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Raíces negadas

La sensación es bastante fácil de percibir. Un rápido viaje por las tumultuosas calles de Lima, decoradas con aquel perenne cielo estucado de color gris, permite que los turistas absorban y se empapen de los elementos esenciales de una cultura rica en tradiciones, orgullosa de ser la guardiana de uno de los imperios más grandes en la historia de mundo, pero abierta a una realidad contundentemente cosmopolita. Aun así, atrapados en un emparedado de dos pisos, entre el Perú del ayer y el del hoy, el país ha logrado reservarle un espacio a su activo más preciado: Sus campesinos y el folclore que les acompaña.

Al igual que todos los países andinos de la región, incluyéndonos, Perú tiene en su población rural los orígenes de las generaciones urbanas que hoy en día se proyectan internacionalmente. Su influencia es tan definitiva en la cotidianidad del país, que solo basta con encender la radio para encontrar emisoras dedicadas exclusivamente al hipnótico ritmo sincrónico de la zampoña y el charango, o remitirse a algunas iniciativas publicitarias decoradas con personajes envueltos en tocados multicolores de fucsia predominante que hacen justicia a los abuelos de muchos citadinos.

Lamentablemente, en Colombia esta apreciación de lo que le debemos al campo no opera de la misma forma. Sin un majestuoso pasado lejano lleno de leyendas de tal magnitud como el peruano, pues las memorias precolombinas se quedaron estancadas entre el Museo del Oro y el mítico Dorado, el epicentro de nuestras raíces debería estar ubicado en los recuerdos nostálgicos de las migraciones rurales que forjaron las familias de ahora.

Pero nada de esto se aprecia. La figura del campesino sigue siendo vista como un colombiano de segunda categoría, como un lapsus en la evolución natural de nuestra sociedad que debe ser superado para dar paso a la modernidad. Las alpargatas y los sombreros de fique se han ganado un lugar en el imaginario colectivo como grilletes simbólicos de atraso, ignorancia, tosquedad y paquidermia. Constantemente estamos en la desesperada búsqueda de la sofisticación para ir enterrando cualquier viso de ruralidad en nuestras maneras, como si fuera algo malo, indigno de ser portado y mostrado con orgullo, una enfermedad que nos hace menos civilizados.

Desde mi caso particular, con antepasados en San Gil y más adentro de Santander conforme me alejo hacia atrás en el tiempo, hasta el de aquellos colombianos con accidentales apellidos alemanes por el fortuito cruce de un europeo extraviado con morenas de algún corregimiento anónimo, todo lo que hemos sido se lo debemos a la gente que con azadón en mano forjó a fuerza de golpes contra tierra la Colombia de los rascacielos y las tiendas con franquicias extranjeras en la que nos despertamos cada mañana.

Un cúmulo de raíces negadas que tenemos que respetar por el camino que nuestros abuelos atravesaron antes que nosotros, sin buscar huirles como si fueran la amenaza de lo que no queremos volver a ser. Por más que el mundo nos empuje a pensarlo, no somos lo que somos por nosotros mismos.

fuad.chacon@hotmail.com

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Fuad Gonzalo Chacon: