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Columnista - 13 agosto, 2017

Y la tempestad amainó

La oscuridad comenzaba a apoderarse de la tierra y, en los rostros cansados de los seguidores del Maestro, se reflejaban los miedos, las esperanzas, los dolores y las ansias de que todo aquello que hacían valiera la pena. Habían dejado atrás sus pueblos, sus labores, sus amigos, sus familias, y habían ido en pos de […]

La oscuridad comenzaba a apoderarse de la tierra y, en los rostros cansados de los seguidores del Maestro, se reflejaban los miedos, las esperanzas, los dolores y las ansias de que todo aquello que hacían valiera la pena. Habían dejado atrás sus pueblos, sus labores, sus amigos, sus familias, y habían ido en pos de una voz que prometía ser no sólo la proclamación de una verdad, sino la Verdad misma. El Nazareno había conquistado sus corazones con bellas parábolas que, partiendo de la cotidiana realidad, ilustraban las grandezas del Reino que no puede ser descrito con palabras. Era de noche, estaban cansados, pero también felices.

El lago se movía suavemente, y una fresca brisa les golpeaba haciendo ondear sus mantos. Sin duda sería una noche apacible en la que podrían descansar y reponer fuerzas para la jornada siguiente. Jesús les pide que se adelanten en la barca, yendo hacía la otra orilla, y ellos obedecen. El Maestro se queda a solas, como es su costumbre, para dedicarse a la oración silenciosa, al encuentro con su Padre. Los discípulos parten, el maestro se queda…

Cuando ya todo está cubierto de tinieblas, la barca comienza a ser sacudida violentamente por las olas y el miedo se apodera de todos. En medio de la tempestad, aparece Jesús caminando sobre el lago y, los ya aterrorizados discípulos, sienten que se les detiene el corazón, puesto que no lo reconocen y piensan estar viendo un fantasma. Ni siquiera la voz del Maestro es suficiente para disipar sus miedos: “¡Ánimo, soy yo, no teman!”.

Pedro pide pruebas y se atreve a exigir lo que los demás callan: “Si eres tú, mándame ir a ti caminando sobre las aguas”. El Maestro lo invita a hacerlo, y Pedro sale de la barca. Sin embargo, viendo la violencia de las olas, siente miedo y comienza a hundirse… Entonces grita: “¡Señor, sálvame!”. La mano de Jesús sujeta su mano y regresa a la embarcación, no sin antes recibir el reproche del Maestro: “¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?”.

En la vida muchas veces, nosotros, lo mismo que los discípulos experimentaremos momentos de tempestad, situaciones difíciles, dolorosas, tristes, estresantes… Momentos en los que parece que Dios nos ha abandonado, situaciones en las que parece que Dios no está. Esta ausencia es solo aparente, puesto que no puede estar lejos de nosotros quien trascendió la barrera de la eternidad y quiso estar sujeto al tiempo para demostrarnos su amor. Dios está junto a nosotros siempre, siempre nos prodiga su amor y nos tiende siempre la mano, aunque no siempre nosotros tomemos la decisión de caminar a su lado o de permanecer junto a Él. Su amor no depende de nuestro amor, y su presencia no depende de la nuestra. Feliz domingo.

Por Marlon Domínguez

 

Columnista
13 agosto, 2017

Y la tempestad amainó

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Marlon Javier Domínguez

La oscuridad comenzaba a apoderarse de la tierra y, en los rostros cansados de los seguidores del Maestro, se reflejaban los miedos, las esperanzas, los dolores y las ansias de que todo aquello que hacían valiera la pena. Habían dejado atrás sus pueblos, sus labores, sus amigos, sus familias, y habían ido en pos de […]


La oscuridad comenzaba a apoderarse de la tierra y, en los rostros cansados de los seguidores del Maestro, se reflejaban los miedos, las esperanzas, los dolores y las ansias de que todo aquello que hacían valiera la pena. Habían dejado atrás sus pueblos, sus labores, sus amigos, sus familias, y habían ido en pos de una voz que prometía ser no sólo la proclamación de una verdad, sino la Verdad misma. El Nazareno había conquistado sus corazones con bellas parábolas que, partiendo de la cotidiana realidad, ilustraban las grandezas del Reino que no puede ser descrito con palabras. Era de noche, estaban cansados, pero también felices.

El lago se movía suavemente, y una fresca brisa les golpeaba haciendo ondear sus mantos. Sin duda sería una noche apacible en la que podrían descansar y reponer fuerzas para la jornada siguiente. Jesús les pide que se adelanten en la barca, yendo hacía la otra orilla, y ellos obedecen. El Maestro se queda a solas, como es su costumbre, para dedicarse a la oración silenciosa, al encuentro con su Padre. Los discípulos parten, el maestro se queda…

Cuando ya todo está cubierto de tinieblas, la barca comienza a ser sacudida violentamente por las olas y el miedo se apodera de todos. En medio de la tempestad, aparece Jesús caminando sobre el lago y, los ya aterrorizados discípulos, sienten que se les detiene el corazón, puesto que no lo reconocen y piensan estar viendo un fantasma. Ni siquiera la voz del Maestro es suficiente para disipar sus miedos: “¡Ánimo, soy yo, no teman!”.

Pedro pide pruebas y se atreve a exigir lo que los demás callan: “Si eres tú, mándame ir a ti caminando sobre las aguas”. El Maestro lo invita a hacerlo, y Pedro sale de la barca. Sin embargo, viendo la violencia de las olas, siente miedo y comienza a hundirse… Entonces grita: “¡Señor, sálvame!”. La mano de Jesús sujeta su mano y regresa a la embarcación, no sin antes recibir el reproche del Maestro: “¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?”.

En la vida muchas veces, nosotros, lo mismo que los discípulos experimentaremos momentos de tempestad, situaciones difíciles, dolorosas, tristes, estresantes… Momentos en los que parece que Dios nos ha abandonado, situaciones en las que parece que Dios no está. Esta ausencia es solo aparente, puesto que no puede estar lejos de nosotros quien trascendió la barrera de la eternidad y quiso estar sujeto al tiempo para demostrarnos su amor. Dios está junto a nosotros siempre, siempre nos prodiga su amor y nos tiende siempre la mano, aunque no siempre nosotros tomemos la decisión de caminar a su lado o de permanecer junto a Él. Su amor no depende de nuestro amor, y su presencia no depende de la nuestra. Feliz domingo.

Por Marlon Domínguez