COLUMNA

Apología a la infamia

La infamia es maldad, es quitar el honor, la dignidad y el respeto; es vileza que afecta las emociones positivas, poniendo en duda el crédito de una persona.

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La infamia es maldad, es quitar el honor, la dignidad y el respeto; es vileza que afecta las emociones positivas, poniendo en duda el crédito de una persona.

La palabra infamia carga con el peso de siglos, y, como vamos, marcha hacia lo eterno, pero nunca ha sido más legítima que al hablar de las guerras mundiales. No como gloriosa hazaña de conquista, sino como ruina moral de la humanidad y, en especial, de sus creencias. En esas contiendas descomunales —llamadas “mundiales”, como si el mundo entero lo estuviera consintiendo o lo hubiera consentido—, los verdaderamente derrotados no fueron ni han sido los ejércitos ni los imperios, sino los inocentes: los niños que murieron, han muerto y están muriendo sin comprender la razón de su hambre; las madres que enterraron y aún entierran a sus hijos bajo el lodo; los viejos que vieron y están viendo desmoronarse la civilización que habían y han ayudado a construir.

Esa es la infamia que defendemos aquí: no como elogio, sino como sentencia final para el universo, ya que el hombre se cree más poderoso que Dios y la ambición desmedida lo está acabando sin ni siquiera darse cuenta. La infamia, entonces, nace como verdad revelada y rechazada, como nombre propio de una especie que se creyó y se ha creído civilizada.

Las hambrunas que siguieron y siguen a las guerras no fueron ni han sido solo consecuencias, sino herramientas buscadas de exterminio total. El hambre se convirtió en política. El sufrimiento, en evaluaciones estadísticas donde la probabilidad nunca florece.

La desesperanza crece como en rutina cotidiana. Y, sin embargo, desde el poder, los grandes dirigentes —hombres de traje, corbatín y firma, nada de ruanas al hombro— hablaron y hablan de victoria. Mientras tanto, los pueblos se desangraban y se desangran entre las ruinas, aprendiendo que la vida humana no vale más que la voluntad del que decide.

El santo patrono de la justicia social, San Martín de Porres, —la figura del justo que se relaciona con la virtud de la justicia en general, tanto en la vida cotidiana como en la espiritualidad— parece que les volteó el corazón y la razón a quienes administran justicia, pues las decisiones y sentencias salen torcidas, superando a la realidad.

¿Dónde estuvo y está entonces la sensibilidad social? ¿En los manifiestos que nadie leyó ni lee? ¿En las proclamas que callaron y callan aún las balas? La sensibilidad murió y morirá siempre entre escombros, silenciada por el estruendo del progreso mal entendido. Fue y seguirá siendo sustituida por una racionalidad fría, utilitaria, indiferente y reacia al entendimiento, que pesaba y sigue pesando sobre la existencia en términos de producción, territorio, dominio, desigualdad. Y cuando una sociedad pierde su sensibilidad, pierde también su reflejo humano; deja de ver al otro como semejante y comienza a verlo como cifra, como enemigo, como daño colateral.

¿Y qué decir del respeto por la vida más allá del hombre? Las guerras barrieron y siguen barriendo bosques, valles, ríos, montañas. Quemaron y siguen quemando la tierra. Envenenaron y siguen envenenando los mares. No solo mataron y matan personas, sino que extinguieron y siguen extinguiendo formas de vida, lenguas, cantos, especies, costumbres, civilizaciones. Y todo eso se justificó y se sigue justificando bajo la bandera del “progreso” o la “defensa”. Pero si el progreso implica aniquilar lo que no comprendemos, es porque estamos andando hacia el abismo.

Por eso, esta es una apología de la palabra infamia. Porque debemos nombrar el horror por lo que es. Debemos tener el coraje de decir que el mundo ha sido, muchas veces, infame. Que los hombres han sido infames. Que aún lo somos cuando olvidamos, cuando callamos, cuando permitimos.

Ya lo decía Friedrich Nietzsche: “Quien con monstruos lucha debe tener cuidado de no convertirse también en monstruo”.

Pero también la infamia, al nombrarla, la enfrentamos. Decimos infamia y nos negamos a repetirla. Porque quizá, en el reconocimiento de nuestra vergüenza, habita la semilla de la sensatez. Y tal vez, si algún día el hombre vuelve a mirarse con honestidad frente a su propio espejo, podrá finalmente comprender que no hay grandeza en la guerra, ni nobleza en la destrucción, ni victoria alguna sobre la muerte. Solo hay vida y la posibilidad —aún abierta— de salvarla y rescatarla de las manos del mediocre.

Por: Fausto Cotes N.

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