Faltaban 15 minutos para que empezara y había una fila tan larga que cubría una cuadra kilométrica hasta perderse por la esquina del fondo. Era ridículo que en una ciudad tan grande sólo aquel lugar aprovechara el nicho latino para sintonizar los partidos de la eliminatoria ese jueves. Como una fiesta privada, la cola de […]
Faltaban 15 minutos para que empezara y había una fila tan larga que cubría una cuadra kilométrica hasta perderse por la esquina del fondo. Era ridículo que en una ciudad tan grande sólo aquel lugar aprovechara el nicho latino para sintonizar los partidos de la eliminatoria ese jueves. Como una fiesta privada, la cola de camisetas multicolor de la Conmebol se aglomeraba una tras otra rompiendo el hermetismo negro de la noche, todos con esas ansias previas a cada pitazo que solo nosotros conocemos y que para el resto del planeta no pasan de una típica pasión pueril suramericana, consecuencia lógica de la sangre caliente que nos hierve por dentro.
Para entender la trascendencia que tiene el fútbol en nuestra cotidianidad es necesario ubicarse en un espacio libre de dicha importancia, allí, en la ausencia absoluta de significado, es donde puede sentirse ese vacío que nos indica que algo hace falta. Este lugar puede ser cualquier ciudad extranjera cuyo corazón no lata como el nuestro. En mi caso fue Estambul, donde camuflado con una réplica comprada de afán me senté en un restaurante de la calle Divan Yolu, esperando el choque contra Kazajistán por la clasificación a la Eurocopa. Pedí una cerveza Efes que hice rendir para justificar el consumo y me quedé esperando a los demás hinchas que nunca llegaron. En el minuto 83, solo el mesero Hakan y yo celebramos el gol de Arda Turán mientras afuera la vida pasaba sin mayores sobresaltos.
Desilusionado, no entendía cómo el país no estaba convulsionado por tal evento, cómo los funcionarios públicos estaban trabajando y no tenían el día libre, por qué las escuelas no prendían el televisor de cada salón para poner el partido, por qué la gente no salía a las calles con harina y agua a celebrar la victoria o cualquier otra tácita costumbre que no están escritas en ningún lado, pero que se acatan como decretos con fuerza de ley. “Pero si es que está jugando la selección, por Dios (o bueno, Alá para ustedes) ¿Dónde está todo el mundo?” le pregunté a Hakan, quien no supo qué responder y me trajo la cuenta.
Entonces inevitablemente uno tiene que preguntarse quién está bien y quién mal en esta jerarquización de prioridades. Tal vez somos nosotros por ser tan básicos como para volver una cosa menuda como un gol de James en un asunto de relevancia nacional, o ellos por no ser capaces de apreciar lo bella que se ve la bola cuando rueda por el césped. No lo sé, pero para mí es bastante claro que la mayoría de niños nacen en esta tierra con el sueño de ser futbolistas, y aunque luego el destino se encarga de poner las cosas en su lugar y volverlos abogados, médicos o ingenieros, la ilusión de jugar un Mundial que viene pegada a la primera pelota que le regalan a uno en su tercer cumpleaños es de las cosas más bonitas que se pueden sentir, y eso ellos nunca lo entenderán.
[email protected]
@FuadChacon
Por Fuad Gonzalo Chacón
Faltaban 15 minutos para que empezara y había una fila tan larga que cubría una cuadra kilométrica hasta perderse por la esquina del fondo. Era ridículo que en una ciudad tan grande sólo aquel lugar aprovechara el nicho latino para sintonizar los partidos de la eliminatoria ese jueves. Como una fiesta privada, la cola de […]
Faltaban 15 minutos para que empezara y había una fila tan larga que cubría una cuadra kilométrica hasta perderse por la esquina del fondo. Era ridículo que en una ciudad tan grande sólo aquel lugar aprovechara el nicho latino para sintonizar los partidos de la eliminatoria ese jueves. Como una fiesta privada, la cola de camisetas multicolor de la Conmebol se aglomeraba una tras otra rompiendo el hermetismo negro de la noche, todos con esas ansias previas a cada pitazo que solo nosotros conocemos y que para el resto del planeta no pasan de una típica pasión pueril suramericana, consecuencia lógica de la sangre caliente que nos hierve por dentro.
Para entender la trascendencia que tiene el fútbol en nuestra cotidianidad es necesario ubicarse en un espacio libre de dicha importancia, allí, en la ausencia absoluta de significado, es donde puede sentirse ese vacío que nos indica que algo hace falta. Este lugar puede ser cualquier ciudad extranjera cuyo corazón no lata como el nuestro. En mi caso fue Estambul, donde camuflado con una réplica comprada de afán me senté en un restaurante de la calle Divan Yolu, esperando el choque contra Kazajistán por la clasificación a la Eurocopa. Pedí una cerveza Efes que hice rendir para justificar el consumo y me quedé esperando a los demás hinchas que nunca llegaron. En el minuto 83, solo el mesero Hakan y yo celebramos el gol de Arda Turán mientras afuera la vida pasaba sin mayores sobresaltos.
Desilusionado, no entendía cómo el país no estaba convulsionado por tal evento, cómo los funcionarios públicos estaban trabajando y no tenían el día libre, por qué las escuelas no prendían el televisor de cada salón para poner el partido, por qué la gente no salía a las calles con harina y agua a celebrar la victoria o cualquier otra tácita costumbre que no están escritas en ningún lado, pero que se acatan como decretos con fuerza de ley. “Pero si es que está jugando la selección, por Dios (o bueno, Alá para ustedes) ¿Dónde está todo el mundo?” le pregunté a Hakan, quien no supo qué responder y me trajo la cuenta.
Entonces inevitablemente uno tiene que preguntarse quién está bien y quién mal en esta jerarquización de prioridades. Tal vez somos nosotros por ser tan básicos como para volver una cosa menuda como un gol de James en un asunto de relevancia nacional, o ellos por no ser capaces de apreciar lo bella que se ve la bola cuando rueda por el césped. No lo sé, pero para mí es bastante claro que la mayoría de niños nacen en esta tierra con el sueño de ser futbolistas, y aunque luego el destino se encarga de poner las cosas en su lugar y volverlos abogados, médicos o ingenieros, la ilusión de jugar un Mundial que viene pegada a la primera pelota que le regalan a uno en su tercer cumpleaños es de las cosas más bonitas que se pueden sentir, y eso ellos nunca lo entenderán.
[email protected]
@FuadChacon
Por Fuad Gonzalo Chacón