El rey Darío “el medo” de babilonia promulgó un decreto real instaurando la prohibición de orar a ningún dios ni hombre, sino sólo a su propio señorío durante los treinta días posteriores a la vigencia de esa norma. En caso de incumplir, desobedecer o infringir este mandato legal la secuela sancionatoria a la que se sometía el responsable o trasgresor era la pena de muerte en el foso de los leones. El profeta Daniel era un ferviente e incondicional adepto al mensaje del Dios de Abraham, Moisés y otros sagrados profetas. Oraba tres veces al día con la mirada enfocada sobre Jerusalén, desobedeciendo ese reglamento sometido a las leyes medas por apelar a lo que consideraba justo. Surgiendo una tensión ante la determinación reglamentaria proferida por el Rey e impulsada por los lobistas, un grupo de gobernadores regionales y supervisores que sentían furia y envidia del ejercicio honesto, noble y diligente del profeta Daniel, y el derecho natural de las personas a elegir su culto de manera libre y sin presiones. Tensión que gozaba de una circunstancia de agravación consistente en que Darío firmó la orden o determinación sancionatoria desatendiendo su propia consciencia por satisfacer los intereses de un grupo de poder, pues sabía que esa ley era dura, pero que no era justa.
Desde tiempos pretéritos ha hecho transito hasta nuestra época el aforismo latín “dura lex, sed lex”, que en castellano significa “dura es la ley, pero es la ley”. Incluso, en nuestra carta magna del 91, podemos ver ese reflejo cuando leemos el artículo 230 que tatúa esa responsabilidad de los jueces de solo someterse al imperio de la ley, y el artículo 13 que instaura la igualad de todos ante la ley.
Cneo Dominicio Anio Ulpiano, o simplemente Ulpiano, un emblemático jurista del Derecho Romano y la ciencia jurídica universal, aseguró que el derecho consiste en tres reglas o principios básicos: vivir honestamente, no dañar a los demás y dar a cada uno lo suyo. Es el arte de lo bueno y lo equitativo. Por otra parte, Justiniano I, quien fuese emperador del imperio romano de oriente o bizantino, compilador del Corpus Iuris Civilis, fuente del derecho universal imperante en nuestros tiempos, aseguró que la justicia es la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno su derecho.
Pero, muy a pesar de esa sentencia incorporado en el artículo 230 de nuestra Constitución Política, en este mismo cuerpo supra normativo vemos reglas que promueven y exigen la combinación correcta entre legalidad y justicia para lograr los fines del estado social y democrático de derecho. Ejemplo de ello es el capítulo 3 señalando todo el boceto o apuntes generales sobre la formación de las leyes, lo cual no puede desentonar con los derechos fundamentales, los deberes, la separación de poderes, los tratados internaciones sobre DDHH y la recta y eficaz administración de justicia. Es decir, evitar que exista un rey Darío en nuestras instituciones políticas y social que, luego de la presión de grupos de poder, expida leyes que sean un contrasentido con los intereses generales, sobre todo de aquellas personas o comunidad en situación de vulnerabilidad y debilidad manifiesta.
En el ámbito jurídico y social contemporáneo se mantiene vigente esa álgida tensión entre imperio de la ley y justicia, muchos partidarios de ese principio milenario de origen romano mantienen su fe en los efectos de ese postulado asegurando que es la mejor manera de lograr la justicia de una sociedad. Dando por sentado que, si es ley, significa que es justo. Otros difieren, concluyendo que la ley y la justicia algunas veces no van en la misma dirección, y que no siempre se crean las leyes pensando en la justicia. Pero, sea cual sea la tesis que acojamos bajo nuestra sana critica, resulta menester recordar lo manifestado por el ilustre maestro Cesare Beccaria: Una cosa no es justa por el hecho de ser ley. Debe ser ley porque es justa”. Así como en la historia del rey medo y el profeta Daniel en los tiempos anteriores a Jesucristo se pretendió dar apariencia de algo justo la prohibición del ejercicio libre y consciente del culto del referido trabajador babilónico, en nuestros tiempos vemos leyes que gozan de inspiración en los objetivos particulares de un sector de la sociedad, desatando estados de injusticia merecedores de la objeción social, pues las mismas reflejan intereses de poder, control y opresión, y no siempre corresponden con los ideales de equidad y dignidad que se encuentran en principios éticos universales.
El relato del profeta Daniel nos invita a reflexionar sobre el papel de la “legalidad” en nuestras sociedades y cómo las leyes pueden ser desafiadas cuando están en conflicto con principios más altos de justicia. En definitivas, cuando se presente tensión entre el imperio de la ley y la justicia siempre debemos inclinarlos por el imperio de la justicia, dar a cada uno lo que le corresponde en base a los postulados de dignidad humana, solidaridad, integridad de la república, separación de poderes y prevalencia del interés general, lo cual garantizará las herramientas necesarias para ubicar el orden jurídico, social y económico que tanto anhelamos como sociedad.
Por Kevin Claro