Publicidad
Categorías
Categorías
Entrevista - 22 abril, 2019

Leandro: la música como arma para liberarse del desprecio

El escritor, abogado y docente Carlos César Silva, miembro del Consejo Editorial de EL PILÓN, entrevistó al escritor vallenato Alonso Sánchez Baute sobre su última novela titulada Leandro, que narra la vida del compositor de La Diosa Coronada y Matildelina. 

Alonso Sánchez Baute con Matildelina.
Alonso Sánchez Baute con Matildelina.

La obra de Alonso Sánchez Baute tiene dos universos literarios: la noche urbana (Al diablo la maldita primavera) y el mundo rural del Valle de Upar (Líbranos del bien). En su último libro Sánchez Baute regresa a la región que lo vio nacer: a esa provincia calurosa que con la misma intensidad destila poesía y rabia.

Leandro es una novela con aires de biografía, crónica y ensayo que narra la difícil vida de Leandro Díaz, el compositor vallenato que veía con los ojos del alma. La obra no se centra en el artista, sino en el ser humano: el niño que fue rechazado por su padre, el ciego que se convirtió en un mito. Sánchez Baute relata a través de múltiples voces una historia de desprecio, pobreza y superación personal. Vuelve a su tierra (con la que tiene una relación de amor y odio) para enaltecer al cantor campesino, para reivindicar al juglar del pueblo. 

Este martes 23 de abril, a las 06:00 p.m. será el lanzamiento de Leandro en la Biblioteca Departamental Rafael Carrillo Luquez. A continuación, una charla con el autor.

Erótida Duarte fotografiada por Alonso Sánchez Baute.

¿Cómo surgió la idea de escribir una novela sobre Leandro Díaz?
Siempre he creído que los escritores venimos al mundo trayendo a cuestas las historias que vamos a contar. Me lo han mostrado los años. Nunca planeo los temas o personajes sobre los que escribo. Con frecuencia investigo sobre asuntos que nunca llevo al papel, quizá porque lo que encuentro en la indagación “no me mueve la aguja”, como se dice coloquialmente.

Con Leandro pasó lo contrario: entre más sabía de él más me preguntaba por qué no se había contado su vida a pesar de toda su riqueza literaria: un hombre que nace ciego en un sitio ubicado en la mitad de la nada, que es rechazado por sus padres al nacer, que crece desprotegido, cayéndose sin que nadie lo levante, y a quien luego se le presenta una epifanía a partir de la cual entiende que ya nada puede ser peor a la soledad infinita que ya había vivido (la soledad en la niñez suele ser mucho peor que en la vejez, porque marca para siempre), así que vuelve la pena y el dolor en un escudo para sobrevivir sin perder la alegría. Ahí hay una novela maravillosa. “El dolor es inevitable, pero el sufrimiento es opcional”, dijo Buda. Por eso no me interesó contar su biografía. Quise más bien ayudarme de la ficción para tratar de entender a este gran hombre, no sólo por su música sino -mucho más- por su calidad humana.

¿La música liberó a Leandro Díaz del desprecio?
Diría más bien que la música ayudó a la gente a apreciarlo, a acercarse a él sin el miedo que produce lo diferente, a quererlo, a respetarlo. La mente es más flexible que el bambú y las personas aprenden a vivir con lo que les falta. Con frecuencia, de hecho, los discapacitados ni siquiera son conscientes de esa carencia hasta que alguien se las cuenta. Leandro pasó muchísimo trabajo en su niñez, fue una vida terrible la que padeció, una profunda soledad, porque la ceguera es también una soledad del alma y porque a ella se le sumó la ausencia paterna. Él se las arregló no solo para sobrevivir sino, mucho más, para hacerlo con fuerza y picardía. La suya no fue la historia cliché de un discapacitado, pues tuvo el valor de enfrentar la soledad para reflexionar y encontrarse a sí mismo. “Conócete a ti mismo”, aconsejaban los griegos. Ese fue el inicio de su sabiduría.

A mucha gente se le dificulta crecer sin cortar con sus raíces. La mayoría no crece interiormente. Más bien vive una vida prestada. Con tal de no hacerse responsable de su propia vida se escuda en el grupo social, se preocupa más por encajar, por pertenecer, y termina traicionándose a sí mismo. Para mantenerse sano mentalmente y ser coherente con lo que uno es, hay que tener cierto grado de desarraigo (ojalá mucho, para ser más libre). Fue esto lo que hizo de Leandro, como de Alejo Durán, un hombre íntegro. Sabía que se debía sólo a él y no se interesó por complacer a los demás, en especial al poder y a los políticos. Muchos que apreciaban sus canciones se burlaban de su ceguera, pero él estuvo por encima de ellos, como lo canta en El pregonero, y eso lo hizo grande. Mientras él ganó en respeto y admiración, el desprecio empequeñeció a quienes se le burlaban.

¿El autor de La diosa coronada vivió y murió con resentimiento?
No creo que haya sido un hombre resentido. Fue más bien un hombre con un dolor y una pena muy profundas por la ceguera y por el abandono paterno. La ceguera le permitió camuflar esta otra pena porque lo que aún nos duele, lo que nos avergüenza, lo callamos. Y más en una región tan machista como esta, donde los sentimientos se entienden como debilidad. La ceguera aprendió a sobrellevarla, pero el otro dolor lo padeció hasta que murió.

Ahora bien, el concepto de resentimiento hay que reelaborarlo porque con frecuencia y rapidez suele asociarse solo con los pobres, con quienes sufren alguna discapacidad o con quienes hacen parte de una minoría. Es una idea que implica una supuesta superioridad moral porque está elaborado desde el poder para invisibilizar o excluir al otro. Pero no es cierta. Cualquier persona, independientemente de su clase socioeconómica, que crea que se le ha faltado el respeto o que ha visto tambalear -o perdido- sus privilegios o que crea que no ha sido tenido en cuenta por quien él considera superior, puede ser un resentido que propaga su odio en todas partes.

Esto lo digo porque, por el solo hecho de que una persona haya nacido ciega, como en este caso, no se puede colegir que sea resentida. Por el contrario, Leandro tuvo la oportunidad, siendo niño, de reflexionar sobre su vida y saber quién quería ser. Aunque suene fuerte, esto fue un gran privilegio porque aprendió a vivir sin expectativas, como los estoicos en la vieja Grecia, a responsabilizarse de su propia vida y a entender que, como dicen por ahí, “rico es el que menos necesita” (y no hablo sólo de dinero).
 
¿Qué elementos tuviste en cuenta para ponerle voz a Leandro en la novela?
Desde niño Leandro fue bastante charladorcito. A él le correspondía contar su historia. Yo tenía mucha información de él en la cabeza, de modo que lo dejé hablar. No me interesó hablar de sus cantos sino de su humanidad y para ello era necesario que la contara en primera persona.

¿Cómo fue la construcción del personaje de Erótida, cuyo lenguaje hace recordar, de alguna forma, a Josefina Palmera, la matrona de Líbranos del bien?
Fina Palmera es un personaje de ficción, Erótida fue una persona de carne y hueso. Leandro la menciona en varias de sus entrevistas. Fue la mujer que le enseñó que existía un mundo más allá de Los Pajales, la que le leía novelas y lo ayudó a creer en sí mismo, a encontrar su valía. Yo la conocí por casualidad un día que visitaba a Carmen Díaz, hermana menor de Leandro, en Hatonuevo. Carmen la mencionó en la conversación. “¿A qué edad murió Erótida?”, pregunté. “No, si ella no ha muerto. Y está más lúcida que todos nosotros”, contestó la sobrina. Pregunté dónde vivía. “Aquí mismo, a un par de cuadras. Si quiere mi hija lo lleva”. Gritó el nombre de la hija, que apareció ante nosotros dos minutos después. Nos montamos en su moto y condujo hasta donde su tía abuela. Estaba acostada en una hamaca azul cuando llegamos a visitarla, tal cual lo muestra una de las fotografías que le tomé. Era la una de la tarde y hacía un calor que ni en el infierno. Consulté la temperatura: 39 grados. Al principio fue renuente a hablar, quizá por el letargo del calor. Luego se tomó su tiempo para contestar mis preguntas. Con esas respuestas, más la información que me suministraron Ivo Díaz y otros de sus sobrinos, construí el personaje.

Esta novela tiene aires de biografía, crónica y ensayo. Pareciera que hace parte de tu instinto como escritor desvanecer la intimidad de los géneros para fusionarlos en un solo cuerpo.
Nunca me han interesado los etiquetamientos, ni sexuales ni literarios ni de ningún tipo porque las cosas no tienen que ser, necesariamente, sólo blanco o negro. Leo, por igual, cada uno de los géneros que mencionas. Quizá por eso, en la construcción de la ficción hecho mano de todo cuanto necesito para dar verosimilitud al relato, incluso de cantos, como hago en este caso.
 
¿Qué impresión tuvo Ivo Díaz, el hijo de Leandro, cuando le mostraste el manuscrito final de la novela?
Bueno, creo que habría que preguntarle mejor a él. Sólo puedo decir que este libro no hubiera sido posible sin su apoyo y su generosidad. Fue él quien me abrió las puertas y me guio por el camino de los familiares y amigos de su papá con quienes, sí o sí, debía hablar. En varias oportunidades incluso me acompañó a las entrevistas. Él siempre tuvo claro que yo estaba escribiendo una novela y no una biografía y, por tanto, que me tomaría tantas licencias para ficcionar como las necesitara. Leyó el texto final y me lo devolvió con algunas correcciones, básicamente de nombres o fechas.

¿Quién tiene más pergaminos como personaje literario: Rafael Escalona o Leandro Díaz?
-Parafraseando a León Tolstói, “Todas las personas felices se parecen unas a otras, pero cada persona infeliz lo es a su manera”. Escalona es muy importante para la música vallenata, pero nunca hubiera escrito una novela sobre él porque a él siempre le sonrió la vida. Como personaje literario es muy plano. Es para ser contado en biografías o telenovelas. Si uno no lo va a dar todo es mejor que no dé nada. A mí me gustan los personajes con muchos matices, con contradicciones y que se puedan contar con las tripas. Me interesa escribir sobre personajes marginados, derrotados, fracasados. La de Leandrro es una historia literariamente rica, dramática y entrañable. Él nunca se consideró a sí mismo un marginado, y no lo fue, pero con frecuencia la discapacidad es vista desde la marginalidad.

Por Carlos César Silva/ EL PILÓN

Entrevista
22 abril, 2019

Leandro: la música como arma para liberarse del desprecio

El escritor, abogado y docente Carlos César Silva, miembro del Consejo Editorial de EL PILÓN, entrevistó al escritor vallenato Alonso Sánchez Baute sobre su última novela titulada Leandro, que narra la vida del compositor de La Diosa Coronada y Matildelina. 


Alonso Sánchez Baute con Matildelina.
Alonso Sánchez Baute con Matildelina.

La obra de Alonso Sánchez Baute tiene dos universos literarios: la noche urbana (Al diablo la maldita primavera) y el mundo rural del Valle de Upar (Líbranos del bien). En su último libro Sánchez Baute regresa a la región que lo vio nacer: a esa provincia calurosa que con la misma intensidad destila poesía y rabia.

Leandro es una novela con aires de biografía, crónica y ensayo que narra la difícil vida de Leandro Díaz, el compositor vallenato que veía con los ojos del alma. La obra no se centra en el artista, sino en el ser humano: el niño que fue rechazado por su padre, el ciego que se convirtió en un mito. Sánchez Baute relata a través de múltiples voces una historia de desprecio, pobreza y superación personal. Vuelve a su tierra (con la que tiene una relación de amor y odio) para enaltecer al cantor campesino, para reivindicar al juglar del pueblo. 

Este martes 23 de abril, a las 06:00 p.m. será el lanzamiento de Leandro en la Biblioteca Departamental Rafael Carrillo Luquez. A continuación, una charla con el autor.

Erótida Duarte fotografiada por Alonso Sánchez Baute.

¿Cómo surgió la idea de escribir una novela sobre Leandro Díaz?
Siempre he creído que los escritores venimos al mundo trayendo a cuestas las historias que vamos a contar. Me lo han mostrado los años. Nunca planeo los temas o personajes sobre los que escribo. Con frecuencia investigo sobre asuntos que nunca llevo al papel, quizá porque lo que encuentro en la indagación “no me mueve la aguja”, como se dice coloquialmente.

Con Leandro pasó lo contrario: entre más sabía de él más me preguntaba por qué no se había contado su vida a pesar de toda su riqueza literaria: un hombre que nace ciego en un sitio ubicado en la mitad de la nada, que es rechazado por sus padres al nacer, que crece desprotegido, cayéndose sin que nadie lo levante, y a quien luego se le presenta una epifanía a partir de la cual entiende que ya nada puede ser peor a la soledad infinita que ya había vivido (la soledad en la niñez suele ser mucho peor que en la vejez, porque marca para siempre), así que vuelve la pena y el dolor en un escudo para sobrevivir sin perder la alegría. Ahí hay una novela maravillosa. “El dolor es inevitable, pero el sufrimiento es opcional”, dijo Buda. Por eso no me interesó contar su biografía. Quise más bien ayudarme de la ficción para tratar de entender a este gran hombre, no sólo por su música sino -mucho más- por su calidad humana.

¿La música liberó a Leandro Díaz del desprecio?
Diría más bien que la música ayudó a la gente a apreciarlo, a acercarse a él sin el miedo que produce lo diferente, a quererlo, a respetarlo. La mente es más flexible que el bambú y las personas aprenden a vivir con lo que les falta. Con frecuencia, de hecho, los discapacitados ni siquiera son conscientes de esa carencia hasta que alguien se las cuenta. Leandro pasó muchísimo trabajo en su niñez, fue una vida terrible la que padeció, una profunda soledad, porque la ceguera es también una soledad del alma y porque a ella se le sumó la ausencia paterna. Él se las arregló no solo para sobrevivir sino, mucho más, para hacerlo con fuerza y picardía. La suya no fue la historia cliché de un discapacitado, pues tuvo el valor de enfrentar la soledad para reflexionar y encontrarse a sí mismo. “Conócete a ti mismo”, aconsejaban los griegos. Ese fue el inicio de su sabiduría.

A mucha gente se le dificulta crecer sin cortar con sus raíces. La mayoría no crece interiormente. Más bien vive una vida prestada. Con tal de no hacerse responsable de su propia vida se escuda en el grupo social, se preocupa más por encajar, por pertenecer, y termina traicionándose a sí mismo. Para mantenerse sano mentalmente y ser coherente con lo que uno es, hay que tener cierto grado de desarraigo (ojalá mucho, para ser más libre). Fue esto lo que hizo de Leandro, como de Alejo Durán, un hombre íntegro. Sabía que se debía sólo a él y no se interesó por complacer a los demás, en especial al poder y a los políticos. Muchos que apreciaban sus canciones se burlaban de su ceguera, pero él estuvo por encima de ellos, como lo canta en El pregonero, y eso lo hizo grande. Mientras él ganó en respeto y admiración, el desprecio empequeñeció a quienes se le burlaban.

¿El autor de La diosa coronada vivió y murió con resentimiento?
No creo que haya sido un hombre resentido. Fue más bien un hombre con un dolor y una pena muy profundas por la ceguera y por el abandono paterno. La ceguera le permitió camuflar esta otra pena porque lo que aún nos duele, lo que nos avergüenza, lo callamos. Y más en una región tan machista como esta, donde los sentimientos se entienden como debilidad. La ceguera aprendió a sobrellevarla, pero el otro dolor lo padeció hasta que murió.

Ahora bien, el concepto de resentimiento hay que reelaborarlo porque con frecuencia y rapidez suele asociarse solo con los pobres, con quienes sufren alguna discapacidad o con quienes hacen parte de una minoría. Es una idea que implica una supuesta superioridad moral porque está elaborado desde el poder para invisibilizar o excluir al otro. Pero no es cierta. Cualquier persona, independientemente de su clase socioeconómica, que crea que se le ha faltado el respeto o que ha visto tambalear -o perdido- sus privilegios o que crea que no ha sido tenido en cuenta por quien él considera superior, puede ser un resentido que propaga su odio en todas partes.

Esto lo digo porque, por el solo hecho de que una persona haya nacido ciega, como en este caso, no se puede colegir que sea resentida. Por el contrario, Leandro tuvo la oportunidad, siendo niño, de reflexionar sobre su vida y saber quién quería ser. Aunque suene fuerte, esto fue un gran privilegio porque aprendió a vivir sin expectativas, como los estoicos en la vieja Grecia, a responsabilizarse de su propia vida y a entender que, como dicen por ahí, “rico es el que menos necesita” (y no hablo sólo de dinero).
 
¿Qué elementos tuviste en cuenta para ponerle voz a Leandro en la novela?
Desde niño Leandro fue bastante charladorcito. A él le correspondía contar su historia. Yo tenía mucha información de él en la cabeza, de modo que lo dejé hablar. No me interesó hablar de sus cantos sino de su humanidad y para ello era necesario que la contara en primera persona.

¿Cómo fue la construcción del personaje de Erótida, cuyo lenguaje hace recordar, de alguna forma, a Josefina Palmera, la matrona de Líbranos del bien?
Fina Palmera es un personaje de ficción, Erótida fue una persona de carne y hueso. Leandro la menciona en varias de sus entrevistas. Fue la mujer que le enseñó que existía un mundo más allá de Los Pajales, la que le leía novelas y lo ayudó a creer en sí mismo, a encontrar su valía. Yo la conocí por casualidad un día que visitaba a Carmen Díaz, hermana menor de Leandro, en Hatonuevo. Carmen la mencionó en la conversación. “¿A qué edad murió Erótida?”, pregunté. “No, si ella no ha muerto. Y está más lúcida que todos nosotros”, contestó la sobrina. Pregunté dónde vivía. “Aquí mismo, a un par de cuadras. Si quiere mi hija lo lleva”. Gritó el nombre de la hija, que apareció ante nosotros dos minutos después. Nos montamos en su moto y condujo hasta donde su tía abuela. Estaba acostada en una hamaca azul cuando llegamos a visitarla, tal cual lo muestra una de las fotografías que le tomé. Era la una de la tarde y hacía un calor que ni en el infierno. Consulté la temperatura: 39 grados. Al principio fue renuente a hablar, quizá por el letargo del calor. Luego se tomó su tiempo para contestar mis preguntas. Con esas respuestas, más la información que me suministraron Ivo Díaz y otros de sus sobrinos, construí el personaje.

Esta novela tiene aires de biografía, crónica y ensayo. Pareciera que hace parte de tu instinto como escritor desvanecer la intimidad de los géneros para fusionarlos en un solo cuerpo.
Nunca me han interesado los etiquetamientos, ni sexuales ni literarios ni de ningún tipo porque las cosas no tienen que ser, necesariamente, sólo blanco o negro. Leo, por igual, cada uno de los géneros que mencionas. Quizá por eso, en la construcción de la ficción hecho mano de todo cuanto necesito para dar verosimilitud al relato, incluso de cantos, como hago en este caso.
 
¿Qué impresión tuvo Ivo Díaz, el hijo de Leandro, cuando le mostraste el manuscrito final de la novela?
Bueno, creo que habría que preguntarle mejor a él. Sólo puedo decir que este libro no hubiera sido posible sin su apoyo y su generosidad. Fue él quien me abrió las puertas y me guio por el camino de los familiares y amigos de su papá con quienes, sí o sí, debía hablar. En varias oportunidades incluso me acompañó a las entrevistas. Él siempre tuvo claro que yo estaba escribiendo una novela y no una biografía y, por tanto, que me tomaría tantas licencias para ficcionar como las necesitara. Leyó el texto final y me lo devolvió con algunas correcciones, básicamente de nombres o fechas.

¿Quién tiene más pergaminos como personaje literario: Rafael Escalona o Leandro Díaz?
-Parafraseando a León Tolstói, “Todas las personas felices se parecen unas a otras, pero cada persona infeliz lo es a su manera”. Escalona es muy importante para la música vallenata, pero nunca hubiera escrito una novela sobre él porque a él siempre le sonrió la vida. Como personaje literario es muy plano. Es para ser contado en biografías o telenovelas. Si uno no lo va a dar todo es mejor que no dé nada. A mí me gustan los personajes con muchos matices, con contradicciones y que se puedan contar con las tripas. Me interesa escribir sobre personajes marginados, derrotados, fracasados. La de Leandrro es una historia literariamente rica, dramática y entrañable. Él nunca se consideró a sí mismo un marginado, y no lo fue, pero con frecuencia la discapacidad es vista desde la marginalidad.

Por Carlos César Silva/ EL PILÓN