Por María Angélica Pumarejo
En la madrugada de este pasado viernes Antonio Ledezma escapó de su país natal, Venezuela, para llegar a Colombia, al parecer lo hizo en compañía de su familia. La ruta de escape es lo de menos. Simplemente es la frontera más cercana y viable. El gobierno colombiano reconoció su ingreso al país y lo confirmó a través de un comunicado oficial Migración Colombia, en el cual detalla que el opositor venezolano ingresó vía terrestre por el Puente Internacional Simón Bolívar, de la población de Villa del Rosario.
1.002 días de detención pueden ser un motivo. Espero que esto se entienda. Porque no hablo de las circunstancias por las que un hombre está retenido, sino de la desesperanza que Ledezma y cualquier recluido, por el motivo que sea, puede desarrollar en su interior para atreverse a correr el riesgo de buscar la libertad por sus propios medios, cuando parece que es menor el riesgo de esperar a que esta llegue. No será la primera vez que cito en este medio a Michel Focault. Para mí el francés supo leer uno de los mayores aspectos de los que atañen a lo humano: el poder. De hecho, yo diría que toda su lectura del mundo viene de ahí. De comprender la dinámica social a partir de lo que está bien y funciona para el establishment, en oposición a los que se rebelan contra esas formas concertadas. No estoy tampoco otorgándole libertades incondicionales a los delincuentes con crímenes comprobados. Hablo simplemente de las conductas que se oponen a lo establecido. Ledezma era el establishment, bajo su mandato ocurrió, por ejemplo, el “caracazo”. Lo menciono porque una fracción de su país lo acusa de haber ordenado o de haber ignorado la masacre de los estudiantes durante ese lamentable episodio, y ahora Ledezma ha defendido a los estudiantes que se oponen al régimen de Maduro, quien viene de la fracción opositora que desde el chavismo es ahora el establishment.
El asunto de la coherencia parece perderse frente al poder. Y entonces, unos eran antes lo que luego ya no serán. No hay en mis palabras juzgamiento ninguno. La historia suele poner a cada quien en su lugar, así que mejor se la dejo a ella. Lo que sí es interesante es no perder de vista que las actuaciones están mediadas y medidas por el poder y que este no respeta cara, porque tiene movimiento elíptico. Hoy huye Ledezma, y en la distancia es apenas un hombre perseguido por el régimen que detenta el poder, cuando antes lo detentó él. Lo que esto nos dice es que finalmente somos castigados por el poder, no por las ideas. No nos mintamos.
El poder es sordo. Esa es su mezquindad y su blindaje. Es para ejercerlo y así lo hace quien lo tiene. En su ejecución está el placer. El placer está, mejor lo decimos limpiamente, en someter al otro. No sé qué partes del cerebro se iluminen cuando se ejerce, espero que no sean las mismas que se iluminan cuando uno está enamorado, eso sería verdaderamente desilusionante. Lo mejor de tenerlo, tal vez sea abandonarlo, desentenderse de él a ver si por fin quienes lo tienen, en cualquier cargo de responsabilidad y frente a cualquier aspecto de la vida social, pueden atender las ideas de aquellos a quienes mandan. A lo mejor si lo abandonan, aunque sea momentáneamente un jefe puede ver la extraordinaria sabiduría del ingeniero que está con la cabeza metida en los planos de donde no puede sacarla mientras cumple su horario de trabajo. Al final esa sensación de encierro es la misma para el ingeniero y para Ledezma y los dos buscan desesperadamente la manera de escapar del carcelero. El ingeniero cumplirá el horario hasta que pueda irse a algún Carulla a leer sobre lo que le gusta. Ledezma cruzó una frontera, aunque le falten muchas más. Cada uno carga con sus ideas, pero los dos necesitarían la encina del Barón Rampante, el fabuloso personaje de Italo Calvino, para escapar subiéndose a ella y dejar para siempre el mundo, así abandonarían el riesgo de detentar el poder o padecerlo.