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El ocaso de la soberbia

Ya nada queda de ti, Pacho Camberra. Ojalá ahora pudieras pararte frente al espejo impecable del tiempo para que vieras como está derrumbándose tu virilidad: luces pálido, encorvado y mudo. Tu altanería solo vive en la memoria de las mujeres y los majaderos que engatusaste con chorros de plata, ese siempre fue tu principal argumento. Por fin dejaste de ser un dios provinciano, la gente comprendió que eras un libertador de mentira. Así es, pretendiste serlo todo, pero no entendiste que para eso tenías que pensar.

El río Guatapurí se tragó las cenizas del miedo que inspirabas. Tu arrogancia y tu vanidad ahora solo dan risa. Adiós al padrote que regaba su semen por toda la región, al machito que tenía el cerebro repleto de telaraña. Este día tenía que llegar, tú no podías ser más jodido que el mismo Jesucristo, así sobornaras a la Iglesia, al ejército y al amor. Viejo, no volverás a husmear los telegramas ajenos, ni a robarle la inocencia a las niñas de los caseríos, ni a encerrar con alambre de púas las tierras que no son tuyas.

Consuelo Araújo Noguera hizo de ti una metáfora delirante. Eres el personaje primordial de Yo sabía…, un cuento de cinco páginas que está narrado en segunda persona, que tiene un lenguaje cotidiano, un ritmo intenso y un mensaje satírico. Se trata de un relato al estilo de El otoño del patriarca y La fiesta del chivo: una reflexión vallenata sobre el ocaso del poder. La trama es punzante, coloquial y reveladora. El lector puede sentir en carne propia como el semental es apabullado por la burla, por la inteligencia.

Finalmente, alguien te disparó la verdad en la cara. En Yo sabía… Consuelo te habla sin miedo, no utiliza el enojo, sino la lástima y el sarcasmo. Aunque valora que fuiste un burro para el trabajo, te manda al sitio en donde debiste estar siempre: un corral. Claro, porque tu saliste de tus potreros inmensos a hacer política con los pies untados de boñiga y los bolsillos hartos de dinero. Así de la noche a la mañana te convertiste en un putas electoral.

Pacho, siempre te dejaste conducir por tus instintos de hiena. Le pegaste un tiro a un miserable trabajador tuyo que intentó defenderse de tu prepotencia, creíste que Casimiro, el eterno esclavo de tu familia, solo podía aspirar a servirte de chofer y aprendiste a mascullar algunas palabras finas para impresionar a los ministros. El pasado habla: hiciste de la ciudad tu finca y de la gente tú ganado. Por eso produce un fresquito sabroso que Consuelo te haya cantado la tabla.

Ahora la verraquera que te mandabas se está saliendo por los cinco orificios que tienes en tu barriga de toro reproductor. Aquí estás inmóvil, frío. Atrás quedó tu excitación, tu hombría y tu trapo rojo. Nosotros sabíamos que esto tenía que pasar, porque este pueblo dejó de ser un pueblo y otros mejores que tú salieron a recuperar para todos aquellos que te habías robado. Como dijo Consuelo (ella lo dijo todo), no hay aguacero que no escampe, ni creciente que no baje.

A decir verdad, hay una cosa que no predijo Consuelo. Aquellos que parecían mejores que tú, resultaron iguales y hasta peores. Mira Pacho Camberra, al fin y al cabo, tú eres un tipo tan fregado que siempre te las arreglás para engañar a Dios y volver a tu pueblo convertido en otro: hay cierta inmortalidad en ti. Por ejemplo, aquí, ahora mismo, renaciste en otra: eres toda una patrona. Así que todavía te seguimos reverenciando y sobrellevando con resignación.

@ccsilva86.

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