Cuando llega El Festival, Valledupar se convierte en la ciudad más alegre del universo: miss alegría. La secuencia sigue su ciclo cada año. Estás en Valledupar y miras hacia cualquier lado, ves en primer o segundo plano algún símbolo alusivo al evento, y de repente llegan las nostalgias de la primavera con sus almizcles de tierra fértil, de mango maduro, de asfalto mojado, un almizcle que se apodera de tus emociones y te deja como un perro amarrado en la puerta de un supermercado mientras cae la lluvia y el amo ya se está demorando demasiado.
Durante los días de El Festival, el ambiente se llena de la euforia esencial que produce cualquier fiesta a gran escala, aunque no sean todos los invitados ni muchos los interesados en lo que pasa cuando se recogen los acordeones y algunas caras se esfuman entre las sombras de la noche.
Vallenato más alcohol, igual: prohibida la reflexión y la tristeza. Porque durante El Festival la inequidad social, la politiquería, la corrupción y el desempleo, se sumergen entre los sonidos de las guacharacas rastrilladas y las cajas percutidas por las mismas manos que han labrado la tierra para alimentar los bolsillos de quienes ahora pueden pagarle a los dueños de El Festival por una tajadita de felicidad, ahora material en demanda para venderle a amantes tardíos de una cultura cuyo esplendor ocurrió en tiempos de los juglares y que ahora solo vive la decadencia hacia lo mercantil de su encanto poético al convertirse en una parranda prefabricada hecha para cachacos, diseñada para el comercio y el lagarteo.
Las verdaderas parrandas son las nutridas por el sentimiento de unión en la tragedia que genera la agonía de disputarle al diario vivir un pedazo de pan tieso, que siguen ocurriendo en lugares alejados de los núcleos del poder.
En este instante probablemente estará un niño soñando con ser músico en un patio enmontado de uno de nuestros pueblos, o estará pensando lo mismo otro niño, en la terraza de una casa hacinada en uno de los barriecitos de infra viviendas que pululan cada vez más como señal de que algo anda mal en esta ciudad en donde mucho se habla del aumento del índice de delincuencia juvenil pero poco o nada de la falta de oportunidades que tienen muchos jóvenes para desarrollarse como humanos dignos y aspirar a una vida sino como las que venden los medios de comunicación, al menos un poco menos llena de incertidumbre.
Pero no hay nada que hacer, estamos en pleno Festival y Valledupar es pura risa, la ciudad de la alegría, una parranda de amigos, un sancocho después de un baño en el río, caminar bajo la lluvia, embriagarse y bailar hasta el amanecer.