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La casa del horror en Los Tupes

Al fondo, la casa en la que fue asesinada Gala Camargo y su familia. EL PILÓN / Joaquín Ramírez.

Los Tupes es un corregimiento ubicado a 2.7 kilómetros del municipio de San Diego, donde a pesar del tiempo sigue intacto el recuerdo de la madrugada del 30 de mayo de 2001, cuando un grupo paramilitar arremetió contra varias viviendas asesinando a cinco niños y a tres adultos.

En las paredes de la casa de la señora Gala Marcela Camargo encontré las marcas dejadas por las esquirlas de granada y disparos de fusil que la mataron a ella, a su hija Odis Elena Suárez Camargo, a su nieto de apenas un año y a Wilson Martínez, uno de sus trabajadores. Me contaron que allí también resultaron heridos Hilder Román Suárez y Tatiana Suárez Camargo.

La casa, ubicada detrás de la iglesia, fue reconstruida y a pesar de su tenebrosa historia varias familias se han atrevido a vivir en ese lugar. Hay quienes me aseguraron que se escuchan lamentos en la madrugada, otros desvirtuaron esas versiones explicando que son sólo cuentos de ficción. Lo cierto es que sus viejas tejas de cemento y ventanas selladas, le dan un aspecto lúgubre al sitio de la matanza que sucedió hace 15 años.

Aunque el predio tiene nuevo dueño y será remodelada, los recuerdos que encierran las agrietadas paredes no serán borrados y por el contrario trascenderán de generación en generación.

Al llegar a la plaza de Los Tupes me encontré con Delvis Márquez Barrera, una mujer que ha vivido sus 56 años en ese lugar, a unos 100 metros de la casa de Gala Camargo, y al lado de ‘Casa Grande’, otra de las viviendas contra la que los paramilitares se ensañaron esa noche en la que mataron a los otros cuatro niños.

Confesó que las ráfagas y los bombazos que convirtieron aquella noche en una pesadilla, no han dejado de retumbar en su cabeza y que ha sido difícil despertar.

“Primero escuchamos un solo tiro, todo el mundo se despertó. Después fueron varios tiros y las explosiones, así duraron como una hora sin parar”, explicó.

Aunque la vi tranquila, con un hablar pausado, luego de revisar su entorno concluí que aunque ella quiera olvidar, está sentenciada a ver diariamente los sitios donde fueron asesinados sus vecinos y el cementerio, a pocos metros de su casa, en el que reposan los restos de las víctimas de la familia Suárez Camargo.

“Estoy en mi tierra, si me voy para otro sitio es a pasar más dificultades. Aquí tengo mis animalitos y vamos es pa’ lante”, agregó la mujer que pese a las huellas impuestas por el conflicto armado en su terruño, me atendió amablemente y me tendió la mano siendo un forastero, que sin previo aviso golpeó a su puerta.

A ‘Casa Grande’ no pude entrar, no había nadie en el momento, pero esto no fue óbice para conocer de boca de los vecinos conociera lo que allí sucedió. Deimer José, Dayanis Silellis, Fainer Antonio y Farlenis Reyes Pérez de 12, 11, 9 y 5 años de edad, respectivamente, fueron los hermanitos asesinados. A la balacera sobrevivió su madre Marelis Pérez Cortina junto a su penúltimo hijo Osnaider, de 7 años, que según cuentan, se salvó de morir al meterse en un viejo refrigerador. A los cuatro niños los sepultaron en el municipio de Astrea, su tierra natal.

“Esa noche me salí con una carabina y me escondí en una alberca, porque las balas no pasan, porque eso es pura agua; allí esperé hasta que amaneciera. Cómo olvidar a esos niños, ahí tirados, asesinados de una forma tan salvaje”, relató Mariano Molina, otro de los veteranos de Los Tupes que resistió la embestida de los paramilitares.

Don Mariano tiene 75 años, dice que este caso ni siquiera es comparable con una de las peleas familiares más sangrientas ocurrida el pueblo en 1958, cuando a machete se enfrentaron dos familias dejando varios muertos y heridos.

Recordó que la salida del sol el 30 de mayo de 2001 fue diferente a los demás amaneceres, todo el pueblo estaba sumergido en un mar de lágrimas: nativos, policías, soldados y periodistas que llegaron al pueblo para verificar lo que había sucedido no pudieron contener el llanto al ver o con sólo escuchar que varios de los niños asesinados estaban desmembrados.

“Este era un pueblo tranquilo hasta ese día, luego los paramilitares nos sometieron. Iban casa por casa y citaban a la gente a la plaza, imponiendo ley, que después de siete de la noche no querían ver a nadie en la calle y al que encontraran lo mataban”, dijo el hombre que hoy subsiste de lo poco que produce en su parcela.

Algunos sobrevivientes y familiares de las víctimas de la masacre regresan a visitar a los muertos y se van al poco tiempo. Otros como Pablo Suárez Herrera salieron desplazados del pueblo perdiendo cultivos y animales de corral, pero retornaron para seguir trabajando sus tierras.

“Yo perdí en esa incursión a mi cuñada y a los sobrinos. Pese a esa tragedia es poco el apoyo que como víctima he recibido del Estado”, manifestó el finquero.

Sin embargo, don Mariano, doña Delvis y don Pablo coinciden en que ya no hay que temer, la seguridad ha mejorado y desde hace cuatro años el gobierno departamental empezó a invertir en el pueblo para mejorarles la calidad de vida. Ya cuentan con una buena vía de acceso, la plaza central fue remodelada, pero advierten que hace falta más inversión social.

En el pueblo la mayoría de gente subsiste de lo poco que producen en sus patios y fincas, con cultivos de ahuyama, yuca y otros con ganadería.

Origen de la matanza

Luego de intensas investigaciones de la Fiscalía y un complejo proceso judicial, el 23 de junio de 2004, el Juzgado Penal del Circuito Especializado de Valledupar condenó a 40 años de prisión a tres de los presuntos cerebros de la masacre: el soldado Juan Carlos Becerra Amaya y los paramilitares Luis Alberto Bermúdez Torres y Mauro Enrique Torres Bolaños, en calidad de coautores de homicidio múltiple agravado, concierto para delinquir y daño en bien ajeno.

Leonardo Enrique Sánchez Barbosa, alias ‘El Paisa’, y Giovany Alfredo Andrade Racines, alias ‘El Guajiro’, integrantes del frente ‘Mártires del Cesar’, fueron otros de los paramilitares del Bloque Norte de las Autodefensas Unidas de Colombia que lideraron la incursión armada en Los Tupes.

Sobre el origen de la masacre, la Fiscalía estableció con testimonios de varios residentes del corregimiento, que, al parecer, se trató de una venganza por disputas entre las familias Zapata Guerra, Suárez Camargo y Amaya Torres “por los sucesivos homicidios que han ocurrido entre estas mismas familias, donde ellos se han hecho justicia por su propia mano, cobrado en forma personal y a su manera cada uno de sus muertos, pero siendo esta última acción delictiva apoyada o coordinada, bien por miembros de la fuerza pública, o por un grupo armado en forma ilegal, situación que se deduce del tipo de armas empleadas, tales como fusiles y granadas y tildando de guerrilleros a quienes realmente pretendían eliminar”.

En septiembre del año 2000, a Gala Camargo le mataron a un hijo (José Domingo Suárez Camargo) en Los Tupes, y de su marido Carlos Ramón Suárez Herrera se conoció que desconocidos lo mataron a tiros, en el casco urbano de San Diego, Cesar, dos años después de la masacre.

Las dos familias quedaron como las principales protagonistas de la historia de Los Tupes, tras un acto de barbarie sin precedentes en la historia del conflicto armado que vivió el departamento de Cesar, y rechazado en su momento por la comunidad internacional.

Antes de despedirme, me paré frente a la vivienda que fue de Gala Camargo y con todas las versiones escuchadas solo se vinieron a mi cabeza imágenes de lo que pasó allí (hombres disparando, mujeres y niños gritando en medio de un baño de sangre) como tratando de armar un rompecabezas, pero sólo concluí que había estado en la casa del horror.

La base de Las Pitillas

A cuatro kilómetros de Los Tupes está el corregimiento Las Pitillas, también en jurisdicción de municipio de San Diego, en el que todavía existe una trocha que era el corredor predilecto de las autodefensas para mover sus tropas. También lo recorrí para llegar al pueblo considerado base de los paramilitares.

En Las Pitillas me confirmaron que ese era un punto estratégico para las Auc, desde allí planeaban sus incursiones porque les permitía moverse por la zona rural entre San Diego, Valledupar y Codazzi.

Es un corregimiento con alrededor de 300 habitantes que vivieron sometidos por la ley del más fuerte, en el que si bien no hubo matanzas como la de sus vecinos en Los Tupes, si fueron sometidos durante más de cuatro años.

Aunque ya no tiene el yugo de las armas, la población está sometida por la pobreza, su principal actividad económica era la pesca en el río Cesar, en el que ya no se atreven ni a bañarse por su alto grado de contaminación.

Es un terreno árido que no favorece los cultivos de pancoger, en el que sus pobladores subsisten en condiciones precarias, sin agua potable, sin alcantarillado y con un puesto médico en el que solo los atienden cada ocho días.

“Aquí todos somos pobres, pero no apoyamos a los grupos ilegales, nos tocó convivir con ellos y ahora estamos comenzando a trabajar a ver si sacamos este pueblo adelante; vivimos del rebusque, algunos alcanzaron a registrarse como víctimas y reciben dinerito con los pocos auxilios que les da el gobierno”, explicó el presidente de la Junta de Acción Comunal, Janner Díaz.

El líder comunitario afirmó que Las Pitillas es una extensión de Los Tupes, por lo que esperan que el cambio positivo que está sufriendo esa comunidad también se extienda a los suyos para que las huellas que les dejó el conflicto armado sean borradas con proyectos productivos e inversión social a través de los procesos de paz y reconciliación que promulga el actual gobierno colombiano.

“Primero escuchamos un solo tiro, todo el mundo se despertó, después fueron varios tiros y las explosiones, así duraron como una hora sin parar”: Delvis Márquez, habitante de Los Tupes.

Sobre el origen de la masacre de Los Tupes, la Fiscalía estableció con testimonios de varios residentes del corregimiento, que, al parecer, se trató de una venganza por disputas entre las familias Zapata Guerra, Suárez Camargo y Amaya Torres.

Por Martín Elías Mendoza

 

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