La presunción de inocencia es una garantía constituyente del derecho fundamental al debido proceso, concedida en el artículo 29 de la Constitución Política de Colombia que, en cuyo contexto, dispone: “Toda persona se presume inocente mientras no se le haya declarado judicialmente culpable”. Soy consciente de que, a Colombia, su gente -principalmente los políticos-, la […]
La presunción de inocencia es una garantía constituyente del derecho fundamental al debido proceso, concedida en el artículo 29 de la Constitución Política de Colombia que, en cuyo contexto, dispone: “Toda persona se presume inocente mientras no se le haya declarado judicialmente culpable”.
Soy consciente de que, a Colombia, su gente -principalmente los políticos-, la han convertido en un país sui generis, donde nadie cree ni confía en nadie, en fin, total desconfianza recíproca. Esto lo traigo a colación debido a los recurrentes debates por los escándalos derivados de los actos de corrupción en la administración pública.
También sé que en nuestro país le ponen un rabo de paja bien largo a cualquiera sin que se entere. En modo alguno pretendo defender actos de corrupción como el caso de la MinTic, Karen Abudinen. Solo quiero advertirles a los muchos ingenuos que todavía hay en Colombia, para que no los engañen o les desvirtúen la generosidad, como lo hicieron conmigo en el comienzo del ejercicio de la profesión de cirugía general. Reitero, sin duda alguna, me atrevo a decir que también lo hicieron o lo siguen haciendo a muchos de mis colegas, incluso a otros profesionales diferentes de la medicina.
Antes de especializarme en cirugía general estuve 7 años trabajando como médico general en el Hospital Rosario Pumarejo de López (HRPL) y la Clínica Ana María del ISS de Valledupar, tiempo en el que evidencié las peripecias que sufrían los pacientes pobres que venían o remitían de regiones alejadas, teniendo en cuenta la enseñanza de mi madre Fernanda Churio, cuando yo apenas tenía más o menos 10 años, por no dejar de jugar con mis amiguitos me negué a decirle un recado a mi madre, enviado por una vecina minusválida.
Mi madre me reconvino, diciéndome: “Hijo, solo hay dos condiciones que impiden hacer favores: la primera, si uno se perjudica; la segunda, cuando se perjudica a otras personas, si no existen ninguno de estos dos factores y no se hacen los favores, uno es egoísta”, y me recalcó: “Del egoísmo es que surgen la mayoría de los antivalores de la humanidad, principalmente la mentira, la envidia y la injusticia entre otros”. Esta lección nunca la he olvidado y siempre he procurado practicarla.
Antes de la Ley 100 de 1993, los médicos especialmente los especialistas teníamos amplia autonomía en el ejercicio de la profesión, entonces yo guardaba cupos en la programación de cirugías, para los pacientes que requerían prontas intervenciones, más que todos para los pacientes de consulta externa, además, generosamente atendía a los pacientes familiares y amigos de los empleados de las instituciones hospitalarias públicas donde yo laboraba. Una vez en el HRPL, después de operar uno de los pacientes recomendados, la madre del recién operado me entregó un dinero, diciéndome: “Doctor tome el otro 50 %”, extrañado le pregunté: “¿Cuál otro 50 %? “El que le entregó mi primo por la operación de mi hijo”, la llevé al director del HRPL y le expuse la anomalía, ni siquiera fue amonestado.
Averigüé tal tramoya y me informé de que esta era una práctica soterrada, tanto en el HRPL como en la clínica del ISS, y murmuré: “¡Qué vaina! Avivatos sinvergüenzas aprovechadores de mi generosidad y de paso poniéndome un enorme rabo de paja”.
Entonces, para desligarme de tal deshonra, opté por agendar a los pacientes recomendados por los empleados de las instituciones en mención; es decir, si me pedían el favor hoy 9 de septiembre se los programaba para el 9 de diciembre, así desterré la pedidera de atención de pacientes familiares y amigos de los empleados de las susodichas instituciones de salud, con el consecuente comentario de que el doctor Romero Churio ya no era el mismo de antes, posiblemente de aquellos que recurrían a mi benevolencia sin ánimo de lucro, como dice el adagio: pagan justos por pecadores. Imposible saber quiénes son porque los pecadores gozan del beneficio de la presunción de inocencia.
La presunción de inocencia es una garantía constituyente del derecho fundamental al debido proceso, concedida en el artículo 29 de la Constitución Política de Colombia que, en cuyo contexto, dispone: “Toda persona se presume inocente mientras no se le haya declarado judicialmente culpable”. Soy consciente de que, a Colombia, su gente -principalmente los políticos-, la […]
La presunción de inocencia es una garantía constituyente del derecho fundamental al debido proceso, concedida en el artículo 29 de la Constitución Política de Colombia que, en cuyo contexto, dispone: “Toda persona se presume inocente mientras no se le haya declarado judicialmente culpable”.
Soy consciente de que, a Colombia, su gente -principalmente los políticos-, la han convertido en un país sui generis, donde nadie cree ni confía en nadie, en fin, total desconfianza recíproca. Esto lo traigo a colación debido a los recurrentes debates por los escándalos derivados de los actos de corrupción en la administración pública.
También sé que en nuestro país le ponen un rabo de paja bien largo a cualquiera sin que se entere. En modo alguno pretendo defender actos de corrupción como el caso de la MinTic, Karen Abudinen. Solo quiero advertirles a los muchos ingenuos que todavía hay en Colombia, para que no los engañen o les desvirtúen la generosidad, como lo hicieron conmigo en el comienzo del ejercicio de la profesión de cirugía general. Reitero, sin duda alguna, me atrevo a decir que también lo hicieron o lo siguen haciendo a muchos de mis colegas, incluso a otros profesionales diferentes de la medicina.
Antes de especializarme en cirugía general estuve 7 años trabajando como médico general en el Hospital Rosario Pumarejo de López (HRPL) y la Clínica Ana María del ISS de Valledupar, tiempo en el que evidencié las peripecias que sufrían los pacientes pobres que venían o remitían de regiones alejadas, teniendo en cuenta la enseñanza de mi madre Fernanda Churio, cuando yo apenas tenía más o menos 10 años, por no dejar de jugar con mis amiguitos me negué a decirle un recado a mi madre, enviado por una vecina minusválida.
Mi madre me reconvino, diciéndome: “Hijo, solo hay dos condiciones que impiden hacer favores: la primera, si uno se perjudica; la segunda, cuando se perjudica a otras personas, si no existen ninguno de estos dos factores y no se hacen los favores, uno es egoísta”, y me recalcó: “Del egoísmo es que surgen la mayoría de los antivalores de la humanidad, principalmente la mentira, la envidia y la injusticia entre otros”. Esta lección nunca la he olvidado y siempre he procurado practicarla.
Antes de la Ley 100 de 1993, los médicos especialmente los especialistas teníamos amplia autonomía en el ejercicio de la profesión, entonces yo guardaba cupos en la programación de cirugías, para los pacientes que requerían prontas intervenciones, más que todos para los pacientes de consulta externa, además, generosamente atendía a los pacientes familiares y amigos de los empleados de las instituciones hospitalarias públicas donde yo laboraba. Una vez en el HRPL, después de operar uno de los pacientes recomendados, la madre del recién operado me entregó un dinero, diciéndome: “Doctor tome el otro 50 %”, extrañado le pregunté: “¿Cuál otro 50 %? “El que le entregó mi primo por la operación de mi hijo”, la llevé al director del HRPL y le expuse la anomalía, ni siquiera fue amonestado.
Averigüé tal tramoya y me informé de que esta era una práctica soterrada, tanto en el HRPL como en la clínica del ISS, y murmuré: “¡Qué vaina! Avivatos sinvergüenzas aprovechadores de mi generosidad y de paso poniéndome un enorme rabo de paja”.
Entonces, para desligarme de tal deshonra, opté por agendar a los pacientes recomendados por los empleados de las instituciones en mención; es decir, si me pedían el favor hoy 9 de septiembre se los programaba para el 9 de diciembre, así desterré la pedidera de atención de pacientes familiares y amigos de los empleados de las susodichas instituciones de salud, con el consecuente comentario de que el doctor Romero Churio ya no era el mismo de antes, posiblemente de aquellos que recurrían a mi benevolencia sin ánimo de lucro, como dice el adagio: pagan justos por pecadores. Imposible saber quiénes son porque los pecadores gozan del beneficio de la presunción de inocencia.