Sobre el nivel del mar, a una altura de 3.500 metros, haciendo parte de los municipios de Supatá, San Francisco y Subachoque, en Cundimamarca, se impone una majestuosa mole que lleva por nombre ‘El Tablazo’, por la altura de sus paredes y la verticalidad de sus imperturbables farallones. En la era prehispánica los indígenas muiscas lo conocían como Juniatamix, lugar sagrado donde concurrían en ocasiones especiales para adorar a la luna.
Próximo a su cima el cielo es blanco y nebuloso con un panorama libre e inmensurable que en días de sol compromete la imaginación que se apodera insaciable de aquel espectáculo llamado, con sobrada razón, ‘El balcon de la sabana’. En lo más recóndito de sus entrañas cordilleranas, allá en su fondo, dice la leyenda a la llegada de los conquistadores españoles, los muiscas enterraron parte de sus tesoros por mandato del cacique Chía.
Con el advenimiento de la aviación comercial al país, segunda en las Américas, el páramo se convirtió, por el trajinar de los vuelos, en un cementerio de aviones al no superar la potencia de las maquinas la cima de la montaña donde desaparecían sin dejar señal alguna. En aquel perímetro todos los caminos conducen al cielo y ninguno tiene retorno, y la tierra -según llegó a decirse- gravitaba más que en cualquier otra topografía.
LA TRAGEDIA
Sobre ese bosque inexpugnable, el avión de Avianca, un Douglas DC4, matricula114, vuelo 651, dotado con cuatro potentes motores Pratt & Whitney R 2000, que había pertenecido a la fuerza aérea de los Estados Unidos, relativamente nuevo, adecuado lujosamente para pasajeros, dotado de los últimos avances, faltándole solo dos metros para sobrepasar el pico de la montaña y a escasos minutos para tocar su destino, el sabado15 de febrero de 1947, a las 12:40, pasado meridiano, hundió sus narices contra la monolítica roca milenaria, rodando hecho trizas ochenta metros abajo en el abismo. Había salido del aeropuerto de Soledad en Barranquilla, a las 10:20 de la mañana, rumbo al aeródromo de Techo en Bogotá, dos horas después desaparecería.
En aquella tragedia murieron cincuenta y cuatro personas, cuarenta y dos hombres y doce mujeres incluyendo los pilotos norteamericanos: Kenneth Newton Poe, no titular del vuelo, quien volaba de favor a un colega, y Roy George Kay, con la esbelta y seductora azafata costaricense Aida Chufji, y su homólogo Carlos Rodríguez. Viajar en avión era un privilegio de pocos en ese entonces, por lo que quienes perecieron era un buen número de extranjeros, altos directivos de las nacientes petroleras en el país y pertenecientes otros a familias destacadas de Barranquilla, pues la única vía que comunicaba a la costa Atlántica con la capital era en barco, retando el cauce tenebroso del río Magdalena después de un recorrido apesarado de varios días.
Entre las víctimas figuraba Romelio Martínez, líder futbolero llamado el ‘Caballero de las canchas’, a quien como reconocimiento el estadio de Barranquilla, ante su muerte, tomó su nombre, gracias a la tenacidad del connotado cronista de El Heraldo ‘Chelito’ de Castro.
La noticia del accidente se sabría en Techo cuatro horas después, luego de esperar y atribuir la demora a imprevistos ordinarios y procedía del Ministerio de guerra, ante cuyo imponderable; el desasosiego entre los asistentes fue total. El alcalde de Supatá mediante un cablegrama había informado lo que un campesino a distancia había visto y narrado: “…Un estrepito de metales despedazados y una explosión”, como de otros mundos, y el burgomaestre con igual criterio y lenguaje comunicó lo mismo a la autoridad competente. Sin precedente, había ocurrido la más grande tragedia aérea con tantos pasajeros en la historia mundial y la noticia empezó a correr sin contenerse por todas las vertientes de la tierra.
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El presidente de la República, Mariano Ospina Pérez, ante la magnitud del suceso decretó dos días de duelo nacional, suspendiendo toda fiesta, pues simultáneamente con el accidente se iniciaba en Barranquilla, ese mismo día, el carnaval, con la tradicional batalla de las flores, encendida por la reina del festejo, Ana María Emiliani Helibron, una modelo entrenada en Norteamerica; entre tanto, en la plaza de Santa María en Bogotá se realizaba una esplendorosa y encarnizada corrida de toros que fue interrumpida y los asistentes hombres y mujeres vistieron de negro al día siguiente y en señal de duelo asistieron a la eucaristía. Mientras sin interrupción, el carnaval siguió hasta el miércoles de ceniza como si en el mundo nada hubiera pasado.
Minutos antes del vuelo había llegado directo de Valledupar al aeropuerto de Soledad, Augusto Socarras, hermano del erudito, académico y siquiatra José Francisco, urgido de estar en Bogotá ese día, encontrándose por simple coincidencia con su colega y compañero de Derecho de la Universidad Nacional, Muce Moisés Cotes. Al no encontrar cupo, este le cedió el suyo; ocurrida la catástrofe, su hermano médico, Antonio Socarras quien lo esperaba en Techo, hizo parte de la brigada de búsqueda de cadáveres, pero nada encontró, solo por pura casualidad vio y recogió una pluma Parker en oro del suelo, calcinada y retorcida, sorprendiéndose al leer en su tapa: Augusto Socarras.
Vinieron luego las lamentaciones, rumoreándose que el conocidísimo guitarrista y cantante Guillermo Buitrago, primero en grabar un disco en Colombia, asiduo interprete en radio-teatros, con versiones de música vernácula en grabaciones que aún perviven, había caído en el percance del vuelo, más tarde corrió la bola que se había salvado porque Toño Fuentes, su empresario musical, enamorado de un canto le había pedido grabarlo antes de viajar y al llegar tarde Buitrago al aeropuerto, el avión ya había partido, escapando por pura chepa de una muerte segura. El canto según el “run run” resultó ser el merengue ‘Vispera de Año Nuevo’.
Aquella noticia resultó falsa y Buitrago para no tener que aclarar lo que realmente había sucedido, acosado por sus admiradores a donde llegaba, compuso como explicación esto que sigue:
..Yo no monto en aparatos zumbadores
Que se pierden por el cielo.
Soy un hombre muy tranquilo,
Óigame usted, compañero,
Y tengo bueno mi espinazo (bis)
Porqué la gente sigue comentando,
Las tonterías del cerro el tablazo (bis)
Por qué será, por qué será,
Que yo no voy en avión a Bogotá
Soy muy viejo y la experiencia a mí me come
Dirán que soy montañero,
Yo monto en mi burro bayo.
Así es que yo soy derecho
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¿Cómo era posible que Buitrago, se dijo, considerara una tontería, como si dijera bobería, a semejante catástrofe? Era la edad anónima y noticiosa de los vallenatos cuando aún estos cantos no tenían ese nombre y Buitrago no usaba el término tontería despectivamente, simplemente hacía uso del modismo caribeño de utilizar palabras de significación menor, antónimos, para destacar situaciones mayores dándoles énfasis.
EL BURRO Y EL ACCIDENTE
Un caso singular: Luis Zalamea Borda, cronista de El Nuevo Siglo, autor del Círculo del Alacrán, hermano de Jorge, creador de ‘El Sueño de las Escalinatas’, era tal su grado de embriaguez que fue bajado del avión, tomó otro vuelo y al llegar aún tambaleante a su casa en Bogotá, llena de allegados, pues aparecía en la lista de víctimas, al verlo entrar balanceándose por poco mueren del susto, solo ahí supo Luis que estaba muerto.
Ante la magnitud del desastre, el presidente Ospina Perez, mediante decreto, del 14 de marzo, exacto al mes de la tragedia, creó una nueva entidad, la Aeronáutica Civil, designando como su primer director al acusioso e impetuoso ingeniero barranquillero, egresado de Oxford, Mauricio Obregon, apodado por sus excentricidades el retador de las alturas y las profundidades, a la postre Rector de la Universidad de los Andes y como subdirector a Enrique Concha Vanegas, célebre por haber volado solo de Bogotá a Lima piloteando un monomotor.
Más allá de las calidades científicas de Obregón, quien además era piloto, era muy recordado y conocido porque poco antes de su nombramiento había superado una emergencia aérea con su primo Alejandro, el pintor, volando a bordo de un destartalado monomotor, que se apagaba y prendía misteriosamente en el aire, sobre las inmediaciones del rio Magdalena y al haber anochecido desafió la oscuridad y sin saberse cómo aterrizó al pie de lo que sería el puente Pumarejo, arrastrando un zarzal, sin un solo rasguño, pero una vez en tierra, no bien repuestos del susto, rumbo a la ciudad, en la moto de alto cilindraje del pintor, llevándolo de parrillero, un burro se les atravesó en la vía derribándolos, muriendo el animal, sufriendo ellos fuertes descalabros al rodar muchos metros por un suelo lleno de cascajos.
Lo peligroso no fue el viejo avión Rayan, sino lo imprevisible ante un burro enamorado. La barahúnda sobre el accidente se armó a partir de sendas cartas enviadas a El Tiempo, por el veterano aviador norteamericano J. A. Tod Hunter, el día 17 de marzo y la otra por el piloto colombiano Carlos Duque de Lansa, el 20 del mismo mes, cuestionaban el riesgo de incorporar operadores norteamericanos de combate extraídos de la guerra y prevenían también los peligros inmersos en nuestras montañas, con críticas a los sueldos diferenciales de estos extranjeros, no tan funcionales, ni superiores en su labor frente a los nacionales, por técnicos que fueran. Obregón corregiría todo esto.
En el área del accidente del Tablazo, muy esparcidos, se encontraron apenas reductos de cadáveres carbonizados y desmembrados sin poderse identificar, solo uno quedó intacto, llevándosele como último destino a una fosa común en el cementerio central de la capital, donde un mausoleo simboliza su pasado con sus nombres y, en su alto un trozo de piedra, inerte, desprendido del cerro por el impacto, testimonia el suceso.
En los alrededores de aquel monte inconmovible impactado violentamente por el avión 74 años atrás, tres censores de la más idónea inteligencia electrónica vigilan y previenen hoy a los pilotos de todas las lenguas y procedentes de todos los lugares de la periferia, sobre los riesgos latentes para enfrentar, entre estos, los vientos fugitivos del caudaloso Magdalena barriendo las crestas de los Andes y no sean víctimas del hipnotismo del paisaje alucinante en el Zipazgo del apoteósico Chiminichagua, mito de Chibchas y Muiscas, guardián de Bacatá.
Por: Ciro Quiroz Otero