El 2 de octubre de 2016 será recordado como el día en que la democracia fue asaltada en su esencia. El día en que el pueblo habló en las urnas, pero fue silenciado por la peor de las violencias, la que se ejerce desde el poder que ese mismo pueblo otorgó en esas mismas urnas de la democracia.
Cuando Santos se terció la banda presidencial en 2010, tenía claro que iba a negociar con las Farc, a “tramar” al país con “la paz” y a desdecirse de las posiciones que defendió como ministro de Defensa, para afirmar que el país no enfrentaba una amenaza narcoterrorista, sino un “conflicto interno”.
Tenía claro que iba a traicionar a sus electores, no por negociar, sino por el alcance de esas negociaciones, entre ¡iguales!, que no buscaban la reinserción al Estado de Derecho, sino su transformación a partir de las exigencias farianas, legitimando medio siglo de violencia con la impunidad de una justicia a la medida.
En 2014 no solo volvió a mentirle al país, pues hacía rato se había declarado enemigo de la reelección -después de la suya, claro-, sino que acudió a la trampa del hacker para sacar del camino a Óscar Iván Zuluaga, que lo superó en primera vuelta. Todo valía por “la paz”, para la que Santos se sentía “indispensable”.
A poco andar de su primer periodo iniciaron conversaciones “secretas”, que lo siguieron siendo, no porque se supiera o no de ellas, sino porque se adelantaron a espaldas del país y sin ningún tipo de participación ciudadana, aparte del show mediático para legitimar la Reforma Rural Integral que desencadenó la persecución a Fedegán, y de otros “espectáculos” con algunas víctimas ingenuas en favor del Acuerdo.
El plebiscito, que Santos convocó en un exceso de arrogancia, le fue adverso y, como era algo que no podía suceder, abrió un espacio dizque para buscar un consenso con los partidarios del NO triunfador, que fueron nuevamente traicionados con la introducción de cambios “cosméticos” sin que se tocaran los temas innegociables para las Farc, comenzando por la impunidad total. Luego vendría la vergonzosa bendición de la Corte Constitucional, que selló la consumación del asalto a la democracia.
Cuatro años después, el centrosantismo y la izquierda, incluidos los nuevos parlamentarios, no elegidos sino impuestos por el Acuerdo -otro asalto a la democracia-, patalean ante un gobierno generoso que brega por cumplirlo en lo cumplible, mientras la negada amenaza narcoterrorista persiste, el campo está inundado de coca, las ciudades de la protesta permanente con que amenazó Petro; la paz estable y duradera nunca llegó y, en su reemplazo, nace una ‘nueva Marquetalia’ liderada por el exjefe negociador, uniformada y armada en el vecindario, para apoyar a un nuevo sátrapa disfrazado de demócrata, mientras el país distrae la pandemia embobado con viejas telenovelas.