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Columnista - 17 febrero, 2019

Recordando a Leandro Díaz

Leandro Díaz Duarte (Barrancas, 20 de febrero de 1928 – Valledupar, 22 de junio de 2013), era un apasionado lector. Desde muy niño su tía Erótida le leía cuentos y le cantaba versos. Cuando vivía lejos de su tía, en sus ratos de silencios, buscaba a alguien para que le narrara historias, le declamara poesías […]

Leandro Díaz Duarte (Barrancas, 20 de febrero de 1928 – Valledupar, 22 de junio de 2013), era un apasionado lector. Desde muy niño su tía Erótida le leía cuentos y le cantaba versos. Cuando vivía lejos de su tía, en sus ratos de silencios, buscaba a alguien para que le narrara historias, le declamara poesías y le respondiera sus interrogantes. Si llegaba a una casa y hablaban de libros, indagaba las maneras de quien podía leerle. Y sí, por casualidad era una mujer, se mostraba más interesado en escuchar la lectura. (La voz de una mujer siempre lo cautivaba).

Expresaba que los conocimientos fortalecen la mente y la memoria no solo sirve para guardar información e imágenes, es también un requisito para la creación. Como sabía que su vida era el canto y la composición, desde aquella noche de su infancia en la finca “Los Pajales”, mientras dormía escuchó una voz que le dijo que se fuera, que su futuro no estaba ahí. Y como en la profecía bíblica, sale cual peregrino que solo lleva consigo la luz interior de la esperanza. Su primera estación es Hatonuevo, donde se gana los primeros pesos cantando en una parranda. Y prosiguen sus estaciones: Tocaimo, Codazzi, San Diego y Valledupar.

“Uno debe poner su vida en todo lo que hace, para que todo salga bien”. Su condición de invidente le impidió concentrase en las imágenes visuales, pero desarrolló las otras capacidades sensoriales hasta el punto de lograr un alto grado de la sinestesia, que le permitió percibir una mixtura de impresiones mediante distintos sentidos; por eso pudo describir los colores del viento, los sonidos de la sombra, la sonrisa de las sabanas, los secretos de los sueños y la tristeza de los árboles. Dedicaba varias horas a pensar en el destino del hombre y en la naturaleza.

Leandro Díaz era único e irrepetible. Su magnífica obra musical no admite comparaciones. Leandro era Leandro. No se parecía a nadie, y nadie se parecía a él. Nunca se dejó tentar por la ligereza de plagiar versos y melodías. En el Olimpo de la música vallenata tiene el sitio de honor definido: poeta y filósofo de la canción vallenata. Las nuevas generaciones de compositores vallenatos, deben aprender del maestro Leandro: además, de su sencillez y generosidad, la medida literaria y musical de una canción, la poética del amor para resaltar las virtudes de la mujer, porque la poesía, como la sonrisa del agua, es sempiterna primavera en los jardines del alma.**

Columnista
17 febrero, 2019

Recordando a Leandro Díaz

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
José Atuesta Mindiola

Leandro Díaz Duarte (Barrancas, 20 de febrero de 1928 – Valledupar, 22 de junio de 2013), era un apasionado lector. Desde muy niño su tía Erótida le leía cuentos y le cantaba versos. Cuando vivía lejos de su tía, en sus ratos de silencios, buscaba a alguien para que le narrara historias, le declamara poesías […]


Leandro Díaz Duarte (Barrancas, 20 de febrero de 1928 – Valledupar, 22 de junio de 2013), era un apasionado lector. Desde muy niño su tía Erótida le leía cuentos y le cantaba versos. Cuando vivía lejos de su tía, en sus ratos de silencios, buscaba a alguien para que le narrara historias, le declamara poesías y le respondiera sus interrogantes. Si llegaba a una casa y hablaban de libros, indagaba las maneras de quien podía leerle. Y sí, por casualidad era una mujer, se mostraba más interesado en escuchar la lectura. (La voz de una mujer siempre lo cautivaba).

Expresaba que los conocimientos fortalecen la mente y la memoria no solo sirve para guardar información e imágenes, es también un requisito para la creación. Como sabía que su vida era el canto y la composición, desde aquella noche de su infancia en la finca “Los Pajales”, mientras dormía escuchó una voz que le dijo que se fuera, que su futuro no estaba ahí. Y como en la profecía bíblica, sale cual peregrino que solo lleva consigo la luz interior de la esperanza. Su primera estación es Hatonuevo, donde se gana los primeros pesos cantando en una parranda. Y prosiguen sus estaciones: Tocaimo, Codazzi, San Diego y Valledupar.

“Uno debe poner su vida en todo lo que hace, para que todo salga bien”. Su condición de invidente le impidió concentrase en las imágenes visuales, pero desarrolló las otras capacidades sensoriales hasta el punto de lograr un alto grado de la sinestesia, que le permitió percibir una mixtura de impresiones mediante distintos sentidos; por eso pudo describir los colores del viento, los sonidos de la sombra, la sonrisa de las sabanas, los secretos de los sueños y la tristeza de los árboles. Dedicaba varias horas a pensar en el destino del hombre y en la naturaleza.

Leandro Díaz era único e irrepetible. Su magnífica obra musical no admite comparaciones. Leandro era Leandro. No se parecía a nadie, y nadie se parecía a él. Nunca se dejó tentar por la ligereza de plagiar versos y melodías. En el Olimpo de la música vallenata tiene el sitio de honor definido: poeta y filósofo de la canción vallenata. Las nuevas generaciones de compositores vallenatos, deben aprender del maestro Leandro: además, de su sencillez y generosidad, la medida literaria y musical de una canción, la poética del amor para resaltar las virtudes de la mujer, porque la poesía, como la sonrisa del agua, es sempiterna primavera en los jardines del alma.**