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Columnista - 7 agosto, 2017

Y se transfiguró delante de ellos…

El contexto es el siguiente: Jesús ha realizado un conjunto de curaciones milagrosas (la hija de una mujer sirofenicia, un tartamudo, un ciego) y al preguntar a sus discípulos qué piensan ellos de él, recibe de Pedro una respuesta emocionada: ¡“Tú eres el Cristo”! Acto seguido Jesús hace un anuncio que dejará fríos a los […]

El contexto es el siguiente: Jesús ha realizado un conjunto de curaciones milagrosas (la hija de una mujer sirofenicia, un tartamudo, un ciego) y al preguntar a sus discípulos qué piensan ellos de él, recibe de Pedro una respuesta emocionada: ¡“Tú eres el Cristo”! Acto seguido Jesús hace un anuncio que dejará fríos a los suyos: “El Hijo del Hombre debe sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado…”. La fe de los discípulos tambalea y Pedro, que antes le había confesado como el ungido de Dios, se gana ahora una fuerte reprimenda por querer apartarlo de ese camino… Pero no todo termina allí, Jesús será mucho más enfático al precisar a continuación que para ser su discípulo hay condiciones: renunciarse a sí mismo, cargar cada día con la propia cruz y caminar detrás de él.

El panorama es gris: lejos de aquella idea del Mesías triunfalista que cambia el orden político y libera de la opresión romana, o de aquella otra idea del mesías carismático que efectúa curaciones extraordinarias y lanza por doquier discursos conmovedores, se presenta ante los ojos de los discípulos la imagen de un Mesías que no piensa como los hombres, un Mesías que nos traerá una paz muchísimo más grande que la ausencia de guerras y un bienestar mucho mayor que la ausencia de dolencias físicas, un Mesías que abrirá para el ser humano las puertas del cielo y que para ello abrazará la cruz y ofrecerá su dolor como prueba de que “nadie tiene amor más grande que quien da la vida por sus amigos”.

Ante la Pasión los discípulos titubean, dudan, se escandalizan, lo mismo que cada uno de nosotros frente al dolor propio o de los seres queridos. Jesús entonces “toma consigo a Pedro, Santiago y Juan”, columnas de la Iglesia, y se transfigura delante de ellos dejándoles ver por un instante su gloria. El Señor les muestra en un monte su rostro transfigurado a ellos que, poco tiempo después, tendrán que ver en otro monte aquél mismo rostro desfigurado por los golpes. San León Magno dice que “el principal fin de la transfiguración era desterrar del alma de los discípulos el escándalo de la cruz”. Nunca olvidarían los Apóstoles esta “gota de miel” que Jesús les daba en medio de su amargura. Siempre hace así Jesús con los suyos: en medio de los mayores padecimientos da el consuelo necesario para seguir adelante.

Luego de la voz del Padre salida de la nube “Éste es mi Hijo amado…”, Pedro, Santiago y Juan no ven a nadie más sino sólo a Jesús. Ya no estaban Elías y Moisés a su lado. Sólo ven al Señor, al Jesús de siempre, que en ocasiones pasa hambre, que se cansa, que se esfuerza para ser comprendido… A Jesús, sin especiales manifestaciones gloriosas. A este Jesús debemos encontrar nosotros en nuestra vida ordinaria, en medio del trabajo, en la calle, en quienes nos rodean, en el pobre, en la oración, cuando perdona, en los sacramentos… Hemos de aprender a descubrir al Señor detrás de lo ordinario, de lo corriente, huyendo de la tentación de desear lo extraordinario.

Es muy fácil creer en un Mesías que hace milagros, que cura a los enfermos, que multiplica los panes y que se transfigura… Es muy fácil creer en Dios cuando todo va de maravilla en nuestra vida, cuando hay dinero, trabajo y bienestar “asegurado”, pero creer que quien cuelga de la cruz, desfigurado por los golpes, es el Hijo de Dios y quien ha de salvar al mundo ¡Ese si es un acto de fe!

Por Marlon Domínguez

 

Columnista
7 agosto, 2017

Y se transfiguró delante de ellos…

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Marlon Javier Domínguez

El contexto es el siguiente: Jesús ha realizado un conjunto de curaciones milagrosas (la hija de una mujer sirofenicia, un tartamudo, un ciego) y al preguntar a sus discípulos qué piensan ellos de él, recibe de Pedro una respuesta emocionada: ¡“Tú eres el Cristo”! Acto seguido Jesús hace un anuncio que dejará fríos a los […]


El contexto es el siguiente: Jesús ha realizado un conjunto de curaciones milagrosas (la hija de una mujer sirofenicia, un tartamudo, un ciego) y al preguntar a sus discípulos qué piensan ellos de él, recibe de Pedro una respuesta emocionada: ¡“Tú eres el Cristo”! Acto seguido Jesús hace un anuncio que dejará fríos a los suyos: “El Hijo del Hombre debe sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado…”. La fe de los discípulos tambalea y Pedro, que antes le había confesado como el ungido de Dios, se gana ahora una fuerte reprimenda por querer apartarlo de ese camino… Pero no todo termina allí, Jesús será mucho más enfático al precisar a continuación que para ser su discípulo hay condiciones: renunciarse a sí mismo, cargar cada día con la propia cruz y caminar detrás de él.

El panorama es gris: lejos de aquella idea del Mesías triunfalista que cambia el orden político y libera de la opresión romana, o de aquella otra idea del mesías carismático que efectúa curaciones extraordinarias y lanza por doquier discursos conmovedores, se presenta ante los ojos de los discípulos la imagen de un Mesías que no piensa como los hombres, un Mesías que nos traerá una paz muchísimo más grande que la ausencia de guerras y un bienestar mucho mayor que la ausencia de dolencias físicas, un Mesías que abrirá para el ser humano las puertas del cielo y que para ello abrazará la cruz y ofrecerá su dolor como prueba de que “nadie tiene amor más grande que quien da la vida por sus amigos”.

Ante la Pasión los discípulos titubean, dudan, se escandalizan, lo mismo que cada uno de nosotros frente al dolor propio o de los seres queridos. Jesús entonces “toma consigo a Pedro, Santiago y Juan”, columnas de la Iglesia, y se transfigura delante de ellos dejándoles ver por un instante su gloria. El Señor les muestra en un monte su rostro transfigurado a ellos que, poco tiempo después, tendrán que ver en otro monte aquél mismo rostro desfigurado por los golpes. San León Magno dice que “el principal fin de la transfiguración era desterrar del alma de los discípulos el escándalo de la cruz”. Nunca olvidarían los Apóstoles esta “gota de miel” que Jesús les daba en medio de su amargura. Siempre hace así Jesús con los suyos: en medio de los mayores padecimientos da el consuelo necesario para seguir adelante.

Luego de la voz del Padre salida de la nube “Éste es mi Hijo amado…”, Pedro, Santiago y Juan no ven a nadie más sino sólo a Jesús. Ya no estaban Elías y Moisés a su lado. Sólo ven al Señor, al Jesús de siempre, que en ocasiones pasa hambre, que se cansa, que se esfuerza para ser comprendido… A Jesús, sin especiales manifestaciones gloriosas. A este Jesús debemos encontrar nosotros en nuestra vida ordinaria, en medio del trabajo, en la calle, en quienes nos rodean, en el pobre, en la oración, cuando perdona, en los sacramentos… Hemos de aprender a descubrir al Señor detrás de lo ordinario, de lo corriente, huyendo de la tentación de desear lo extraordinario.

Es muy fácil creer en un Mesías que hace milagros, que cura a los enfermos, que multiplica los panes y que se transfigura… Es muy fácil creer en Dios cuando todo va de maravilla en nuestra vida, cuando hay dinero, trabajo y bienestar “asegurado”, pero creer que quien cuelga de la cruz, desfigurado por los golpes, es el Hijo de Dios y quien ha de salvar al mundo ¡Ese si es un acto de fe!

Por Marlon Domínguez