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La protesta social y las estatuas

Sergio Muñoz Bata, en su reciente columna (El Tiempo, 04/05), resalta “el Informe Mundial de la Felicidad de 2021, la calidad del sistema educativo, de la vida familiar, su salud mental y física, sus relaciones personales, la cuantía de los ingresos y la satisfacción en su lugar de trabajo, y el grado de corrupción. En escala de felicidad, el primer puesto es de Finlandia, y siguen Dinamarca, Noruega, Islandia, Holanda, Suiza, Suecia, Nueva Zelanda, Canadá y Austria”.   

En estos países es donde menos existen las protestas sociales y mucho menos los paros prolongados, porque en ellos rige el llamado “estado de bienestar”, independiente de que el líder en turno sea de izquierda, derecha o centro. Estas naciones tienen gobiernos que entienden que la ciudadanía los eligió para administrar los bienes que la gente produce y saben que el deber del Estado es proteger a los ciudadanos.  

La protesta social debe ser pacífica y tener las garantías de las autoridades, sin represión de las fuerzas del orden, que, al contrario, les corresponde garantizar la libre expresión y el derecho a marchar y manifestar su inconformismo en contra del gobierno, cuando consideran que sus decisiones afectan el bienestar del pueblo. Asimismo, las protestas deben respetar los bienes públicos y privados, y el derecho de los ciudadanos que no marchan. Cero vandalismo. 

En esta ocasión, la protesta social es contra la corrupción, la inseguridad, la reforma tributaria, la reforma a la salud, la violencia contra los líderes sociales, la falta de oportunidades y el desempleo. El diálogo es primordial para superar las crisis; pero debe existir la predisposición para dialogar, a fin de alcanzar unos acuerdos fundamentales en defensa de la democracia y el bienestar ciudadano.  Todos soñamos con una auténtica democracia, el respeto por la ley, gobernantes idóneos, con sentido ético, es decir, sin abrevar en los laberintos de la corrupción, que proyecten y prioricen las obras de bienestar colectivo.  

Tumbar estatuas es una acción que desvía la atención de la protesta. Toda vez que el pueblo reclama diálogo, tolerancia, respeto por la biodiversidad, por la libertad de pensar y opinar. Debería primar la coherencia. Lo que pasó hace más de 500 años hoy es parte de nuestra historia: el invasor que a sangre y fuego redujo a los nativos, pero también el coraje de los indígenas que sobrevivieron a la barbarie, y hoy son ejemplos de resistencia y convivencia ancestral. No todos los españoles fueron conquistadores, algunos llegaron con su vocación de comerciantes y ganaderos.  Después vino el mestizaje, al punto que hoy la mayoría tenemos sangre indígena, europea y africana.  

El poeta Eduardo Escobar se pregunta en su columna (El Tiempo, 04/05), a propósito de que algunos escritores se mostraron complacidos por el abatimiento en Cali de la efigie de Belalcázar: “No entiendo por qué se ensañan en la fatuidad del nombre que solo es aire, con que veló un día su rostro de un extremeño, cuyo polvo dispersó el viento de los siglos hace tanto que ya pertenece a la literatura…”.

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