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El ayuno

Hay tres palabras que se vuelven virales en los templos católicos durante el tiempo cuaresmal: Ayuno, Oración y Limosna. Se nos proponen como armas poderosas, útiles para combatir contra las acechanzas del demonio. Con frecuencia, sin embargo, no se explica lo suficiente en qué consisten, cuál es el objetivo de su práctica, ni su real incidencia en nuestras relaciones con Dios y con el prójimo. Sin pretender abarcar la totalidad de un tema tan amplio, dedicaré las siguientes líneas a discurrir sobre el ayuno.

En los domingos sucesivos abordaré los temas de la oración y la limosna.

Ayunar significa literalmente “no comer”. Tiene sentido que la primera comida del día reciba el nombre de “des-ayuno”. La práctica del ayuno ha estado ligada a filosofías, estilos de vida y religiones desde muy antiguo y no ha estado exenta de errores e interpretaciones subjetivas. Pero, centrémonos en el ayuno religioso del Cristianismo. Dos palabras son utilizadas para designar las relaciones austeras de los creyentes con los alimentos: ayuno y abstinencia. Por la primera se entiende la privación de una de las comidas del día; por la segunda la abstención de consumir carne.

El Código de Derecho Canónico, prescribe las prácticas del ayuno y la abstinencia el miércoles de Ceniza y el viernes Santo (C. 1251) y determina que, mientras la primera obliga a todos los mayores de edad, hasta que hayan cumplido cincuenta y nueve años, la segunda obliga a partir de los catorce años de edad. C. 1252.

Es aquí en donde debemos tener cuidado para no caer en el fariseísmo, ni en consideraciones meramente religiosas que nada tienen que ver con la doctrina cristiana. Recientemente el Papa Francisco explicó que el cristianismo no es una regla sin alma, un prontuario de observancias formales para gente que pone la cara buena de la hipocresía y esconde un corazón vacío de caridad. Retomando el discurso de Isaías, el Santo Padre dijo que el ayuno, de acuerdo a la visión de Dios, consiste en “soltar las cadenas injustas”, “dejar en libertad a los oprimidos”, pero también en “compartir tu pan con el hambriento y albergar a los pobres sin techo”, “cubrir al que veas desnudo”.

Es preciso deslindar el ayuno de toda fabulación y considerarlo con toda profundidad: se impone una doble condición: la del contacto con el prójimo mediante la caridad fraterna expresada concretamente en la limosna, y la de un contacto verdadero con Dios mediante la oración desnuda. Sin esta doble armazón indispensable, la ascesis del ayuno no sería más que una egoísta ilusión, vuelta inconscientemente sobre sí misma, y una falsedad, o el intento ilusorio de manipular a Dios.

Nos abstenemos del alimento no para convencer a Dios, sino para convencernos a nosotros mismos de que “no sólo de pan vive el hombre” y hacernos solidarios con aquellos para quienes el ayuno no es voluntario sino una situación impuesta por la pobreza. Pero no se trata simplemente de abstenerse de la comida o bebida, sino de otros muchos medios de consumo, de estímulos, de satisfacción de los sentidos, de pecados, de vicios. Ayunar significa abstenerse, renunciar a algo, ¡y cuánto bien nos hace!

Pero, ¿Por qué renunciar a algo? ¿Por qué privarse de ello? Ya hemos respondido en parte a esta cuestión. Sin embargo, la respuesta no será completa si no nos damos cuenta de que el hombre es hombre también porque logra privarse de algo, porque es capaz de decirse a sí mismo: No.

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