Si importante es avanzar hacia un mundo más equitativo y próspero, mitigando el cambio climático con la apuesta de transitar hacia un futuro limpio y verde para que el avance de la ciudadanía sea real en toda existencia, es menester también poner voluntad en que nadie se quede atrás en la construcción de ese futuro digno que todos nos merecemos en este viaje por la vida. Con responsabilidad personal y visión colectiva, indudablemente estamos llamados a colaborar y a cooperar en la propuesta de un trabajo decente para todos, sin exclusión alguna, ya que sólo de esta manera puede prevalecer la justicia social y la paz en el mundo. En cualquier caso, aquello que podamos hacer para entendernos, bienvenido sea. En absoluto, nos cansemos de dialogar los unos con los otros. Será un auténtico logro que nos dará estabilidad, quietud que merece la pena cultivarla y resaltarla. Los desencuentros, la pasividad, no producen nada más que miseria, contiendas inútiles y confrontaciones absurdas. Además, ya tenemos constancia de que poseer empleo no siempre garantiza condiciones de vida dignas, por ejemplo y según los recientes datos de la Organización Internacional del Trabajo, un total de 700 millones de personas viven en situación de pobreza extrema o moderada pese a tener una fuerte actividad laboral.
Ya sabemos que nada avanza por sí mismo, sino en comunidad, creando vías de unión y unidad, en las que rija como espíritu inversor la fortaleza de la ética como acción y lenguaje. Sin duda, bajo esta atmósfera de techos indecorosos que afea nuestro propio hábitat, con el que estamos emplazados a armonizarnos, requerimos con urgencia de otros aires más puros, menos viciados de energías corruptas que nos esclavizan como en ningún otro tiempo, que generan violencia, inseguridad y desconfianza a raudales, y lo que es aún peor, nos dejan un futuro sin esperanza, en manos tan destructivas como salvajes. En efecto, ese afán lucrativo, ese desvelo tremendamente egoísta, lo que fomenta en el corazón humano, es la frialdad de la exclusión y el desencuentro. A los hechos me remito, la evolución en la reducción del desempleo a nivel global no va acompañada de mejoras de la dignificación humana, según indica la Organización Internacional del Trabajo en su informe último, sobre Tendencias 2019 de perspectivas sociales y del empleo en el mundo. Así, la mayoría de los 3300 millones de personas empleadas en el mundo no gozaba de un nivel suficiente de seguridad económica, bienestar material e igualdad de oportunidades. Es más, el avance de la reducción del desempleo a nivel planetario no se ve reflejado en una mejora de la calidad del trabajo. En consecuencia, quizás sea el momento de ponernos manos a la obra, como si todo dependiera de nuestros brazos, cuando menos para abrazarnos y hacernos valer ante las persistentes discriminaciones entre semejantes, para ponernos a disposición de otros horizontes más humanos, pues el trabajo no sólo es necesario para la economía (¡ya está bien de dejarnos mercadear por poderes que nos aplastan!), sino también para la realización de la persona y su dignificación como ser que ha de propiciar en todo momento la caricia acogedora, la inclusión social en definitiva, ante los diversos déficits de trabajo decente, sumado a otro aspecto preocupante, y es que más de una de cada cinco personas jóvenes (menores de 25 años) no trabaja, ni estudia, ni recibe formación, por lo que sus probabilidades de trabajo se ven comprometidas, a tenor de los nacientes datos de la Organización Internacional del Trabajo. Por tanto, dentro de nosotros y junto a los demás, jamás tiremos la toalla a la hora de luchar hasta las últimas instancias por vencer la llaga de la explotación laboral y el veneno de la ilegalidad.