Era de Codazzi y muy pocos saben que fue grande, ni ella misma lo supo. La conocí por un poema; caminaba, mientras comenzaba el encuentro de escritores en Santa Marta, cuando me llamó la atención un poemita pegado en una vidriera, lo leí tres veces, luego lo copié en una libreta. Me encantó, me llevó al arrobamiento, pero me dio ira que debajo de su firma dijera “Poeta al exilio”. Regresé al hotel murmurando: en este país no va a quedar gente, se lo comenté a Pedro Olivella y me sacó de mi error, “No, Poetas al exilio, es el grupo literario al que pertenece; ella anda preguntando por ti”, y lo que siguió fue conocernos, hablar y hacernos amigas, ella anduvo con mi libro Cuando cante el cuervo azul y yo, con el de ella: El ojo de la noche.
Clemencia Tariffa, en el 2009 se fue al infinito, tenía cincuenta años, y si el Cesar no sabía, ni sabe, de su existencia, menos de su muerte. Ahora estoy estudiándola, quiero escribir de cosas que me contó y lograr el libro que desde entonces he querido escribirle, pero su genialidad, su talento, me cohíben un poco o tal vez un mucho, especialmente cuando se tiene la seguridad de que es la mejor poeta que ha dado Colombia.
Nos sentamos alrededor de una mesita a escuchar el recital fabuloso de Meyra Delmar y Dora Castellanos, desgranaban versos, uno tras otro, de pronto me dijo. “¡Qué grandes son!” y me mostró la piel erizada; le contesté: ¡Grande eres tú!, me miró y se rió: “no exageres, no exageres”.
Cada vez que leo sus poemas pienso: ¡qué descubrimiento, qué alucinante! Y los repito una y otra vez: “En las noches de mis días/, maullando, /mendigo un trocito de luna. ¿Y qué he conseguido?” o “Quiero un decreto inocente /con palabras llenas de azúcar. /Quiero un amante menos letrado /que bese mi espalda, /mi ombligo y mi trenza.
Ah, Clemencia, en su soledad permanente, en su frágil salud, en sus sueños rotos, a pesar de que ganara el premio Latinoamericano de poesía en Venezuela, y el departamental en Valledupar, seguía en su búsqueda de una vida mejor, es que los premios no espantan soledades, ni calman el hambre ni los ardientes anhelos.
Su madre doblada sobre una máquina de coser, murió, fue un día terrible, Clemencia fue a parar a una clínica para enfermos mentales (para decirlo elegantemente) allí estuvo protegida durante diez años, y allí murió. Lo supe días después cuando ya la habían sepultado, a su sepelio asistieron un puñadito de personas; y lloré por su soledad y sonreí por su genialidad; hoy, especialmente hoy, la recuerdo y vuelvo sobre sus versos: “Llovía /y la lluvia /era una colmena /derramándose en mi boca. /Las gotas /gráciles /flexibles /rodaban…
Clemencia y sus anhelos: “Quiero un país amando la hierba. /Claro que si hay otra imagen -digo al hablar dormida-/ quiero despertar en su poesía…”