‘Restos orgánicos de un mundo anterior’ es una novela sobre la nostalgia. Sus protagonistas son recuerdos que vuelven con una brisa fresca del mar y sus diálogos son piezas intrigantes que hacen honor al arte del cuento. Paul Brito narra en tercera persona la historia de su familia, describe sin alterarse sus alegrías y sus desdichas más íntimas. Deja que el balón ruede con libertad por el campo de su memoria, pero hace los cambios de frente y los pases al vacío cuando resulta necesario. Maneja su desahogo con sagacidad, usa diversas herramientas literarias para romper el silencio y comprimir el pasado.
¿Cómo te nació la idea de convertir tu historia familiar en una novela?
El germen fue un cuento que está en mi primer libro ‘Los intrusos’. A diferencia de los otros, en él me propuse contar un suceso de mi pasado sin distorsionarlo ni enriquecerlo con la ficción, que se defendiera solo con sus propios elementos reales. Confiaba, además, en que engarzados en un libro transmitirían con más fuerza algunas verdades íntimas.
¿Aunque se trata de una novela sobre tu círculo familiar más cercano se podría decir que el detonante principal de la historia es tu madre?
Sí, y en dos sentidos o momentos. En el primero, mi madre estaba viva y yo sentía que podíamos escribir ese libro juntos; ella era mi primera fuente. Rescatar el tiempo perdido que nos unía ahora en el tiempo vivo y renovado del recuerdo. Recordar, no lo olvidemos, significa volver a pasar por el corazón: re-cordis. Y en un segundo momento, mi madre muere y la única manera de darle forma al libro era terminarlo, tratar de narrar lo que hay más allá del dolor, de la pérdida y de la misma muerte.
¿Cómo lograste condensar en menos de 200 páginas tu historia familiar sin forzar el argumento ni maniatar a los personajes?
Manteniéndome fiel a las reglas del juego. La principal era narrar no solo los sucesos verdaderos sino también la verdad de fondo de cada uno, su lección íntima. A la vez fue importante mantener una especie de desorden objetivo, es decir, no tratar de imponerle a los recuerdos una línea narrativa convencional ni abandonarse totalmente a la entropía de la memoria. La idea era dejar que el tiempo mismo le fuera dando su propio equilibrio.
‘Restos orgánicos de un mundo anterior’ no es una novela sobre intrigas políticas, homicidios indescifrables y sexo extremo, sino sobre los asuntos elementales de la vida. Aún así, la obra es intensa e intrigante. ¿Qué técnicas empleaste para conseguir eso?
La vida cotidiana, por sí misma, es intensa e intrigante. Esa es la mejor escuela para inventarse cualquier técnica. En mi caso fue concentrarme en los momentos más significativos y dejar a un lado el relleno, las conexiones artificiosas, que le dan forma de novela pero que le quitan la mitad del trabajo imaginativo al lector. Siempre he tenido la impresión de que en muchas novelas el autor tiene que bajarse del carro y empujarlo con nosotros adentro. Es muy aburrido. Yo prefiero que la novela sea una suma de cuentos para que nunca se afloje la tensión.
¿Por qué escribiste esta historia tan intima en tercera persona?
Puesto que era muy íntima, necesitaba cierta distancia lingüística y también periodística. Me acordaba de lo que repetía García Márquez en algunas entrevistas: la cara de palo con que su abuela contaba las cosas más asombrosas le dio la clave para narrar adecuadamente las maravillas de Cien años de soledad. La literatura funciona por contrastes. Como los motores eléctricos, la narración requiere diferencias de potencial entre lo que se cuenta y cómo se cuenta. Si vas a contar algo íntimo, no le pongas más subjetividad, más sentimiento del que ya tiene, porque vas a empalagar al lector. Usa un filtro más sobrio, más aséptico, más quirúrgico. Y lo contrario, si vas a contar algo crudo, usa un lente ambiguo, espeso, con más elementos subjetivos.
Tu obra combina de forma magistral varias expresiones literarias: la novela, la crónica, la poesía, el cuento, el ensayo y el cine. ¿Cómo lograste equilibrar estas formas narrativas en una sola estructura?
Confieso que por un tiempo escribí poesía. En otra época escribí minicuentos. Me ocurre algo y es que no abandono las actividades que me han apasionado alguna vez; las asimilo a mis nuevos afanes. La poesía y la minificción de alguna forma están incorporadas a cada cosa que escribo. Es como cuando uno aprende a manejar bicicleta: ya más nunca se te olvida y lo sigues aplicando incluso para no caerte de un autobús. Todo hace parte de un largo aprendizaje. En mi caso, la meta es que todo lo que he ensayado (las matemáticas, la física, la filosofía, el periodismo, la literatura, el deporte) se vaya integrando con naturalidad a cada línea de mi escritura. Ya no escribo poesía, pero creo que sigo aplicándola incluso para cocinar. Y con más razón, para darle vida a la prosa.
Hay dos artefactos transversales en esta novela: el tiempo y la memoria. ¿De qué manera puedes definirlos?
El tiempo es una extensión vibratoria del movimiento. Cada acción tiene ondas que no terminan de moverse. Me obsesiona saber hasta dónde te pueden llevar. Para mí el tiempo es también una estructura, una forma de organizar el mundo. ¿Y cuál es la estructura temporal más cercana que tenemos? La propia vida. En cuanto a la memoria, es extraño cómo va escogiendo y decantando algunas cosas, y cómo desecha otras. La memoria es funcional como los demás órganos y creo que escoge de acuerdo con lo que te sirve para conjugar el presente y para proyectar el futuro. Parece mentira, pero la prioridad de la memoria es el futuro.
En el capítulo número 8, titulado ‘El primer odio’, te refieres a tu relación con la obra de Gabriel García Márquez. ¿Por qué metiste a Gabo como un personaje en la historia de tu familia?
García Márquez agotó el Caribe, lo exprimió de manera magistral. Detectó sus elementos principales y los potenció al máximo. A él lo alimentó la cultura del Caribe y él alimentó la cultura del Caribe hasta el punto que ya están fusionados, son la misma cosa. Eso lo logra alguien cuando se vuelve un magisterio. Mira a Cervantes, mira a Don Quijote; aunque haya mucha gente que no haya leído ni una página de esa novela ve a alguien idealista, soñador, y le parece “quijotesco”. O ve una pelea y dice: “Se formó la de Troya”, sin saber de dónde proviene esa referencia, pero ya está integrada al alma de Occidente. Somos hijos de esos creadores. Queramos o no, hacen parte de nuestra familia.
¿Te resultó doloroso indagar sobre el párkinson, la enfermedad que sufrió tu madre?
Me resultó iluminador, me dio pistas no solo médicas sino literarias para entender lo que había vivido mi madre. Me sedujo que Parkinson haya llamado a los fósiles “restos orgánicos de un mundo anterior”; para él no eran simplemente restos sino pistas relucientes, “medallas de la creación” que unían una porción de una era geológica con otra, intersecciones claves o enlaces entre un tiempo y otro que te ayudan a rescatar la totalidad de la vida.
No vale como repuesta decir que eres escritor, ¿te sientes más cronista, cuentista, novelista o ensayista?
Antes te hubiera dicho que cuentista, pero ahora me siento más novelista, aunque solo haya publicado dos novelas y aunque no sean novelas convencionales. A mí me parece que la novela es el género que más busca cierta organicidad de elementos heterogéneos, al centrifugar los demás géneros. Yo siempre he sentido que mi vocación es crear libros, no cuentos o ensayos o crónicas, sino libros, universos autosuficientes. Siempre, desde que comencé con esto, todo lo que escribo está pensado para hacer parte de una constelación o cuerpo vivo. El novelista es el escritor más cercano a ese afán. Como yo lo concibo, es un creador que rivaliza con Dios, un deicida, como diría Vargas Llosa refiriéndose a García Márquez: ¿O acaso un libro no es otro ser humano?, ¿uno no habla con los libros y alcanza una gran intimidad con ellos?, ¿no los recordamos con afecto, no nos transforman como lo hacen las personas?
Por: Carlos César Silva