X

A la ciudad de los Reyes del Valle de Upar en una fecha más de su fundación

El monumento de ‘Revolución en marcha’ ubicado en la mítica Plaza Alfonso López. Archivo / EL PILÓN.

Todo comenzó, para nosotros, escasos quinientos años atrás cuando ningún pie extraño había pisado estos suelos, hasta que un día nuestras montañas del Valle de Euparí sintieron el casco fatídico de una caballada de conquista y los truenos demoledores de los arcabuces cristianos.


Entonces, como un Dios del mal, micer Ambrosio Alfinger, el germano, cabalgando desde Coro por los derrocaderos de Perijá, bajó con su horda de aventureros blancos, vestidos con atavíos metálicos, jabalinas de guerra, mosquetes de perdigones y una jauría de perros amaestrados para desgarrar carne de indios. Desde aquel suceso llegaron otros conquistadores, y la selva se llenó de alaridos, de la humazón del incendio, de ahorcamientos, robos y violencias.


Una hilera de indios apresados con traíllas de eslabones de hierro al cuello, fue llevada, jornada tras jornada, a las subastas de esclavos en los mercados de Las Antillas. De la gran patria india del Valle de Euparí, solo quedó el carrizo de cañaboba cuyas notas de rota quejumbre aún salen en un hilo muriente de la serranía como un lamento fatalista por el exterminio de la vieja raza y como un lloro acusador ante la historia por el desplome de su propia historia.


Luego llegaron secuestrados los negros a Colombia para una pavorosa servidumbre en los hogares de cristianos, en los vientres sin aire de las minas, en las dehesas, hatos y plantíos. Ninguna como la suya fue raza más perseguida y atormentada.


En veleros de martirio llegaron a las playas del Caribe, y con sudor de sus sienes y sangre de sus cuerpos regaron los flancos de la geografía, y por otros rumbos, como aquí, cada piedra de nuestros caminos de herradura, cada adobe de las casonas señoriales, bautizados están con el llanto de sus pupilas extranjeras. Más tarde cuando la patria los reclutó como bestias de combate, a la trinchera fueron a batirse por una liberación que no tuvieron y a defender un suelo que no era el suyo porque aquí no habían nacido los abuelos de azabache.


En la época de La Colonia, que la historia dibujaba como de paz pastoril, algunos pueblos de la provincia vallenata hacían ya presencia como San Lucas del Molino, San Juan del Cesar, Santo Tomás de Villanueva, Santa Cruz de Urumita, Valencia del Dulce Nombre de Jesús, Becerril del Campo, San Antonio de Badillo, El Paso del Adelantando y los Santos Reyes del Valle de Upar.

Plaza Alfonso López de Valledupar. Archivo / EL PILÓN.


Hasta estos núcleos distantes y separados del resto del mundo por selvas de densa maraña y ríos de desbordado empuje, de vez en cuando llegaban con retardo los muleros del correo, trayendo noticias nuevas, siempre viejas ya, sobre las distantes guerras de Europa, la llegada de un virrey, el nacimiento de un príncipe, la muerte de un papa, un asalto de piratas en el Caribe, la llegada de galeones a Cartagena, el naufragio de un buque. Pero quedó siempre ignorado en la pluma de los cronistas de ese entonces, el holocausto final que los colonos blancos hacían de los últimos chimilas y tupes entre la espesura de la inmensa llanura de Euparí.


De ese despojo violento nacen, montaña adentro, poblados de colonos como San Miguel de Punta Gorda, Las Pavas de Venero, San Antonio de Ariguaní, La Jagua de Ibirico, Espíritu Santo (Codazzi), Palmira, San Diego de las Flores, San Francisco de La Paz. Nadie se tomó el trabajo de hacer las crónicas de esta salvajada que se hizo a nombre de la civilización cristiana con esta nueva matanza; nadie censuró la desmesura del crimen ni el pillaje de la tierra, ni si quiera los curatos de indios que dependían de un obispo que vivía en beatíficos ocios en una lejana playa de alcatraces.


De un amasijo de razas, somos aquí. De los hispanos rapaces, jactanciosos y devotos de sus crucifijos hasta el fanatismo; de los indios taciturnos e indolentes que llevan en el alma la punzada del despojo; de negros bozales cazados en los matorrales africanos con las espaldas curvadas por penitencia de una servidumbre de todas las horas. De ellos nace nuestro hombre del país vallenato. Nacen los pescadores y bogas que sobre las ondas de nuestros ríos y ciénagas atardecieron sus vidas con atarrayas de ilusiones mientras domaban el lomo de las aguas con sus canaletes cantando trovas de profunda poesía dolorosa; de allí nacieron los mestizos serranos recogiendo el fruto de los cafetales de la Sierra enrojecidos por los grumos de sangre en los crepúsculos murientes, entonando versos para aliviar penas, recordando amorejos, nostalgias y alegrías rencorosas; de allí nacieron los macheteros que se fueron cantando décimas de desesperanzas a las trifulcas armadas llamadas guerras civiles, a tomar trincheras por ideas que no entendían, en el ajetreo inacabable de causas grandes y menudas intrigas de otros, presentes en el aturdido siglo XIX.


Somos hijos de las planicies abiertas de Euparí, imperio de la cascabel y del alcaraván donde los hombres de vaquería cantan romances criollos acompasando el casco de sus potros ariscos y galoperos entre las tropas de reses, pecho al aire y el rostro bajo el campamento de su sombrero que le hace más manso el bravo sol.

HIJOS DE LA MONTAÑA


En fin, somos hijos de la montaña apretada del Valle de Euparí, imperio del jején y de las fiebres tercianas, que antaño fue violada por las trillas de las herraduras que llevaban a alguna aldea del confín entre las cruces volantes de sus pájaros flautistas; montes propicios a la emboscada de la saeta vengativa del indígena o de los machetes de los salteadores de caminos; manigua donde acechaba paciente la pupila del tigre; refugio de libertad de los negros fugitivos; sendas ocultas de los contrabandistas de rones de caña; abras perdidas por donde transitaba la soldadesca en las contramarchas inútiles de las contiendas civiles de Colombia para pagar a los dioses de la guerra su diezmo de sangre.


Aquí, entre el telón vibrátil de la selva y los pliegues de las serranías, en una hora de la historia, se fundió en un solo enredo vital los jirones de todas las sangres del mundo, porque somos eso: retazos de bastardías, retorcidos flecos de todas las culturas del orbe. Diminutamente tenemos de visigodos y chimilas, de celtas y bantúes, de vándalos y caribes, de romanos y zulúes, de íberos y de carabalíes, de árabes y tupes. Nuestra cultura, en renovación constante, lleva el atavismo de todas las civilizaciones y barbaries porque estamos a medio camino de la choza y el castillo; del tótem y de la cruz; del timbal y la castañuela; del incienso y de la bija; del tañido de la campana y del mugido de la caracola; del penacho de plumas y del morrión del soldado castellano; entre la muralla de los puertos caribes y del palenque empalizado del negro cimarrón.
Por eso, nuestra cultura, como nuestra raza en formación, está predestinada, un día venidero, a ser cósmica, universal al decir del pensador Vasconcelos.


Por último, quiero hacer evocación en este aniversario de nuestra ciudad señora del Valle de Upar, a todas las deidades de los ancestros: a Cacaseráncua, el dios mayor de las cuatro tribus que habitan en bohíos ateridos de frío entre los dorsos arrugados del paisaje nevadino, quien con ráfagas de la lumbre del arco iris hizo el prodigio de crear el mundo en el vientre de un caracol. Quiero invocar a Maruta y a Marayaina, dioses de la teogonía aborigen de tupes y chimilas en las explanadas ardientes de Euparí, el último de las cuales le insufló la razón a los hombres con las alas de un colibrí. Quiero pedir auxilio a Changó y a Cazanga, los dioses de betún que se quedaron allá en los matorrales de África, quienes con sus conjuros torcían a su antojo el rumbo de las tormentas y el destino de los hombres. Quiero elevar mi grito de súplica al cristo blanco que trajeron en sus pendones de guerra y en el amuleto de sus escapularios los tercios castellanos.


A todas esas divinidades invoco para que extiendan sus manos de amparo a esta su gente, a la maravilla de nuestras sierras heladas y sus llanadas de sofoco, a sus villas dolientes, a la alegría vital de sus acordeones para que lleguen más allá de todos los ecos y todas las distancias; y para que ellas, en fin, deidades de nuestros ancestros, sean propicias al entendimiento de los hombres como barro del mismo barro, y nos den por fin y siempre el milagro supremo, de la paz.

Por Rodolfo Ortega Montero

Categories: Especial
Rodolfo Ortega Montero: