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Crónica - 31 marzo, 2019

Maza, el ángel del exterminio

La señorial Mompós fue su refugio. Era un lunar en ese puerto de río con su acento andino, su rojizo cabello y sus ojos azules donde allí eran pardos, negros y blancos del criollaje costeño, algunos aristócratas venidos a menos.

Hermógenes Maza Loboguerrero, general del Ejército Republicano.

Foto: Cortesía.
Hermógenes Maza Loboguerrero, general del Ejército Republicano. Foto: Cortesía.

Por: Rodolfo Ortega Montero

La señorial Mompós fue su refugio. Era un lunar en ese puerto de río con su acento andino, su rojizo cabello y sus ojos azules donde allí eran pardos, negros y blancos del criollaje costeño, algunos aristócratas venidos a menos. Allí los Gutiérrez de Piñeres lo amparaban como un compañero de la Revolución cuando le negaron la pensión militar.

En la taberna de la calle de La Albarrada paladeaba rones mirando el aleteo de las aves de patas largas sobre las aguas barrosas del río hacia la selva en la otra ribera.

Su fama de malo infundía respeto. Cuando un parroquiano vencía la indecisión y le ponía tema, se animaba en un relato de sus correrías guerreras, pero jamás tocaba sus eventos de crueldades, los mismos que hacían santiguar a muchos cuando escuchaban su nombre y su título: Hermógenes Maza Loboguerrero, general del Ejército Republicano.

Dos personas distintas habitaron en él. El colegial del Rosario, levantado entre tías de camándula, en un mundo inocente. Después fue el soldado brutal, sediento alcohol y de chistosas ocurrencias que mandaba mochar pescuezos sin molestias de su conciencia. Fue cuando lo apodaban el “ángel del exterminio”.

Su deformación moral nació en la primera campaña libertadora de Venezuela. Allá Simón Bolívar, quien reconocía su valor, lo hizo gobernador militar de Caracas y le dispensó una amistad tibia y recelosa. Fue en la crudeza de la “guerra a muerte”, decretada por Bolívar donde se templó su espíritu. Refería después sin emoción, estar presente una tarde en la ejecución de 1.253 prisioneros realistas. Hablaba de las degollinas del “Taita” Boves con su horda de llaneros realistas; de la venganza de ese español que hizo pasar a lanza a todos los patriotas que caían en sus manos, azuzado por el odio loco cuando mataron a su caballo, Antino, por el cual lloró como un niño ante su soldadesca.

Refería la derrota de Urica donde él mismo fue apresado por dos indios rastreadores del ejército español, que lo encontraron desfallecido de hambre, entre unos pajonales.

En cuanto a él, lo flagelaron hasta deformar su torso y lesionar sus riñones. A veces lo vendaron para ejecutarlo, y con los fusiles sin carga daban la orden de fuego, para luego celebrar con risas las veces que le hicieron padecer su último instante. Esos tratos lo desquiciaron convirtiéndolo en un monstruo vengativo.

Un día se fuga. Meses de hambre duró su travesía entre montañas hacia Santafé, donde se ocultó. Supo allí la ruina de su familia por la confiscación de los bienes y el fusilamiento de su hermano.
Hasta su escondite entonces, le llegaba el eco de los fusilamientos que en la plaza de la Huerta de Jaime se hacían a diario contra los mártires republicanos.

Una madrugada sintió gritos, llantos y vivas que venían de las calles. Supo de la huida del virrey Juan Sámano a esas horas, porque en Boyacá, Bolívar había batido a los realistas. Entonces salió de su escondrijo, se procuró un caballo, dos pistolas de llave, una lanza y se fue a Boyacá al encuentro de su ejército patriota. No había transitado mucho cuando a lo lejos divisó una pequeña comitiva que venía. Supuso que eran restos de los vencidos que llegaban en huida. Picó espuelas y lanza en ristre se les vino encima. Simón Bolívar que estaba entre estos hombres, lo reconoció al instante y a voz de grito se identificó: “¡Maza, Maza, no sea pendejo, soy yo, el general Bolívar!”.

Incorporado al ejército, lo enviaron a liberar las riberas del río Magdalena. Fue cuando desató su asiática venganza: en Puerto Nacional (Gamarra), los enemigos apresados eran conducidos a rastras hasta el borde del paquebote “Comandancia” mandándoles pronunciar su apellido Maza. Quienes lo dijeran a la española les colocaban el cuello en el borde de tal embarcación tajándolo con un machete. De esa matanza sólo se libró el prisionero 75, Juan Sordo, su maestro de la escuela, cuando se identificó ante él como tal. Maza solo dijo: “Suéltenlo y que se largue”.

Cuando las noticias de las degollinas lo afamaron, Bolívar le prohibió que derramara más sangre. Entonces, Maza ataba una piedra al cuello de los prisioneros y los tiraba al río. Enterado Bolívar, le recriminó su desobediencia, a lo que respondió: “Sus órdenes fueron cumplidas mi General, todos murieron por ahogamiento. No se derramó una gota de sangre”.

Para esa época se bañaba poco, se mantenía ebrio y tenía ocurrencias jocosas y destempladas. En una ocasión Simón Bolívar paseaba las calles de Quito en un potro majestuoso. Maza se le acercó borracho y le dijo: “Paisano, véndame el mocho”. Bolívar con fingido disgusto le respondió: “General el día que lo vea con otra borrachera, ¡lo fusilo!”. Días después lo mandó llamar el Libertador para tomar una información militar en Latagunga. Maza, como siempre llegó achispado de aguardiente, se cuadró ante aquél con la mano sobre el tricornio y le expresó: “Mi general, no es otra borrachera, es la misma”. Simón Bolívar contuvo la risa por esa aclaración.

En Santafé de Bogotá, en una reunión, donde en torno a una mesa unos militares alternaban con damas, alguien propuso unas adivinanzas. Cuando le llegó el turno a Maza, dijo que pagaría dos reales a quién adivinara qué tenía entre las piernas. El momento se hizo tenso y alguno se atrevió a protestar, pero el General aclaró: “Tengo la pata de la mesa”. En la segunda ronda volvió Maza y repitió el mismo acertijo. Todas las damas gritaron: “La pata de la mesa”, lo que el General contradijo diciendo: “No. Tengo lo que ustedes pensaron primero”.

Sus últimos años fueron en Mompós. Una cirrosis lo llevó al hospital haciendo santiguar a la religiosa que lo atendía porque decía: “Voy a probar que son falsas las Sagradas Escrituras cuando dicen que el que a hierro mata a hierro muere, porque voy a morir en esta cama”.

No aceptó confesión ni bendición de cura. El 14 de julio de 1847, a los 55 años de edad, se fugó de la vida, no sin antes decir su última frase: “¡Ahí les dejo su mundo de mierda!”.

Crónica
31 marzo, 2019

Maza, el ángel del exterminio

La señorial Mompós fue su refugio. Era un lunar en ese puerto de río con su acento andino, su rojizo cabello y sus ojos azules donde allí eran pardos, negros y blancos del criollaje costeño, algunos aristócratas venidos a menos.


Hermógenes Maza Loboguerrero, general del Ejército Republicano.

Foto: Cortesía.
Hermógenes Maza Loboguerrero, general del Ejército Republicano. Foto: Cortesía.

Por: Rodolfo Ortega Montero

La señorial Mompós fue su refugio. Era un lunar en ese puerto de río con su acento andino, su rojizo cabello y sus ojos azules donde allí eran pardos, negros y blancos del criollaje costeño, algunos aristócratas venidos a menos. Allí los Gutiérrez de Piñeres lo amparaban como un compañero de la Revolución cuando le negaron la pensión militar.

En la taberna de la calle de La Albarrada paladeaba rones mirando el aleteo de las aves de patas largas sobre las aguas barrosas del río hacia la selva en la otra ribera.

Su fama de malo infundía respeto. Cuando un parroquiano vencía la indecisión y le ponía tema, se animaba en un relato de sus correrías guerreras, pero jamás tocaba sus eventos de crueldades, los mismos que hacían santiguar a muchos cuando escuchaban su nombre y su título: Hermógenes Maza Loboguerrero, general del Ejército Republicano.

Dos personas distintas habitaron en él. El colegial del Rosario, levantado entre tías de camándula, en un mundo inocente. Después fue el soldado brutal, sediento alcohol y de chistosas ocurrencias que mandaba mochar pescuezos sin molestias de su conciencia. Fue cuando lo apodaban el “ángel del exterminio”.

Su deformación moral nació en la primera campaña libertadora de Venezuela. Allá Simón Bolívar, quien reconocía su valor, lo hizo gobernador militar de Caracas y le dispensó una amistad tibia y recelosa. Fue en la crudeza de la “guerra a muerte”, decretada por Bolívar donde se templó su espíritu. Refería después sin emoción, estar presente una tarde en la ejecución de 1.253 prisioneros realistas. Hablaba de las degollinas del “Taita” Boves con su horda de llaneros realistas; de la venganza de ese español que hizo pasar a lanza a todos los patriotas que caían en sus manos, azuzado por el odio loco cuando mataron a su caballo, Antino, por el cual lloró como un niño ante su soldadesca.

Refería la derrota de Urica donde él mismo fue apresado por dos indios rastreadores del ejército español, que lo encontraron desfallecido de hambre, entre unos pajonales.

En cuanto a él, lo flagelaron hasta deformar su torso y lesionar sus riñones. A veces lo vendaron para ejecutarlo, y con los fusiles sin carga daban la orden de fuego, para luego celebrar con risas las veces que le hicieron padecer su último instante. Esos tratos lo desquiciaron convirtiéndolo en un monstruo vengativo.

Un día se fuga. Meses de hambre duró su travesía entre montañas hacia Santafé, donde se ocultó. Supo allí la ruina de su familia por la confiscación de los bienes y el fusilamiento de su hermano.
Hasta su escondite entonces, le llegaba el eco de los fusilamientos que en la plaza de la Huerta de Jaime se hacían a diario contra los mártires republicanos.

Una madrugada sintió gritos, llantos y vivas que venían de las calles. Supo de la huida del virrey Juan Sámano a esas horas, porque en Boyacá, Bolívar había batido a los realistas. Entonces salió de su escondrijo, se procuró un caballo, dos pistolas de llave, una lanza y se fue a Boyacá al encuentro de su ejército patriota. No había transitado mucho cuando a lo lejos divisó una pequeña comitiva que venía. Supuso que eran restos de los vencidos que llegaban en huida. Picó espuelas y lanza en ristre se les vino encima. Simón Bolívar que estaba entre estos hombres, lo reconoció al instante y a voz de grito se identificó: “¡Maza, Maza, no sea pendejo, soy yo, el general Bolívar!”.

Incorporado al ejército, lo enviaron a liberar las riberas del río Magdalena. Fue cuando desató su asiática venganza: en Puerto Nacional (Gamarra), los enemigos apresados eran conducidos a rastras hasta el borde del paquebote “Comandancia” mandándoles pronunciar su apellido Maza. Quienes lo dijeran a la española les colocaban el cuello en el borde de tal embarcación tajándolo con un machete. De esa matanza sólo se libró el prisionero 75, Juan Sordo, su maestro de la escuela, cuando se identificó ante él como tal. Maza solo dijo: “Suéltenlo y que se largue”.

Cuando las noticias de las degollinas lo afamaron, Bolívar le prohibió que derramara más sangre. Entonces, Maza ataba una piedra al cuello de los prisioneros y los tiraba al río. Enterado Bolívar, le recriminó su desobediencia, a lo que respondió: “Sus órdenes fueron cumplidas mi General, todos murieron por ahogamiento. No se derramó una gota de sangre”.

Para esa época se bañaba poco, se mantenía ebrio y tenía ocurrencias jocosas y destempladas. En una ocasión Simón Bolívar paseaba las calles de Quito en un potro majestuoso. Maza se le acercó borracho y le dijo: “Paisano, véndame el mocho”. Bolívar con fingido disgusto le respondió: “General el día que lo vea con otra borrachera, ¡lo fusilo!”. Días después lo mandó llamar el Libertador para tomar una información militar en Latagunga. Maza, como siempre llegó achispado de aguardiente, se cuadró ante aquél con la mano sobre el tricornio y le expresó: “Mi general, no es otra borrachera, es la misma”. Simón Bolívar contuvo la risa por esa aclaración.

En Santafé de Bogotá, en una reunión, donde en torno a una mesa unos militares alternaban con damas, alguien propuso unas adivinanzas. Cuando le llegó el turno a Maza, dijo que pagaría dos reales a quién adivinara qué tenía entre las piernas. El momento se hizo tenso y alguno se atrevió a protestar, pero el General aclaró: “Tengo la pata de la mesa”. En la segunda ronda volvió Maza y repitió el mismo acertijo. Todas las damas gritaron: “La pata de la mesa”, lo que el General contradijo diciendo: “No. Tengo lo que ustedes pensaron primero”.

Sus últimos años fueron en Mompós. Una cirrosis lo llevó al hospital haciendo santiguar a la religiosa que lo atendía porque decía: “Voy a probar que son falsas las Sagradas Escrituras cuando dicen que el que a hierro mata a hierro muere, porque voy a morir en esta cama”.

No aceptó confesión ni bendición de cura. El 14 de julio de 1847, a los 55 años de edad, se fugó de la vida, no sin antes decir su última frase: “¡Ahí les dejo su mundo de mierda!”.