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Columnista - 19 noviembre, 2016

Los olores

Algunos asuntos no dejan de ser importantes, pero se vuelven aburridos, se tornan, como dicen ahora, “una mamera”, y por eso dentro de tanta alharaca sobre el acuerdo, el dólar, la reforma tributaria, Trump, el pésimo fútbol nacional, el invierno y otras hierbas, miro para otro lado y escojo un contenido que de seguro no […]

Algunos asuntos no dejan de ser importantes, pero se vuelven aburridos, se tornan, como dicen ahora, “una mamera”, y por eso dentro de tanta alharaca sobre el acuerdo, el dólar, la reforma tributaria, Trump, el pésimo fútbol nacional, el invierno y otras hierbas, miro para otro lado y escojo un contenido que de seguro no hará vibrar ni polarizar la opinión pública nacional, pero aspiro a que arranque sonrisas.

Es el tema de los olores, no los efluvios asquerosos de nuestras ciudades, sino aquellos agradables, los que dejan rastro en el alma.
No hay, que se sepa, modo de registrarlos gráficamente, pero nos acompañan desde que nacemos. Estamos rodeados de ellos y al sentirlos, con algo los asociamos. Siempre vienen acompañados. Olores y recuerdos.
El primero que apreciamos desde que llegamos al mundo, sin que lamentablemente podamos conscientemente recordarlo, es el de la madre. También el del ambiente que nos rodea, es decir, el de la casa, su cocina, nuestras habitaciones, el del patio, ese en el cual yace la infancia, cómo lo diría Marel, también el de la calle, y el de cada persona, como el de mi bisabuela Isabel, que despedía uno muy especial que después supe era el de los ancianos.
El del café tinto, ese que inaugura el día e infaltable en cualquiera de nuestras casas. Ese otro que expele el mar o el de los prados frescos. El que emana del perfume barato de la muchacha del campo y el sofisticado de la dama de sociedad. El inolvidable del árbol del azahar de la India plantado al pié del balcón de la casa de la vecinita del pueblo, tan suave y delicado como su sonrisa. El del agua, que si bien la ciencia química dice que es incolora, sin sabor e inodora, tiene su propia fragancia: el agua huele a fresco o por lo menos eso he pensado siempre de la que tomábamos del tinajón de la vieja Cristina.
Hay uno que todavía hoy asocio con la muerte y es el de las flores. Es por lo anterior que esas que se envían a los sepelios, moradas, no me gustan, sentimiento que sólo pude neutralizar cuando descubrí andando el tiempo que servían, para enamorar.
Todas las ciudades tienen su olor: a Cartagena todavía la asocio con el que se sentía en su entrada, producto de una fábrica de aceite de coco o algo parecido que por allí quedaba, de propiedad de don Justo De La Espriella. Los carros nuevos lo tienen, lo mismo que la ropa. Los templos católicos y el incienso son siameses. En los hospitales, en todos sin excepción, huele a ozono.
A los sabores se les han compuesto canciones y poemas, entre ellos, ‘Sabor a mí’ que es un viejo bolero y ‘Los sabores del porro’ es una oda al sentido del gusto. Sobre los olores que yo recuerde así rápido, sólo existen las manidas frases “en olor a santidad” y “esto me huele a feo”. Definitivamente hemos sido mezquinos con ese sentido.
A los vinos antes de degustarlos hay que darles lo que los enólogos llaman “primera nariz”, aquí antes del gusto viene el olor, que no es lo mismo que “primero el gusto y que venga el susto”.
Las panaderías marcan como muy pocas el entorno. Quien haya vivido cerca de una de ellas queda impresionado para toda la vida. A mí en estas alturas de la vida, el de la guayaba me atropella.
jgarciachadid@gmail.com

Columnista
19 noviembre, 2016

Los olores

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Jaime García Chadid.

Algunos asuntos no dejan de ser importantes, pero se vuelven aburridos, se tornan, como dicen ahora, “una mamera”, y por eso dentro de tanta alharaca sobre el acuerdo, el dólar, la reforma tributaria, Trump, el pésimo fútbol nacional, el invierno y otras hierbas, miro para otro lado y escojo un contenido que de seguro no […]


Algunos asuntos no dejan de ser importantes, pero se vuelven aburridos, se tornan, como dicen ahora, “una mamera”, y por eso dentro de tanta alharaca sobre el acuerdo, el dólar, la reforma tributaria, Trump, el pésimo fútbol nacional, el invierno y otras hierbas, miro para otro lado y escojo un contenido que de seguro no hará vibrar ni polarizar la opinión pública nacional, pero aspiro a que arranque sonrisas.

Es el tema de los olores, no los efluvios asquerosos de nuestras ciudades, sino aquellos agradables, los que dejan rastro en el alma.
No hay, que se sepa, modo de registrarlos gráficamente, pero nos acompañan desde que nacemos. Estamos rodeados de ellos y al sentirlos, con algo los asociamos. Siempre vienen acompañados. Olores y recuerdos.
El primero que apreciamos desde que llegamos al mundo, sin que lamentablemente podamos conscientemente recordarlo, es el de la madre. También el del ambiente que nos rodea, es decir, el de la casa, su cocina, nuestras habitaciones, el del patio, ese en el cual yace la infancia, cómo lo diría Marel, también el de la calle, y el de cada persona, como el de mi bisabuela Isabel, que despedía uno muy especial que después supe era el de los ancianos.
El del café tinto, ese que inaugura el día e infaltable en cualquiera de nuestras casas. Ese otro que expele el mar o el de los prados frescos. El que emana del perfume barato de la muchacha del campo y el sofisticado de la dama de sociedad. El inolvidable del árbol del azahar de la India plantado al pié del balcón de la casa de la vecinita del pueblo, tan suave y delicado como su sonrisa. El del agua, que si bien la ciencia química dice que es incolora, sin sabor e inodora, tiene su propia fragancia: el agua huele a fresco o por lo menos eso he pensado siempre de la que tomábamos del tinajón de la vieja Cristina.
Hay uno que todavía hoy asocio con la muerte y es el de las flores. Es por lo anterior que esas que se envían a los sepelios, moradas, no me gustan, sentimiento que sólo pude neutralizar cuando descubrí andando el tiempo que servían, para enamorar.
Todas las ciudades tienen su olor: a Cartagena todavía la asocio con el que se sentía en su entrada, producto de una fábrica de aceite de coco o algo parecido que por allí quedaba, de propiedad de don Justo De La Espriella. Los carros nuevos lo tienen, lo mismo que la ropa. Los templos católicos y el incienso son siameses. En los hospitales, en todos sin excepción, huele a ozono.
A los sabores se les han compuesto canciones y poemas, entre ellos, ‘Sabor a mí’ que es un viejo bolero y ‘Los sabores del porro’ es una oda al sentido del gusto. Sobre los olores que yo recuerde así rápido, sólo existen las manidas frases “en olor a santidad” y “esto me huele a feo”. Definitivamente hemos sido mezquinos con ese sentido.
A los vinos antes de degustarlos hay que darles lo que los enólogos llaman “primera nariz”, aquí antes del gusto viene el olor, que no es lo mismo que “primero el gusto y que venga el susto”.
Las panaderías marcan como muy pocas el entorno. Quien haya vivido cerca de una de ellas queda impresionado para toda la vida. A mí en estas alturas de la vida, el de la guayaba me atropella.
jgarciachadid@gmail.com