En el desarrollo y evolución de la música hoy conocida como vallenato, encontramos situaciones bastante curiosas relacionadas con la condición social de los protagonistas que fueron destacándose en sus diferentes épocas.
Desde los comienzos de nuestra historia musical, el acordeón, como una constante, lo encontramos ligado al licor, por el carácter fiestero de este instrumento siempre en manos de bohemios, aventureros, mujeriegos y borrachines surgidos de los estratos más bajos de la población. Los primeros acordeonistas fueron personajes que dejaron los corrales, las veredas y la zona rural para llegar a los poblados y centros urbanos en busca de reconocimiento a través de una música que inicialmente recibió el rechazo y la censura de los círculos de nivel social y económico más alto. En una palabra: la elite no aceptaba este nuevo invento por pernicioso y perturbador. La imagen negativa del músico borracho, amanecido en un andén, en condiciones deplorables, era el ejemplo que los padres les señalaban a los hijos con el ánimo de alejarlos del acordeón, al tiempo que les prohibían el estudio de la música.
Por esta razón, a partir de 1940, jóvenes pertenecientes a la alcurnia provinciana se inclinaron por la composición, desdeñando los “guacamayos” y “morunos”.
Así ocurrió con Tobías Enrique Pumarejo, quien estudió su bachillerato en Medellín; Rafael Escalona, el “casi” bachiller del Liceo Celedón de Santa Marta, y ‘Chema’ Gómez, el odontólogo graduado en Bogotá. Años más tarde, la figura del compositor atrae a personas de extracción más popular, como Leandro Díaz y Adolfo Pacheco.
Pero al comenzar la década del 50, aparece un grupo de personajes que blandiendo el acordeón como la espada de los caballeros andantes de la época medieval, comenzaron a hacerse notar pregonando su música regional a través de los medios, eventos sociales, fiestas patronales y larguísimas parrandas que consiguieron permear los niveles medianos de la sociedad logrando darle un poco de estatus al instrumento anteriormente descalificado. De esta manera fueron surgiendo inolvidables personajes de grandes calidades humanas y artísticas, todos de extracción campesina, aunque nacidos en el seno de familias con una vieja tradición musical ligada al acordeón, como Alejandro Durán, Luis Enrique Martínez, Andrés Landero y Abel Antonio Villa. A éste último, sus colegas lo calificaban críticamente como el “negro pretencioso” del acordeón, por andar siempre codeándose con gente de “la alta” en cualquier sitio donde llegase.
A comienzos de los años 60, por la senda que abrieron los pineros de la música de acordeón, transitarían virtuosos que fácilmente conquistaron el sentimiento popular como Calixto Ochoa, Aníbal Velásquez, Alfredo Gutiérrez y Colacho Mendoza. Los demás, llegaron después.
Cabe reconocer el papel de algunas familias aristocráticas como los Pavejeau y los Pumarejo, en Valledupar, quienes introdujeron el acordeón, por encima de cualquier censura, en los clubes sociales, al tiempo que hidalgos caballeros como el maestro Escalona deslumbraron con el mágico y cautivador folclor vallenato a la elite capitalina, logrando llevarlo hasta el palacio de los presidentes donde fue aceptado, aclamado y hoy reconocido como la mayor riqueza musical que tiene Colombia. Bendito sea el folclor vallenato.
Por Julio Oñate Martínez