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Columnista - 1 octubre, 2020

Por la calle del Cesar…

Cuando esta columna de jueves salga libre, muchas personas andarán deambulando por ahí, hablo de Valledupar. Cantidad de personajes aún no usan redes, ni celulares con contenidos tecnológicos; los llaman analfabetas digitales, que son una gran mayoría, algunos incluso con teléfonos de alta gama en sus viejos bolsillos. Se enteraron por radio que habrá festival, […]

Cuando esta columna de jueves salga libre, muchas personas andarán deambulando por ahí, hablo de Valledupar. Cantidad de personajes aún no usan redes, ni celulares con contenidos tecnológicos; los llaman analfabetas digitales, que son una gran mayoría, algunos incluso con teléfonos de alta gama en sus viejos bolsillos.

Se enteraron por radio que habrá festival, diferente pero habrá. Desde temprano llegarán a la plaza, bajo el palo de mango que cumplió sus años, pero con cuidados fitosanitarios, puede alcanzar otros días mejores, algunos veganos, quieren reemplazarlo por un débil cultivo de lechugas, como Rosendo reemplazó el nido por un gajo de luceros, una frase que escuchó de alguien que también alguien escuchó de otro. La poesía es así, una brisa con letras alborotadas y grises, que suele pintarse de colores cuando quiere.

Cerca estaremos mirando la plaza, en la mente la vieja plaza, en realidad la marmórea nueva plaza del viejo Valledupar, que también es nuevo a cada rato. La gente  canturrea por ahí, seguramente buscarán los viejos kioscos estudiantiles que alguna vez funcionaron, o mejor los kioscos donde los acordeoneros subían a hacer sus presentaciones cuando el concurso comenzó a crecer, muy cerca los vendedores de todo, con sus camisetas de publicidad que cada mañana es distinta, pero tiene que ver con licores, cervezas y hasta almendra tropical, la marca del sabroso café costeño.

Es posible asomarse a la casa de los hermanos Pavajeau, Darío y El Turco, base de grandes acordeoneros, parranderos, amigos de todas partes  en busca de alguna nota placentera, para despertar la mañana; algún vecino del barrio Cañaguate, o La Guajira, merodea tranquilo, mientras llega a su casa donde dos arepas aún en tu tiesto caliente le esperan. De la casa Molina Araujo, algunos cachacos invitados de Bogotá, desayunan en el patio, y se asoman a la plaza como aquellas abejas “cargabarros” de antiguos potreros cercanos, ellos, rojos de piel se mimetizan más tarde entre acordeones y serán una misma cosa, son generalmente escritores, periodistas, políticos, gente del mundo, de mundo distinto mirando un mundo nuevo, provinciano, inocente y real.

Por la esquina de Telecom, entran engreídos sus primeros empleados con paciencia de curas, algún camioncito viejo, lleno de cables y enredos está mal parqueado, mientras Silvera, abre temprano su verde librería a espera de sus primeros clientes de textos usados, pero útiles; abogados y oficinistas compran tintas para sellos, papel sellado, estilógrafos y libros nuevos. La esquina sigue  en silencio mientras la plaza está llena de aruhacos borrachos y en grupos, parroquianos  saliendo de misa, viejos compadres que conversan; y claro, acordeoneros sin fama ni nombre que ensayan cualquier cosa provocando las primeras cervezas, mientras se mira de reojo el antiguo parqueadero para la descarga, entonces notan un moderno local bancario, y comprenden que algo raro está pasando.

Mientras Juancho Calle, olvida su morada, tres lugares conectan pantallas, computadores, sonidos, imágenes, canciones, versos, discursos, bienvenidas. Ya en sus casas, aun en pijamas, los asistentes miden señales, prueban sonidos, en los patios, algunos concertados y para de alguna manera burlar las prohibiciones llegan en grupos pequeños, para una parranda pequeña de un festival grande que hoy cabe en un celular. Todo esto pasará, mientras Juancho Calle, sigue orondo por la plaza…

Columnista
1 octubre, 2020

Por la calle del Cesar…

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Edgardo Mendoza Guerra

Cuando esta columna de jueves salga libre, muchas personas andarán deambulando por ahí, hablo de Valledupar. Cantidad de personajes aún no usan redes, ni celulares con contenidos tecnológicos; los llaman analfabetas digitales, que son una gran mayoría, algunos incluso con teléfonos de alta gama en sus viejos bolsillos. Se enteraron por radio que habrá festival, […]


Cuando esta columna de jueves salga libre, muchas personas andarán deambulando por ahí, hablo de Valledupar. Cantidad de personajes aún no usan redes, ni celulares con contenidos tecnológicos; los llaman analfabetas digitales, que son una gran mayoría, algunos incluso con teléfonos de alta gama en sus viejos bolsillos.

Se enteraron por radio que habrá festival, diferente pero habrá. Desde temprano llegarán a la plaza, bajo el palo de mango que cumplió sus años, pero con cuidados fitosanitarios, puede alcanzar otros días mejores, algunos veganos, quieren reemplazarlo por un débil cultivo de lechugas, como Rosendo reemplazó el nido por un gajo de luceros, una frase que escuchó de alguien que también alguien escuchó de otro. La poesía es así, una brisa con letras alborotadas y grises, que suele pintarse de colores cuando quiere.

Cerca estaremos mirando la plaza, en la mente la vieja plaza, en realidad la marmórea nueva plaza del viejo Valledupar, que también es nuevo a cada rato. La gente  canturrea por ahí, seguramente buscarán los viejos kioscos estudiantiles que alguna vez funcionaron, o mejor los kioscos donde los acordeoneros subían a hacer sus presentaciones cuando el concurso comenzó a crecer, muy cerca los vendedores de todo, con sus camisetas de publicidad que cada mañana es distinta, pero tiene que ver con licores, cervezas y hasta almendra tropical, la marca del sabroso café costeño.

Es posible asomarse a la casa de los hermanos Pavajeau, Darío y El Turco, base de grandes acordeoneros, parranderos, amigos de todas partes  en busca de alguna nota placentera, para despertar la mañana; algún vecino del barrio Cañaguate, o La Guajira, merodea tranquilo, mientras llega a su casa donde dos arepas aún en tu tiesto caliente le esperan. De la casa Molina Araujo, algunos cachacos invitados de Bogotá, desayunan en el patio, y se asoman a la plaza como aquellas abejas “cargabarros” de antiguos potreros cercanos, ellos, rojos de piel se mimetizan más tarde entre acordeones y serán una misma cosa, son generalmente escritores, periodistas, políticos, gente del mundo, de mundo distinto mirando un mundo nuevo, provinciano, inocente y real.

Por la esquina de Telecom, entran engreídos sus primeros empleados con paciencia de curas, algún camioncito viejo, lleno de cables y enredos está mal parqueado, mientras Silvera, abre temprano su verde librería a espera de sus primeros clientes de textos usados, pero útiles; abogados y oficinistas compran tintas para sellos, papel sellado, estilógrafos y libros nuevos. La esquina sigue  en silencio mientras la plaza está llena de aruhacos borrachos y en grupos, parroquianos  saliendo de misa, viejos compadres que conversan; y claro, acordeoneros sin fama ni nombre que ensayan cualquier cosa provocando las primeras cervezas, mientras se mira de reojo el antiguo parqueadero para la descarga, entonces notan un moderno local bancario, y comprenden que algo raro está pasando.

Mientras Juancho Calle, olvida su morada, tres lugares conectan pantallas, computadores, sonidos, imágenes, canciones, versos, discursos, bienvenidas. Ya en sus casas, aun en pijamas, los asistentes miden señales, prueban sonidos, en los patios, algunos concertados y para de alguna manera burlar las prohibiciones llegan en grupos pequeños, para una parranda pequeña de un festival grande que hoy cabe en un celular. Todo esto pasará, mientras Juancho Calle, sigue orondo por la plaza…