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20 años de la muerte del poeta Diomedes Daza

Sentados José Consuegra, Lolita Acosta y Diomedes Daza. De pie, José Atuesta y Belky Salas, 1999.

Diomedes Daza Daza nace en Patillal el 28 de enero de 1943. Entre paisajes, trompos, cometas y carros de vertebras de toro, vive el tiempo candoroso de su infancia. Ya en la adolescencia manifiesta su inclinación por la literatura, en la piel de los árboles enamora los versos e indaga el rostro de sus antepasados en las nubes cercanas a los cerros.

Las vigilias reflexivas que desde la juventud transitan por su mente le permiten en la madurez de su creación literaria afirmar: “Yo recojo todas las influencias que recibo de mi medio, todas las presencias que me agitan o me atemorizan, y las voy llevando al texto poético. Es mi itinerario vital, reúne y recoge toda mi biografía, las del hombre de dentro y las del hombre de fuera, las del abogado litigante y las del filósofo que reflexivamente se mira a sí mismo, mira su entorno y trata de entenderse con los demás”.

Las primeras publicaciones de sus poemas aparecen en suplementos y revistas nacionales en los años de 1970. En 1973 obtiene el primer puesto en el ‘Concurso de Poesía Cincuentenario de la Universidad Libre’ de Bogotá; en esta universidad recibe el título de abogado, y en la Universidad Nacional cursa estudios de Filosofía. 

Después viaja a México y es incluido en dos antologías: La Novísima poesía latinoamericana (1978), y Poesía Rebelde latinoamericana (1979). Regresa a Colombia, y en la década de 1980 fija su residencia en Barranquilla y ejerce la cátedra universitaria. En 1992 y 1993 realiza estudios de postgrado de Literatura Latinoamérica en la Universidad Javeriana, y luego decide, de manera definitiva, vivir en Valledupar. En 1995 participa como invitado especial en el Festival internacional de Poesía en Medellín, junto a los poetas José Emilio Pacheco de México, Eduardo Sanguinetti de Argentina, Víctor Rodríguez Núñez de Cuba y Piedad Bonet de Colombia.

POCA GENTE SUPO

De la rigurosa disciplina por más de treinta años dedicados a los maravillosos viajes de la lectura y la escritura, deja una extensa obra poética, que fue ampliamente conocida en los círculos literarios de Barranquilla y Bogotá. Entre esos libros inéditos están: ‘Los delirios de la Purísima’ (novela), ‘Allá, el cielo se abre’ (cuentos), ‘La Ley y las culturas’ (ensayos), y de poemas: ‘Celebración del tiempo’, ‘Potros en el corazón del testigo’, ‘Asedios a la épica’ y ‘Reclamos por los árboles del Popano’ (Popano era su territorio mítico, su Macondo).

Para Diomedes, la literatura era una obsesión que compartía con el oficio de abogado y la provinciana tradición de los gallos y los caballos. Para la gran mayoría de sus contertulios era un gallero que se jugaba en la valla la victoria y la agonía; pero su pequeño círculo de amigos de asedios literarios en Valledupar lo conocían como un poeta sustantivo, que trajo la metodología de los talleres literarios y las imaginativas esculturas de las metáforas, las asonancias de los juegos fónicos y las abisales indagaciones del ser y sus contextos vitales. Su gran amigo, el periodista Hernando Mendoza, escribió el epitafio: “Y poca gente supo que era poeta”.

“Mediante la poesía yo siento, trato de hacer un exorcismo contra la muerte, me propongo permanecer, hasta donde sea posible, a través de la expresión poética”, decía el poeta Diomedes. El 3 de septiembre de 2001 su cuerpo fue vencido por las heridas de un cruel atentado, y al día siguiente una multitud acompañó su sepelio: era una tarde de lluviosa de tristeza y conmoción, su caballo el Faraón prologaba la carroza. La marcha llegó a la fosa, todos dijimos adiós, su cuerpo allí se quedó como un ángel celestial, y su poesía universal recordamos en su voz.

LINDEROS DEL HÁBITAT

Al norte, dos viejos estantes, 

cementerio de libros desvirtuados. 

Al sur, un bravío camastro, 

frecuentado por pesadillas 

y desvelos.  Al oriente, 

una cortina desportillada, 

favorable a los mosquitos 

y a las agresiones. 

Al occidente, en una puerta 

sin cerradura alardean las

intromisiones ajenas en mi vida.     

El cenit, dos o tres goteras 

advierten que no soy eterno. 

En el nadir navegan zapatos, 

y deambulan restos de los denuedos.   

Aquí vivo. Escribo sobre el camastro, 

y celebro el degüello de las ofrendas. 

             III

 BALIDOS 

El lobo me convenció de ser oveja. 

La oveja me dijo ser el lobo. 

Si oigo balidos sabré que estoy muerto.  

            III

CORPORALES  

La palabra que me distingue 

de la roca y de la bestia. 

La palabra que me redime 

de la superpoblación y el ruido. 

La palabra que devela a Dios 

y al héroe en la penumbra de la nada.

La palabra que se acerca al ser 

y a la otra palabra incendiaria 

de monólogos. La palabra ágrafa, 

la palabra impresa. 

La mínima palabra que nombra 

la elusiva palabra para nombrarte.  

El frágil sonido 

que me hace sobreviviente.

Por: José Atuesta Mindiola

Categories: Cultura
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