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Crónica - 19 octubre, 2019

Memorias de un complot

Perú de Lacroix, el General, tomó una bocanada de aire marino porque degustaba su sabor yodado. Su mirada, después, se perdió sobre los rizos azulados de las aguas hasta donde el horizonte se confundía a lo lejos con el azul más pálido del cielo.

Perú de Lacroix, el General, tomó una bocanada de aire marino porque degustaba su sabor yodado. Su mirada, después, se perdió sobre los rizos azulados de las aguas hasta donde el horizonte se confundía a lo lejos con el azul más pálido del cielo.

Escuchó la campanilla de su ordenanza llamando al desayuno que había servido en una vajilla de barro sobre una mesa auxiliar de camarote.
Mandó que le quitaran los grilletes al prisionero que llevaba en la balandra de dos mástiles, de Santa Marta a las bóvedas del Castillo de Bocachica, en Cartagena de Indias. Conocía que era un hombre de letras ese cautivo, conspirador en un fallido golpe de cuartel dos años antes, en 1828, de ese siglo que corría.

Alguna suerte pésima tenía ese reo que se había asilado en París, después de que un consejo de guerra le diera la pena de destierro, pero alguna correspondencia le dio aviso que Bolívar, su jurado enemigo, estaba muy decaído de salud, que había renunciado al mando del país y que había salido de Santafé de Bogotá aguas abajo por el río Grande de la Magdalena a Cartagena para tomar un buque que lo llevara a Londres en un intento de encontrar cura para los estragos de la tisis.

Se llamaba Ezequiel Rojas, doctor en ciencias jurídicas, conspirador septembrino. La mala estrella que lo acompañaba siempre hizo que el navío francés que abordó de regreso a la patria recalara en Santa Marta, justo cuando allí se encontraba moribundo el personaje del atentado fracasado. En cuanto se informó en el muelle de la Aduana de este último acontecimiento, dejó sus valijas y presuroso se fue al palacio del obispo Esteves, su antiguo profesor en el Colegio de San Bartolomé en Santafé de Bogotá, pidiendo el amparo de su vida.

De nada había valido la protesta airada del prelado cuando la tropa rodeó su residencia exigiendo la entrega del refugiado.
Este era el prisionero que Perú de Lacroix traía en custodia, que ahora hizo conducir a su presencia.

Buen día, doctor Rojas – saludó el militar.
Buen día, señor General – respondió el cautivo.
Lo convido a tomar un desayuno conmigo – dijo Perú de Lacroix.
Recuerde que soy su prisionero y creo que no va bien compartir mesa con mi custodio – replicó con dignidad el detenido.
Usía es un hombre de honor que hará honor a mis manteles – concluyó en tono agradable el invitante.

Pan moreno, vino seco y queso cabruno era la magra cena del general Luis Perú de Lacroix, quien en aquella balandra de unos dos palos compartía con el detenido que llevaba bajo custodia a las bóvedas de Cartagena. Su hábito de escribir crónicas de los sucesos de su tiempo lo llevó a pedirle al inculpado que le narrara algunos hechos que no tenía del todo claro aún, que en la noche del 25 de septiembre, dos años antes, habían sucedido en las calles de Santafé. Por ese motivo invitó a compartir platos al preso que traía de Santa Marta, quien además de ser uno de los protagonistas de ellos, era un personaje culto y docto en asuntos de filosofía y cátedras del foro.

Ezequiel Rojas vestido con ropas blancas y ligeras que iban con el clima seco y tibio que venía en la brisa del mar, con algunas palabras de etiqueta supo, antes del desayuno, agradecer el trato deferente y cortés de aquel militar.

Pronto era una animada conversación. Entre las muchas cosas que se dijeron, se enteró el general y cronista que el joven Celestino Azuero, profesor de física y filosofía en el San Bartolomé, pese a sus veinte años, fue uno de los que entraron a Palacio con el designio del asesinato. Cuando el fracaso se hizo cruda verdad, buscó refugio, esa madrugada, en la casa donde vivía viuda su hermana mayor, Andrea, quien sin tener noción del gravísimo peligro en que estaba, le dijo desde una ventana que fuera a dormir donde había pasado la noche, porque estaba creída de que la tardanza de su hermano en llegar era por algún enredo de faldas. Fue su perdición el escape que intentó de la ciudad con el mismo doctor Rojas al pasar las aguas del río San Francisco, donde aguardaba un apostado piquete de soldados que los tomó presos.

Uno, Azuero, llevaba el rostro embozado con un paño, y el abogado Rojas iba vestido con una pollera de ñapanga, que es como llaman las que usan las mujeres del pueblo.

De vez en cuando el General escanciaba vino en vasos dobles para animar el doloroso recuerdo de esos hechos. Por esto también el doctor Rojas se informó por boca de Perú de Lacroix que el poeta Luis Vargas Tejada, apodado el Cabezón, había salvado distancia de Santafé antes del amanecer de aquel fatídico día, a horcajadas en una mula, envuelto en una ruana y la cabeza tapada con un sombrero de pelo. Que había puesto rienda hacia Fusagasugá con el ánimo de ocultarse por aquellos lados, haciendo camino de noche para no topar viandantes que malograran su intento de esconderse en los páramos de Tilatá.

Como anfitrión de la conjura, pues en su casa se llevaban a cabo las reuniones de los complotados, sabía que, de caer cautivo en manos de la justicia, lo esperaba el lazo de la horca. Quería perderse en los llanos de Casanare, donde había llegado con varios trasnochos encima. Se asiló en una gruta por los montes de Ticha, cercana a una hacienda del general Neira. Un peón de confianza le proveía de agua, leña, ropa limpia, carne cecina y vituallas, que era lo de más necesidad.

Catorce meses tuvo en esas, pero por el deseo propio de tener noticias, en secreto de cartas que llevaban y traían correos ocultos, pudo saber lo que acontecía en otras partes, y con algunos de los fugitivos logró reunirse para encaminarse al mar, con el designio de hacerse a la vela hasta algún punto de las playas de La Florida.

El doctor Rojas, pese a los informes detallados por correspondencia abundante que le llegaban a París en el tiempo de su destierro, no sabía el último paradero del poeta. Fue otra vez el general Perú de Lacroix quien lo puso en conocimiento de lo que el servicio de informantes y espías del régimen sabían de Vargas Tejada, con la versión de haberse ahogado en un vado del río Vijua, en los Llanos.

Pero también otras noticias decían que junto con quienes logró unirse en Ticha, se había ido por los caminos que llevaban a la Costa, en busca del mar, hasta llegar a la comarca del Valle de Upar, por las aldeas de La Paz y Diego Pata, y en una cueva del sitio de La Tomita, donde se habían refugiados cuando supieron de un movimiento de tropas, fueron muertos a filo de machete por asaltantes de caminos que mandados por un tal Reyes Villero, les robaron los caballos y se alzaron con las alforjas y baúles.

El cautivo dobló su cabeza colocando la barbilla sobre su pecho en actitud meditativa. Una lágrima rodó por su mejilla. El General no dijo más palabras. Se llenó los pulmones de aire marino y le dio a su prisionero un apretón de manos. Después, de pie, se puso a contemplar los trazos imaginarios que hacían el vuelo de los alcatraces a ras de las crestas brillosas y rizadas del mar.

Por: Rodolfo Ortega Montero

Crónica
19 octubre, 2019

Memorias de un complot

Perú de Lacroix, el General, tomó una bocanada de aire marino porque degustaba su sabor yodado. Su mirada, después, se perdió sobre los rizos azulados de las aguas hasta donde el horizonte se confundía a lo lejos con el azul más pálido del cielo.


Perú de Lacroix, el General, tomó una bocanada de aire marino porque degustaba su sabor yodado. Su mirada, después, se perdió sobre los rizos azulados de las aguas hasta donde el horizonte se confundía a lo lejos con el azul más pálido del cielo.

Escuchó la campanilla de su ordenanza llamando al desayuno que había servido en una vajilla de barro sobre una mesa auxiliar de camarote.
Mandó que le quitaran los grilletes al prisionero que llevaba en la balandra de dos mástiles, de Santa Marta a las bóvedas del Castillo de Bocachica, en Cartagena de Indias. Conocía que era un hombre de letras ese cautivo, conspirador en un fallido golpe de cuartel dos años antes, en 1828, de ese siglo que corría.

Alguna suerte pésima tenía ese reo que se había asilado en París, después de que un consejo de guerra le diera la pena de destierro, pero alguna correspondencia le dio aviso que Bolívar, su jurado enemigo, estaba muy decaído de salud, que había renunciado al mando del país y que había salido de Santafé de Bogotá aguas abajo por el río Grande de la Magdalena a Cartagena para tomar un buque que lo llevara a Londres en un intento de encontrar cura para los estragos de la tisis.

Se llamaba Ezequiel Rojas, doctor en ciencias jurídicas, conspirador septembrino. La mala estrella que lo acompañaba siempre hizo que el navío francés que abordó de regreso a la patria recalara en Santa Marta, justo cuando allí se encontraba moribundo el personaje del atentado fracasado. En cuanto se informó en el muelle de la Aduana de este último acontecimiento, dejó sus valijas y presuroso se fue al palacio del obispo Esteves, su antiguo profesor en el Colegio de San Bartolomé en Santafé de Bogotá, pidiendo el amparo de su vida.

De nada había valido la protesta airada del prelado cuando la tropa rodeó su residencia exigiendo la entrega del refugiado.
Este era el prisionero que Perú de Lacroix traía en custodia, que ahora hizo conducir a su presencia.

Buen día, doctor Rojas – saludó el militar.
Buen día, señor General – respondió el cautivo.
Lo convido a tomar un desayuno conmigo – dijo Perú de Lacroix.
Recuerde que soy su prisionero y creo que no va bien compartir mesa con mi custodio – replicó con dignidad el detenido.
Usía es un hombre de honor que hará honor a mis manteles – concluyó en tono agradable el invitante.

Pan moreno, vino seco y queso cabruno era la magra cena del general Luis Perú de Lacroix, quien en aquella balandra de unos dos palos compartía con el detenido que llevaba bajo custodia a las bóvedas de Cartagena. Su hábito de escribir crónicas de los sucesos de su tiempo lo llevó a pedirle al inculpado que le narrara algunos hechos que no tenía del todo claro aún, que en la noche del 25 de septiembre, dos años antes, habían sucedido en las calles de Santafé. Por ese motivo invitó a compartir platos al preso que traía de Santa Marta, quien además de ser uno de los protagonistas de ellos, era un personaje culto y docto en asuntos de filosofía y cátedras del foro.

Ezequiel Rojas vestido con ropas blancas y ligeras que iban con el clima seco y tibio que venía en la brisa del mar, con algunas palabras de etiqueta supo, antes del desayuno, agradecer el trato deferente y cortés de aquel militar.

Pronto era una animada conversación. Entre las muchas cosas que se dijeron, se enteró el general y cronista que el joven Celestino Azuero, profesor de física y filosofía en el San Bartolomé, pese a sus veinte años, fue uno de los que entraron a Palacio con el designio del asesinato. Cuando el fracaso se hizo cruda verdad, buscó refugio, esa madrugada, en la casa donde vivía viuda su hermana mayor, Andrea, quien sin tener noción del gravísimo peligro en que estaba, le dijo desde una ventana que fuera a dormir donde había pasado la noche, porque estaba creída de que la tardanza de su hermano en llegar era por algún enredo de faldas. Fue su perdición el escape que intentó de la ciudad con el mismo doctor Rojas al pasar las aguas del río San Francisco, donde aguardaba un apostado piquete de soldados que los tomó presos.

Uno, Azuero, llevaba el rostro embozado con un paño, y el abogado Rojas iba vestido con una pollera de ñapanga, que es como llaman las que usan las mujeres del pueblo.

De vez en cuando el General escanciaba vino en vasos dobles para animar el doloroso recuerdo de esos hechos. Por esto también el doctor Rojas se informó por boca de Perú de Lacroix que el poeta Luis Vargas Tejada, apodado el Cabezón, había salvado distancia de Santafé antes del amanecer de aquel fatídico día, a horcajadas en una mula, envuelto en una ruana y la cabeza tapada con un sombrero de pelo. Que había puesto rienda hacia Fusagasugá con el ánimo de ocultarse por aquellos lados, haciendo camino de noche para no topar viandantes que malograran su intento de esconderse en los páramos de Tilatá.

Como anfitrión de la conjura, pues en su casa se llevaban a cabo las reuniones de los complotados, sabía que, de caer cautivo en manos de la justicia, lo esperaba el lazo de la horca. Quería perderse en los llanos de Casanare, donde había llegado con varios trasnochos encima. Se asiló en una gruta por los montes de Ticha, cercana a una hacienda del general Neira. Un peón de confianza le proveía de agua, leña, ropa limpia, carne cecina y vituallas, que era lo de más necesidad.

Catorce meses tuvo en esas, pero por el deseo propio de tener noticias, en secreto de cartas que llevaban y traían correos ocultos, pudo saber lo que acontecía en otras partes, y con algunos de los fugitivos logró reunirse para encaminarse al mar, con el designio de hacerse a la vela hasta algún punto de las playas de La Florida.

El doctor Rojas, pese a los informes detallados por correspondencia abundante que le llegaban a París en el tiempo de su destierro, no sabía el último paradero del poeta. Fue otra vez el general Perú de Lacroix quien lo puso en conocimiento de lo que el servicio de informantes y espías del régimen sabían de Vargas Tejada, con la versión de haberse ahogado en un vado del río Vijua, en los Llanos.

Pero también otras noticias decían que junto con quienes logró unirse en Ticha, se había ido por los caminos que llevaban a la Costa, en busca del mar, hasta llegar a la comarca del Valle de Upar, por las aldeas de La Paz y Diego Pata, y en una cueva del sitio de La Tomita, donde se habían refugiados cuando supieron de un movimiento de tropas, fueron muertos a filo de machete por asaltantes de caminos que mandados por un tal Reyes Villero, les robaron los caballos y se alzaron con las alforjas y baúles.

El cautivo dobló su cabeza colocando la barbilla sobre su pecho en actitud meditativa. Una lágrima rodó por su mejilla. El General no dijo más palabras. Se llenó los pulmones de aire marino y le dio a su prisionero un apretón de manos. Después, de pie, se puso a contemplar los trazos imaginarios que hacían el vuelo de los alcatraces a ras de las crestas brillosas y rizadas del mar.

Por: Rodolfo Ortega Montero