Cuando no eres ciego y no tienes la suficiente luz para leer, es entonces cuando te das cuenta que aquel que carece del sentido de la vista te lleva ventaja.
Cuando no eres ciego y no tienes la suficiente luz para leer, es entonces cuando te das cuenta que aquel que carece del sentido de la vista te lleva ventaja. Cuando, solo acariciando unos puntos con las yemas de sus dedos, viaja entre la oscuridad y las sombras que lo abrazan, sin riesgo a tropezar ante cualquier distracción que se aparezca mientras lee, transportándose con sus caricias dactilares a mundos que solo él logra imaginar y crear en la profundidad y clara oscuridad de su mente.
Pero, tal vez, deberíamos preguntarnos si, aunque tuviéramos toda la luz del mundo que nos permitiera leer, sin dificultad alguna, las líneas que como venas y arterias recorren ese cuerpo escrito llamado libro, parido de la mente y alma de un escritor, ¿podríamos apreciar y entender como lo hace un ciego con la misma normalidad y sin misterio lo que leemos?
Creo, mis queridos amigos, que para leer es necesario tener luz, pero no hablamos de aquella luz que ilumina los objetos como tal, la que permite al que ve, saber lo que hay a su alrededor. No mis apreciados lectores; creo, que, si bien es cierto, que los que vemos necesitamos de una luz para evitar que tropecemos cuando damos nuestros pasos, tampoco es menos cierto que cuando leemos solo necesitamos de una curiosa e inexplicable capacidad sensorial que nos ilumine y a la vez nos transporte a los lugares a través del tiempo en los que el escritor desea sumergirnos.
Quizás para muchos, leer ha sido una manera de andar a oscuras, una forma de caminar a ciegas, corriendo el riesgo de no ver nada y tropezar, tal vez, porque no tenemos esa luz en nuestro interior que nos permita ver lo que con los ojos no podemos ver y solo avanzamos, al menos eso creemos, dando tropiezos de una forma autómata y sin sentido, a la vez que muchas veces no nos interesa lo que leemos.
Y aunque parezca contradictorio, paradójico o inexplicable, considero que de alguna manera, todos podemos leer a oscuras, es decir, que solo necesitamos de aquella lucecita humilde en nuestro interior, con un mínimo de fulgor estable, al borde mismo de las tinieblas, tal como lo dice el escritor Juan Cárdenas, pudiendo empezar de esa manera a reconocer mejor las cosas que están plasmadas en las letras que tocamos, pues solo hay una forma de tocarlas, teniendo la mente abierta a tu propia luz interior y viendo con los ojos del alma, pues si nos enfocamos en la retina, ésta solo desea lo que no se le ofrece de manera directa, ésta únicamente desea captar hacia su centro, como una trampa para atrapar fantasmas, lo que revolotea en sus márgenes.
Sin duda alguna, solo leemos lo que deseamos, solo leemos en el interior del deseo y que siempre es un desbordamiento hacia los márgenes de un centro vacío. Pero, no debemos olvidar, lo reitero, la clase de sentido que debemos utilizar para leer, ¿el de la vista? Creo que no, mis queridos lectores, considero que dentro de nosotros existe una especie de sentido complejo, compuesto por todos a la vez, aunque algunos nos privemos de unos, es por eso que los ciegos pueden leer utilizando su plena luz interna, al fin y al cabo, el ojo solo es una máquina que le permite al cuerpo entrar en contacto antes de entrar en contacto, como también lo dice nuestro escritor mencionado. El ojo toca antes de tocar a través del artificio de la reproducción y la copia.
De igual forma, desde muy temprano, aunque parezca paradójico, leíamos antes de aprender a leer, utilizando nuestro sentido del oído y a veces el del olfato, aunque parezca raro, solo basta recordar cuando nos acomodábamos en el regazo de nuestros padres o abuelos o nos sentábamos a su lado y cerrábamos los ojos y abríamos nuestra mente y leíamos en silencio junto a ellos lo que nos contaban con letras vibradas y sentidas las historias que aún recordamos y que muchas de ella quedaron grabadas en nuestra mente, imposibles de borrar. Leíamos con esa luz interior, encendíamos esa pequeña lámpara que, entre otras cosas, nacemos con ella, solo es cuestión de encenderla en el momento correcto, cuando la penumbra nos acaricia en forma de llamado para aprender de ella.
Por: Jairo Mejía.
Cuando no eres ciego y no tienes la suficiente luz para leer, es entonces cuando te das cuenta que aquel que carece del sentido de la vista te lleva ventaja.
Cuando no eres ciego y no tienes la suficiente luz para leer, es entonces cuando te das cuenta que aquel que carece del sentido de la vista te lleva ventaja. Cuando, solo acariciando unos puntos con las yemas de sus dedos, viaja entre la oscuridad y las sombras que lo abrazan, sin riesgo a tropezar ante cualquier distracción que se aparezca mientras lee, transportándose con sus caricias dactilares a mundos que solo él logra imaginar y crear en la profundidad y clara oscuridad de su mente.
Pero, tal vez, deberíamos preguntarnos si, aunque tuviéramos toda la luz del mundo que nos permitiera leer, sin dificultad alguna, las líneas que como venas y arterias recorren ese cuerpo escrito llamado libro, parido de la mente y alma de un escritor, ¿podríamos apreciar y entender como lo hace un ciego con la misma normalidad y sin misterio lo que leemos?
Creo, mis queridos amigos, que para leer es necesario tener luz, pero no hablamos de aquella luz que ilumina los objetos como tal, la que permite al que ve, saber lo que hay a su alrededor. No mis apreciados lectores; creo, que, si bien es cierto, que los que vemos necesitamos de una luz para evitar que tropecemos cuando damos nuestros pasos, tampoco es menos cierto que cuando leemos solo necesitamos de una curiosa e inexplicable capacidad sensorial que nos ilumine y a la vez nos transporte a los lugares a través del tiempo en los que el escritor desea sumergirnos.
Quizás para muchos, leer ha sido una manera de andar a oscuras, una forma de caminar a ciegas, corriendo el riesgo de no ver nada y tropezar, tal vez, porque no tenemos esa luz en nuestro interior que nos permita ver lo que con los ojos no podemos ver y solo avanzamos, al menos eso creemos, dando tropiezos de una forma autómata y sin sentido, a la vez que muchas veces no nos interesa lo que leemos.
Y aunque parezca contradictorio, paradójico o inexplicable, considero que de alguna manera, todos podemos leer a oscuras, es decir, que solo necesitamos de aquella lucecita humilde en nuestro interior, con un mínimo de fulgor estable, al borde mismo de las tinieblas, tal como lo dice el escritor Juan Cárdenas, pudiendo empezar de esa manera a reconocer mejor las cosas que están plasmadas en las letras que tocamos, pues solo hay una forma de tocarlas, teniendo la mente abierta a tu propia luz interior y viendo con los ojos del alma, pues si nos enfocamos en la retina, ésta solo desea lo que no se le ofrece de manera directa, ésta únicamente desea captar hacia su centro, como una trampa para atrapar fantasmas, lo que revolotea en sus márgenes.
Sin duda alguna, solo leemos lo que deseamos, solo leemos en el interior del deseo y que siempre es un desbordamiento hacia los márgenes de un centro vacío. Pero, no debemos olvidar, lo reitero, la clase de sentido que debemos utilizar para leer, ¿el de la vista? Creo que no, mis queridos lectores, considero que dentro de nosotros existe una especie de sentido complejo, compuesto por todos a la vez, aunque algunos nos privemos de unos, es por eso que los ciegos pueden leer utilizando su plena luz interna, al fin y al cabo, el ojo solo es una máquina que le permite al cuerpo entrar en contacto antes de entrar en contacto, como también lo dice nuestro escritor mencionado. El ojo toca antes de tocar a través del artificio de la reproducción y la copia.
De igual forma, desde muy temprano, aunque parezca paradójico, leíamos antes de aprender a leer, utilizando nuestro sentido del oído y a veces el del olfato, aunque parezca raro, solo basta recordar cuando nos acomodábamos en el regazo de nuestros padres o abuelos o nos sentábamos a su lado y cerrábamos los ojos y abríamos nuestra mente y leíamos en silencio junto a ellos lo que nos contaban con letras vibradas y sentidas las historias que aún recordamos y que muchas de ella quedaron grabadas en nuestra mente, imposibles de borrar. Leíamos con esa luz interior, encendíamos esa pequeña lámpara que, entre otras cosas, nacemos con ella, solo es cuestión de encenderla en el momento correcto, cuando la penumbra nos acaricia en forma de llamado para aprender de ella.
Por: Jairo Mejía.