Estudios dicen que Colombia es desigual. Cifras y conceptos afirman- con alguna razón- que somos xenofóbicos, racistas, clasistas. Vivimos estratificados, desde el que toma café callejero de 500, al que consume el mismo estimulante en centros comerciales a 12 mil pesos.
Elitistas desde épocas coloniales, desde entonces quisimos ser blancos españoles, franceses, ingleses, portugueses. En reuniones, mencionar a los bisabuelos, y asegurar ser de sangre azul, no importa que hayan sido piratas o corsarios, forma parte del tema.
Con esta pandemia extensiva, muchos seres indispensables, nobles, bonachones, aceptados, despreciados a veces, que forman parte del quehacer cotidiano – el beber- diría yo, quienes están abandonados. Los gorreros: esos personajes sin otra intención que consumir cualquier clase de tragos, sin tocar sus bolsillos. En otras regiones los llaman gotereros, chupadores, adivinos; para los provincianos, son eso, gorreros, tanto que nosotros en ciertas circunstancias lo hemos sido, basta aclarar la razón desde el principio, como defensa ante ataques contertulianos.
Esta especie, nunca ha estado en vía de extinción, son seres inofensivos, laboriosos, cuenteros, chismosos, comadreros, divertidos y en su inmensa mayoría, atentos, honestos y respetuosos. A pesar de su discriminación, es un arte ser gorreador.
Conocedores del ron de moda, perciben su adulteración, son catadores innatos, nunca aceptan que un trago malo pueda colarse en las parrandas, y si de cigarrillos se trata, su bigotico amonado de veterano es garantía indicativa si esos palitos de humo tienen sabor apropiado y duración exacta, por las cenizas adivinan que tabacalera los produce e importa, por cual puertos entraron y en qué fecha.
Con estas condiciones emergentes, nadie recuerda a esos personajes de nuestra fauna caribe, no están en las estadísticas, ninguna ley los protege, y las ONG son incapaces de pelear sus derechos- aunque discutidos- deben tenerlos. Ansiosos señores del traguito corto, la cerveza fría, el churro aquinado y champaña sobrante de cualquier celebración.
Es fácil reconocerlos, son delgados y agiles, conocen tus necesidades, desde un veneno para comején, repuestos para carros, hasta un loro para la abuelita.
También es fácil encontrarlos. En las ciudades, están en plazas, mercados, estaderos, estancos, tiendas, galleras, talleres y billares. Sus amigos siempre son personajes de importancia, médicos, periodistas, profesores, abogados, ingenieros y empleados mineros.
Tienen cantantes favoritos, pero nunca pelean por ellos, tienen equipos de futbol dependiendo quien esté mandando la botella. En absoluto no son religiosos. Su vestido es casi siempre limpio, colores pastel y para fin de semana una camisa de rayas amarillas, rojas o floreadas, sea carnaval o primavera. Viven con sus padres, o parientes cercanos, nunca favorecidos en los programas gubernamentales. Palabras como perfilamiento, resiliencia, pensamiento crítico, o acciones disruptivas no son de su repertorio.
Términos como bellaco, coge coge, vivaracha, picarazo, regañón, guayabo, patatús, brioso, bandido, mala paga, embustero, musiquito, metejuma, temple, tres quince, barbachan, chacachaca, alegrona y sin rumbo, son parte de su vida.
No sé a quien corresponda atenderlos, guiarlos, defenderlos, ayudarlos. Su suerte depende de la suerte de otros y en general de la suerte del país. No son de izquierda ni de derecha, siguen el ritmo de sus anfitriones con una emotividad de lujo. No creen en psicólogas, sociólogos, estadísticos, economistas, ni coach. Miran a los sacerdotes con desconfianza, a los pastores religiosos con sospecha.
El baile no es su fuerte, aunque saben cada pase, desde el viejo vallenato al actual reguetón, la champeta no pegó en ellos. Hoy cuando el mundo pide a gritos volver a la calle, el mejor tapabocas para los cuentos y los recuerdos es recuperar esa endémica especie, es urgente. Me aseguran que hay mujeres en esa misma profesión, lo dudo, ahí no creo que lleguen sus afanes igualitarios. Acompañar, paga. Paga el otro, quise decir.