Desde niña la vi, en horas de la mañana, arrodillada, orando en silencio; era una hora en la que no la interrumpíamos y respetábamos su abstracción. Un día le pregunté: ¿por qué rezas tanto? Y sonriente, medio sonrojada, me dijo por ustedes, por todos, por las necesidades, por el mundo. No entendí, yo era muy pequeña, más tarde cuando comencé a caminar sola por la vida comprendí que su hora de oración era como una fuente de la que tomaba fortaleza para enfrentar lo que se le presentaba.
Después de una vida, al principio caminando asida a su mano junto con mi hermano, y luego inspirada en su piedad y estricto cumplimiento del deber, quise ser como ella, pero me fue imposible, ella era única, como únicos son todos los seres humanos; pero me quedó su ejemplo: no el de orar una hora de rodillas, sino el de comprender su amor trocado en oración.
Sé que oraba por mí y mi futuro, por mi hermano, por mi padre; éramos tan poquitos, en una casita en la que el adorno más preciado era la extrema limpieza y el orden; en la que el don valioso era el amor que nos unía; en donde hacíamos de las necesidades un reto por superar y de los logros un festín que solo nosotros entendíamos.
Ella era Beatriz, mi madre, la amorosa abuela, la buena amiga, tía incondicional, defensora a ultranza de su familia, no solo de la pequeñita nuestra, sino de la extensa que hoy se riega por el país y el mundo; no le podían tocar un ser querido; eran sagrados, su familia toda era sagrada para ella, todos eran pedacitos de su corazón. Mis amigas le decían tía y la recuerdan sonriente. Tuvo defectos, ¿quién no los tiene? Fue incomprendida por muchos, ¿quién no lo ha sido? En fin, fue el ser humano que me enseñó principios, alegría y amor, aunque yo no haya logrado ni acercarme a su altura espiritual y de hermandad con todos, por lo menos lo he intentado. En lo que si no le he fallado es en la lectura, ninguno de los que la conocieron saben de su afición secreta: leer, leer en abundancia.
Hoy, esto lo escribo domingo días de las madres, la recuerdo más que nunca y eso es mucho, porque no hay un día en que no lo haga, siempre con una sonrisa. Hoy mi amor acrecentado, por ella, sé que lo recibirá allá donde esté, serena y feliz.
Hago extensivo un trocito de ese amor a todas las madres, a las felices que lo tienen todo, a las tristes que han perdido al amor de su vida, a las ricas, a las pobres, a las marginadas, a las que se quedaron con los brazos abierto sin poder dar una abrazo al hijo que se fue, o no pudo nacer; a las piadosas, a las descreídas; a todas, a mis amigas; a la mujer que supo lo que es el milagro de la vida al ser receptáculo de ella, en su propio cuerpo, en sus adentros; milagro diario, milagro que siempre asombra.