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Cultura - 29 septiembre, 2019

Las huellas de una familia musical

La fugaz historia de amor que vivió Cristóbal Zuleta Bermúdez y Sara María Baquero Salas, de la que nació Emiliano Antonio, nos lleva de la mano para conocer que su padre, un músico reconocido en Valledupar y ella, una bailadora y versificadora insigne en El Plan, un caserío en lo más alto de la sierra, que bajo el llamado imperante de la cumbiamba, se conocieron y, sin pedirse nada, se entregaron a vivir el momento que el amor impuso.

La fugaz historia de amor que vivió Cristóbal Zuleta Bermúdez y Sara María Baquero Salas, de la que nació Emiliano Antonio, nos lleva de la mano para conocer que su padre, un músico reconocido en Valledupar y ella, una bailadora y versificadora insigne en El Plan, un caserío en lo más alto de la sierra, que bajo el llamado imperante de la cumbiamba, se conocieron y, sin pedirse nada, se entregaron a vivir el momento que el amor impuso.

Ambos cogieron distintos caminos, sin decirse nada. Él, entregado al llamado de esa música que le hervía la sangre y ella, acariciando el vientre que contenía el fruto de esa noche de amor. No se volvieron a ver. Ella dedicada en cuerpo y alma, a la crianza del muchachito que nació un 11 de enero de 1912, en La Jagua del Pedregal o del Pilar como ahora se le conoce, un caserío en ese momento de La Guajira, a donde nació y se fue a vivir, en busca de poder darle una mejor vida.

El niño creció entre el ruido atrayente de los acordeones, los diversos cantos de los cogedores de café y aquellos nacientes conjuntos de hojita, que marcaron la senda que debía seguir, los cuales le acompañó hasta el final de sus días, al tiempo que su vida estaba dedicada a hacer los mandados, recoger el agua, cortar y cargar la leña, llevar las provisiones del pueblo a la finca donde vivía.

Así se hizo un muchacho, el mismo que volvió a estar pegado a la falda de su madre regañona y de temple fuerte, que lo llenaba de ejemplos bondadosos, cuyo sendero humilde siempre estuvo en su vida.

Fueron muchos los amores que se cruzaron en su vida y esa fama de músico crecía, al tiempo que su temperamento creativo frente al verso y la parranda lo convirtieron en un caminante eterno lleno de música, el cual se expandía de la mano de los diversos comentarios, que sin estar en esos lugares, se hablaba de él como si lo tuvieran al frente.

Ese joven menudito, con un acordeón de una hilera y cuatro bajos, comprado con el sudor de su frente, decidió por la naturaleza misma de lo que llevaba por dentro, ser músico y nada más que eso. Él no tenía que buscar en otros lugares, lo que estaba en su entorno. Los motivos para su creación estaban plegados a su vida cotidiana; en la cantaleta eterna de su mamá, los cuentos narrados por sus tíos, los amores que nacían o morían, lo bueno o malo de la cosecha, el olvido en que se encontraban o la férrea fortaleza de un mejor mañana.

En ese viento alcahuete que lleva y trae noticias supo de alguien que en un lugar cualquiera, ejercía sus mismas habilidades y que mandaba mensajes, que a manera de recados groseros, fueron nutriendo todo ese camino, en los que la piqueria empezó a darle su mayor grado de madurez

Entrelazados en esos dimes y diretes contestatarios, que hicieron de Emiliano Antonio y Lorenzo Miguel, dos oponentes cuya fuerza no se medía por su estatura ni por la corpulencia de sus cuerpos, sino por la directa comunicación que ejercían sus versos, lograron conocerse, hacer un vínculo territorial y estrechar dos visiones que se unían por la fuerza del verso.

Con esos cantos a cuesta, Emiliano Antonio Zuleta Baquero adquirió su cédula artística. No tenía que pedirle permiso a nadie, para hacer su gusto. En ese caminar llevando música, se detuvo una madrugada cualquiera, por invitación de un parrandero que como él, no tenía otra manera de cantarle a quien había visto, para dejarle en un requiebro musical, lo que sentía su alma enamorada. Manaure, una especie de ascensor frío, en donde estaba construida una aldea musical, era el sitio indicado.

Durante varias horas su acordeón imploró que ella saliera, pero todo estaba servido en bandeja para que el músico, que no sabía quién era la dama serenateada, pudiera inquietarse por quien no respondió al llamado.

Al día siguiente, por esas señas que hace el corazón, que no dice nada pero que jala, él se enrutó a lo que sería el final de una vida de trashumante amoroso. Llegó y tocó como cualquier valiente que va en busca de su amada, cuyo único instrumento que valida esa acción es lo que empezó a sentir en el mismo momento, en que abrió su acordeón y supo su nombre.

Le abrieron la puerta y solo atinó a decir: -está Carmen Díaz. Siéntese y ya se la llamo- le respondió la misma mujer que lo hizo entrar. Duró veinte minutos esperándola. Fue un tiempo eterno para él. Pensó que se estaba negando. No era raro en ella, sin conocerla ya había dado muestras de su imponencia, al no atenderle la serenata a su amigo. Ella bajó. Era una mujer esbelta, de pocos años, que le caía el pelo a la cintura. De mirada fija y tierna. Pintada con un colorete que contrastaba con sus cejas coposas. –Usted es Emiliano, el que tocó anoche. Lo hace bien. Le dijo ella. Él, impactado con tanta belleza, le dijo: sí-.

Esa aceptación mutua, que la hizo su musa filial y él, su compañero de siempre, pese a haber vivido juntos nada más menos de tres décadas, fue el principio de un camino amoroso que dio para la música, unos hijos que fueron hechos con el sonido imperante de un acordeón y apadrinados por las voces de tantos anónimos juglares, que llegaron a bautizar el sendero que terminó arropando a los Zuleta Díaz de manera tal que ellos no pudieron soltarse por mucho que lo intentaron.

Unos, queriendo ser doctores por un lado y la música diciéndoles al oído, vengan para acá que les necesitamos. Esos hermanos, llenos de música, versos, decires y saberes que inundó a cada uno de los lugares, en donde ellos vivieron, unas veces en las sierras o rosas, especies de fincas, otras en los pueblos, pero siempre con el imperativo llamado de la música como única herramienta comunicacional.

LLAMADO DEL ACORDEÓN

El hielo lo rompe Emiliano Alcides, quien despierta su infancia con el llamado que le hizo un acordeón, especie de su doble, plegado a sus entrañas, quien lo sonsaca de manera natural, a tomar las riendas de algo ya construido, pero que debía ser diferente a esos sonidos que traían sus abuelos y padres. Él tiene algo de todos ellos, pero logró ser con el pasar del tiempo, una identidad cuyo nombre solido es Emiliano.

Creador de un estilo que sigue teniendo el hilo conductor de la música serrana, trasladada a los pueblos y luego a las ciudades, pero que no por ello, ha dejado de ser, un identificador especial del vallenato de avanzada.

Con nuevos sonidos, logró Emiliano Alcides, poner el punto alto de la revolución acordeonera, sin dejar de exaltar a los anteriores y posteriores a él. Su labor se pone a manera de punto de encuentro, entre los diversos tiempos de nuestra música vallenata, que sin restarle o ponerle a quienes le antecedieron, saben y valoran el aporte que le ha hecho, a todo el camino constructor de ese instrumento, en la vida musical, cuyas manos del músico Zuleta Díaz han tenido mucho que ver en ese natural propósito.

Sin lugar a dudas, el soporte folclórico de los Zuleta Díaz es el afamado creador. Esa labor de recoger herencias musicales no es tarea fácil ni podía estar en un solo sitio y con un solo personaje abanderado, ante tanta tradición cultural, cuyo sustento oral es la base para comentarla. Él viene precedido de haber construido, con tan solo siete años, unos versos indicadores de lo que podía ser el rumbo de su vida. De ese muchachito que solo atinó a decir, porque no podía bajar a una hermana de donde estaba subida, “Díganle a Emiliano que corra y que venga acá, que aquí está Carmen Emilia que no se puede bajá”, se puede concluir que ese biodetermismo cultural, sí que en ellos ha sido determinante.

Hoy de ese niño abierto al verso, del joven tímido para el canto, que luego resultó ser un verdadero cantor del verso, son muchos los detalles, que sirven para mostrar con orgullo, toda esa obra hecha por Tomás Alfonso, para que nos siga como siempre, alegrando el alma.

Todo ese cantar moderno que encierra su voz, que canta bien lo primitivo, moderno y posmoderno, que contribuyó con su aporte, a sacar muchos cantos de su estado feudal a las grandes ciudades. Su tarea de leyenda urbana, ha puesto un punto especial, para la masificación del vallenato en lo atinente a su música.

Su canto tiene mucho del pasado, pero no se parece a los cantores anteriores. Él contribuyó a sentar las bases, para que una nueva generación de cantores, pudieran interpretar los diversos tiempos, que ha vivido la composición vallenata. Si su canto se ha hecho sentir, su pluma de creador, ha dejado varias obras para destacar, al tiempo que el verso compañero, inseparable de ellos, tiene un puesto destacado en la vida de Zuleta Díaz.

LAS MUSAS

La vida de los Zuleta Díaz está precedida de cantos, dedicados a varias musas, entre ellas, su mamá Carmen, al tiempo que les tocó divulgar, las obras dedicadas a otras damas, que pasaron por la vida de su padre Emiliano. Pero ellos, que son música y que tienen un torrente río de recuerdos, por lo vivido, saben que su obra sabe a mujer, al fraterno saludo del campesino labrador de la tierra, al ilustrado hombre que se interesa en sus creaciones musicales y ante todo, a la musa que sostiene la alegría de lo que hacen.

Ellos sin mujeres, son como una bonita música sin quien la toque. Sus vidas se parten en dos frentes, con relación a las mujeres. Una, a las que aman como parte de su existencia, de las que son protagonistas su mamá, hermanas e hijas y aquellas, que les hacen desbordar su mundo artístico.

Las primeras, son plegadas a ellos, de tal manera, que por mucho que se alejen, están en lo íntimo de sus vidas. María, una musa inspiradora en sus años juveniles, quien a manera de mama grande, regaña, ordena y se hace sentir ante los suyos, seguida de Carmen Emilia y Carmen Sara, que junto a ella, son el cántaro lleno de recuerdos, al que no todo el mundo puede llegar, pero que saben lo mínimo de su familia y nutren la vida con hermosos pasajes que saben a Zuleta Díaz, en especial a Emiliano Alcides y Tomás Alfonso.

Si por el lado de la alegría, los Zuleta Díaz tiene su protagonismo, no lo es menos, la manera como uno de ellos, se mete en el mundo de la tristeza, le pone música, hace sus versos y les dice a todos, que su presencia es para analizar.

Se trata de Mario José, un talentoso que nunca hizo bulla por lo que hacía. Si entramos al mundo de su composición, donde aflora la tristeza, la imposibilidad de todo lo que anhela un ser como él o nosotros, se refleja en esa creación distinta, que está lejos de estar, en el camino que todos siguen. A él, se le dio por decirle al mundo, lo que sienten, los que sufren como él. Lo tuvo todo, pero no tenía nada y eso, está ahí en sus versos.

HECTOR ARTURO

En contraste a todos esos mundos, que los Zuleta Díaz viven, aparece el distinto en todo y a todos. Es la última flor del romance de Carmen con Emiliano. Es Héctor Arturo, el cierre colosal de los genes, que esa familia nos ha dado. Virtuoso en lo que hacía. Era una ráfaga genial para tocar el acordeón, componer y versear. Era simpar. Hizo en tres producciones musicales, lo que sería su impronta musical eterna.

Tenía todo el influjo de los Zuleta Díaz, era algo de Carmen, Emiliano y sus hermanos, pero era distinto a todos, ante todo, en esa manera pasional como afrontaba la creación. Si se trataba de tocar el acordeón, no le tenía miedo a ninguno de los de su generación y a los anteriores. Siempre en las parrandas decía: “échenmelos para penquearlos”. En la composición gozaba de una creatividad inusitada. Y en el verso, ahí sí que había que alquilar balcón, “no había otro igual”.

Todo esto tiene nombre propio, no es más que el transito terrenal de una familia, que llena de luces musicales el firmamento del País Vallenato, que tiene en los Zuleta Díaz y en especial a Tomás Alfonso y Emiliano Alcides, a unos grandes forjadores de todo un mundo creativo, que le ha servido de carta de presentación, a la música vallenata, en cualquier parte del mundo, a donde llegue las notas de un acordeón, una canción bien hecha y un canto que represente a nuestro mundo musical.

Por: Félix Carrillo Hinojosa | EL PILÓN

Cultura
29 septiembre, 2019

Las huellas de una familia musical

La fugaz historia de amor que vivió Cristóbal Zuleta Bermúdez y Sara María Baquero Salas, de la que nació Emiliano Antonio, nos lleva de la mano para conocer que su padre, un músico reconocido en Valledupar y ella, una bailadora y versificadora insigne en El Plan, un caserío en lo más alto de la sierra, que bajo el llamado imperante de la cumbiamba, se conocieron y, sin pedirse nada, se entregaron a vivir el momento que el amor impuso.


La fugaz historia de amor que vivió Cristóbal Zuleta Bermúdez y Sara María Baquero Salas, de la que nació Emiliano Antonio, nos lleva de la mano para conocer que su padre, un músico reconocido en Valledupar y ella, una bailadora y versificadora insigne en El Plan, un caserío en lo más alto de la sierra, que bajo el llamado imperante de la cumbiamba, se conocieron y, sin pedirse nada, se entregaron a vivir el momento que el amor impuso.

Ambos cogieron distintos caminos, sin decirse nada. Él, entregado al llamado de esa música que le hervía la sangre y ella, acariciando el vientre que contenía el fruto de esa noche de amor. No se volvieron a ver. Ella dedicada en cuerpo y alma, a la crianza del muchachito que nació un 11 de enero de 1912, en La Jagua del Pedregal o del Pilar como ahora se le conoce, un caserío en ese momento de La Guajira, a donde nació y se fue a vivir, en busca de poder darle una mejor vida.

El niño creció entre el ruido atrayente de los acordeones, los diversos cantos de los cogedores de café y aquellos nacientes conjuntos de hojita, que marcaron la senda que debía seguir, los cuales le acompañó hasta el final de sus días, al tiempo que su vida estaba dedicada a hacer los mandados, recoger el agua, cortar y cargar la leña, llevar las provisiones del pueblo a la finca donde vivía.

Así se hizo un muchacho, el mismo que volvió a estar pegado a la falda de su madre regañona y de temple fuerte, que lo llenaba de ejemplos bondadosos, cuyo sendero humilde siempre estuvo en su vida.

Fueron muchos los amores que se cruzaron en su vida y esa fama de músico crecía, al tiempo que su temperamento creativo frente al verso y la parranda lo convirtieron en un caminante eterno lleno de música, el cual se expandía de la mano de los diversos comentarios, que sin estar en esos lugares, se hablaba de él como si lo tuvieran al frente.

Ese joven menudito, con un acordeón de una hilera y cuatro bajos, comprado con el sudor de su frente, decidió por la naturaleza misma de lo que llevaba por dentro, ser músico y nada más que eso. Él no tenía que buscar en otros lugares, lo que estaba en su entorno. Los motivos para su creación estaban plegados a su vida cotidiana; en la cantaleta eterna de su mamá, los cuentos narrados por sus tíos, los amores que nacían o morían, lo bueno o malo de la cosecha, el olvido en que se encontraban o la férrea fortaleza de un mejor mañana.

En ese viento alcahuete que lleva y trae noticias supo de alguien que en un lugar cualquiera, ejercía sus mismas habilidades y que mandaba mensajes, que a manera de recados groseros, fueron nutriendo todo ese camino, en los que la piqueria empezó a darle su mayor grado de madurez

Entrelazados en esos dimes y diretes contestatarios, que hicieron de Emiliano Antonio y Lorenzo Miguel, dos oponentes cuya fuerza no se medía por su estatura ni por la corpulencia de sus cuerpos, sino por la directa comunicación que ejercían sus versos, lograron conocerse, hacer un vínculo territorial y estrechar dos visiones que se unían por la fuerza del verso.

Con esos cantos a cuesta, Emiliano Antonio Zuleta Baquero adquirió su cédula artística. No tenía que pedirle permiso a nadie, para hacer su gusto. En ese caminar llevando música, se detuvo una madrugada cualquiera, por invitación de un parrandero que como él, no tenía otra manera de cantarle a quien había visto, para dejarle en un requiebro musical, lo que sentía su alma enamorada. Manaure, una especie de ascensor frío, en donde estaba construida una aldea musical, era el sitio indicado.

Durante varias horas su acordeón imploró que ella saliera, pero todo estaba servido en bandeja para que el músico, que no sabía quién era la dama serenateada, pudiera inquietarse por quien no respondió al llamado.

Al día siguiente, por esas señas que hace el corazón, que no dice nada pero que jala, él se enrutó a lo que sería el final de una vida de trashumante amoroso. Llegó y tocó como cualquier valiente que va en busca de su amada, cuyo único instrumento que valida esa acción es lo que empezó a sentir en el mismo momento, en que abrió su acordeón y supo su nombre.

Le abrieron la puerta y solo atinó a decir: -está Carmen Díaz. Siéntese y ya se la llamo- le respondió la misma mujer que lo hizo entrar. Duró veinte minutos esperándola. Fue un tiempo eterno para él. Pensó que se estaba negando. No era raro en ella, sin conocerla ya había dado muestras de su imponencia, al no atenderle la serenata a su amigo. Ella bajó. Era una mujer esbelta, de pocos años, que le caía el pelo a la cintura. De mirada fija y tierna. Pintada con un colorete que contrastaba con sus cejas coposas. –Usted es Emiliano, el que tocó anoche. Lo hace bien. Le dijo ella. Él, impactado con tanta belleza, le dijo: sí-.

Esa aceptación mutua, que la hizo su musa filial y él, su compañero de siempre, pese a haber vivido juntos nada más menos de tres décadas, fue el principio de un camino amoroso que dio para la música, unos hijos que fueron hechos con el sonido imperante de un acordeón y apadrinados por las voces de tantos anónimos juglares, que llegaron a bautizar el sendero que terminó arropando a los Zuleta Díaz de manera tal que ellos no pudieron soltarse por mucho que lo intentaron.

Unos, queriendo ser doctores por un lado y la música diciéndoles al oído, vengan para acá que les necesitamos. Esos hermanos, llenos de música, versos, decires y saberes que inundó a cada uno de los lugares, en donde ellos vivieron, unas veces en las sierras o rosas, especies de fincas, otras en los pueblos, pero siempre con el imperativo llamado de la música como única herramienta comunicacional.

LLAMADO DEL ACORDEÓN

El hielo lo rompe Emiliano Alcides, quien despierta su infancia con el llamado que le hizo un acordeón, especie de su doble, plegado a sus entrañas, quien lo sonsaca de manera natural, a tomar las riendas de algo ya construido, pero que debía ser diferente a esos sonidos que traían sus abuelos y padres. Él tiene algo de todos ellos, pero logró ser con el pasar del tiempo, una identidad cuyo nombre solido es Emiliano.

Creador de un estilo que sigue teniendo el hilo conductor de la música serrana, trasladada a los pueblos y luego a las ciudades, pero que no por ello, ha dejado de ser, un identificador especial del vallenato de avanzada.

Con nuevos sonidos, logró Emiliano Alcides, poner el punto alto de la revolución acordeonera, sin dejar de exaltar a los anteriores y posteriores a él. Su labor se pone a manera de punto de encuentro, entre los diversos tiempos de nuestra música vallenata, que sin restarle o ponerle a quienes le antecedieron, saben y valoran el aporte que le ha hecho, a todo el camino constructor de ese instrumento, en la vida musical, cuyas manos del músico Zuleta Díaz han tenido mucho que ver en ese natural propósito.

Sin lugar a dudas, el soporte folclórico de los Zuleta Díaz es el afamado creador. Esa labor de recoger herencias musicales no es tarea fácil ni podía estar en un solo sitio y con un solo personaje abanderado, ante tanta tradición cultural, cuyo sustento oral es la base para comentarla. Él viene precedido de haber construido, con tan solo siete años, unos versos indicadores de lo que podía ser el rumbo de su vida. De ese muchachito que solo atinó a decir, porque no podía bajar a una hermana de donde estaba subida, “Díganle a Emiliano que corra y que venga acá, que aquí está Carmen Emilia que no se puede bajá”, se puede concluir que ese biodetermismo cultural, sí que en ellos ha sido determinante.

Hoy de ese niño abierto al verso, del joven tímido para el canto, que luego resultó ser un verdadero cantor del verso, son muchos los detalles, que sirven para mostrar con orgullo, toda esa obra hecha por Tomás Alfonso, para que nos siga como siempre, alegrando el alma.

Todo ese cantar moderno que encierra su voz, que canta bien lo primitivo, moderno y posmoderno, que contribuyó con su aporte, a sacar muchos cantos de su estado feudal a las grandes ciudades. Su tarea de leyenda urbana, ha puesto un punto especial, para la masificación del vallenato en lo atinente a su música.

Su canto tiene mucho del pasado, pero no se parece a los cantores anteriores. Él contribuyó a sentar las bases, para que una nueva generación de cantores, pudieran interpretar los diversos tiempos, que ha vivido la composición vallenata. Si su canto se ha hecho sentir, su pluma de creador, ha dejado varias obras para destacar, al tiempo que el verso compañero, inseparable de ellos, tiene un puesto destacado en la vida de Zuleta Díaz.

LAS MUSAS

La vida de los Zuleta Díaz está precedida de cantos, dedicados a varias musas, entre ellas, su mamá Carmen, al tiempo que les tocó divulgar, las obras dedicadas a otras damas, que pasaron por la vida de su padre Emiliano. Pero ellos, que son música y que tienen un torrente río de recuerdos, por lo vivido, saben que su obra sabe a mujer, al fraterno saludo del campesino labrador de la tierra, al ilustrado hombre que se interesa en sus creaciones musicales y ante todo, a la musa que sostiene la alegría de lo que hacen.

Ellos sin mujeres, son como una bonita música sin quien la toque. Sus vidas se parten en dos frentes, con relación a las mujeres. Una, a las que aman como parte de su existencia, de las que son protagonistas su mamá, hermanas e hijas y aquellas, que les hacen desbordar su mundo artístico.

Las primeras, son plegadas a ellos, de tal manera, que por mucho que se alejen, están en lo íntimo de sus vidas. María, una musa inspiradora en sus años juveniles, quien a manera de mama grande, regaña, ordena y se hace sentir ante los suyos, seguida de Carmen Emilia y Carmen Sara, que junto a ella, son el cántaro lleno de recuerdos, al que no todo el mundo puede llegar, pero que saben lo mínimo de su familia y nutren la vida con hermosos pasajes que saben a Zuleta Díaz, en especial a Emiliano Alcides y Tomás Alfonso.

Si por el lado de la alegría, los Zuleta Díaz tiene su protagonismo, no lo es menos, la manera como uno de ellos, se mete en el mundo de la tristeza, le pone música, hace sus versos y les dice a todos, que su presencia es para analizar.

Se trata de Mario José, un talentoso que nunca hizo bulla por lo que hacía. Si entramos al mundo de su composición, donde aflora la tristeza, la imposibilidad de todo lo que anhela un ser como él o nosotros, se refleja en esa creación distinta, que está lejos de estar, en el camino que todos siguen. A él, se le dio por decirle al mundo, lo que sienten, los que sufren como él. Lo tuvo todo, pero no tenía nada y eso, está ahí en sus versos.

HECTOR ARTURO

En contraste a todos esos mundos, que los Zuleta Díaz viven, aparece el distinto en todo y a todos. Es la última flor del romance de Carmen con Emiliano. Es Héctor Arturo, el cierre colosal de los genes, que esa familia nos ha dado. Virtuoso en lo que hacía. Era una ráfaga genial para tocar el acordeón, componer y versear. Era simpar. Hizo en tres producciones musicales, lo que sería su impronta musical eterna.

Tenía todo el influjo de los Zuleta Díaz, era algo de Carmen, Emiliano y sus hermanos, pero era distinto a todos, ante todo, en esa manera pasional como afrontaba la creación. Si se trataba de tocar el acordeón, no le tenía miedo a ninguno de los de su generación y a los anteriores. Siempre en las parrandas decía: “échenmelos para penquearlos”. En la composición gozaba de una creatividad inusitada. Y en el verso, ahí sí que había que alquilar balcón, “no había otro igual”.

Todo esto tiene nombre propio, no es más que el transito terrenal de una familia, que llena de luces musicales el firmamento del País Vallenato, que tiene en los Zuleta Díaz y en especial a Tomás Alfonso y Emiliano Alcides, a unos grandes forjadores de todo un mundo creativo, que le ha servido de carta de presentación, a la música vallenata, en cualquier parte del mundo, a donde llegue las notas de un acordeón, una canción bien hecha y un canto que represente a nuestro mundo musical.

Por: Félix Carrillo Hinojosa | EL PILÓN