Saliendo de la Plaza Mayor por el Arco de Cuchilleros, allí donde antaño se agolpaba lo más selecto del gremio carnicero de Madrid, y tras descender por la adoquinada estrechez de la Cava de San Miguel, se encuentra un escaparate de vidrio espeso con puertas café que, emulando gigantescas tabletas de chocolate, ha contenido durante casi 300 años los suculentos aromas de lo que se cocina en su interior. Allí mismo, y para deleite de las hordas de turistas que a diario lo visitan, una placa oficial de los Guinness Records curtida al sol se pavonea de su bien sabida leyenda: Sobrino de Botín, el restaurante más antiguo del mundo.
Tras cruzar el umbral es imposible no sentirse en una casa hecha de muchas otras casas, pues la decoración de sus diversos espacios y los bordes irregulares de sus esquinas dan la percepción inequívoca de una colcha de retazos cosida por los siglos. Sin nada que ocultar, su personal estará siempre ávido de mostrar su prehistórico horno de leña de encina, el arma no tan secreta de su perenne éxito, y con gusto permitirán echar una mirada a través de su boca para distinguir las brasas rojo volcánico que arden en sus entrañas. Dentro, un tierno cochinillo guiña un ojo ahumado mientras protagoniza la receta centenaria que les ha hecho mundialmente famosos.
Los que saben dónde buscar verán cómo un túnel se materializa ante sus ojos detrás de la barra. Una disimulada catacumba que lleva al fresco sótano del restaurante donde están las mejores mesas del lugar. Cochinillo, cordero, una copa de albariño y buena compañía son el cuarteto ideal para una cena inolvidable que termina con un paseo obligado por su bodega medieval subterránea que hace las veces de cava milenaria. Decenas de botellas de vino polvoriento se apilan en las paredes de este húmedo pasadizo que, aunque ahora se encuentra sellado, en un tiempo distinto al nuestro hizo parte de una intrincada red bajo tierra que comunicaba al restaurante con puntos vitales de la ciudad, incluyendo el mismísimo palacio del rey de España.
Un exquisito lugar que ha escalado hasta la inmortalidad literaria gracias a los distinguidos comensales que encontraron en él un refugio delicioso. Desde almuerzos memorables de Truman Capote o Francis Scott Fitzgerald, hasta menciones directas en “Monsieur Quijote” de Graham Greene o “Fortunata y Jacinta” de Benito Pérez Galdós, Sobrino de Botín respira historia y también literatura.
Pero el más famoso de sus asiduos visitantes no podía ser otro que Ernest Hemingway, quien pondría en labios de sus taurinos protagonistas el nombre del restaurante en obras como “Fiesta” o “Muerte en la Tarde” y dejaría para la posteridad la leyenda de una mesa favorita en una esquina del segundo piso donde supuestamente habría escrito las últimas líneas de varias de sus novelas entre océanos de vino tinto. Una reputación desbordante que los locales vecinos tratan de exprimir con letreros jocosos que en un inglés práctico declaran sin sonrojarse que Hemingway nunca comió en ellos, pero que también sirven buena comida.