japonés, escribió un bello libro sobre las ventajas de correr. Desconozco si alguien de pluma tan versada ha hecho lo propio con el ciclismo. ¡Si saben de alguno, por favor recomiéndenmelo!

Categories: Crónica
Jorge Daniel Quintero Cuello: