“Conoce Dios los días de los íntegros y la heredad de ellos será para siempre”. Salmos 37,18.
La integridad es esa rara cualidad interior que nos permite ser consecuentes con lo que creemos, siendo de una sola pieza, sin divisiones internas; es aunar o fusionar partes divergentes de nuestras ideas, pensamientos y convicciones siempre proclives hacia el bien.
Pensamos equivocadamente que la buena presentación personal, más la admiración que conlleva, es igual a persona íntegra. Sentimos que el desempeño brillante más el cometido cumplido es igual a persona íntegra. Creemos que cierto nivel de posición socioeconómica más el renombre que acumulamos es igual a persona íntegra. No es así.
La pura verdad es que siempre nos quedamos insatisfechos al pretender buscar en nosotros mismos, ya sea cuidando nuestra presentación personal, el desempeño profesional o la posición socioeconómica la comprobación de la integridad.
Cualquiera que sea la cumbre de la identidad centrada en uno mismo que alcancemos, pronto se derrumba bajo la presión hostil del rechazo o de la crítica; dando paso a la introspección, el sentimiento de culpa, el miedo o la ansiedad. Nada podemos hacer para merecer el amor incondicional y la voluntad de las personas si no somos íntegros en todas las áreas de nuestras vidas.
Si las fórmulas externas funcionaran para alguien le hubieran servido al rey Salomón, que fue rey de Israel en el mejor período de la historia de esa nación. Si la vida de integridad y con sentido dependiera de las circunstancias externas, Salomón hubiera sido el hombre más íntegro de todos los que han vivido, puesto que Dios también le dio a ese rey una dosis extra de sabiduría para interpretar sus cometidos cumplidos. Sin embargo, al final de sus días, exclamó: “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”.
Recuerdo la historia aquella de la pareja que estando en un hotel solicita un domicilio con algo para comer; al llegar su pedido la cuenta arroja una cantidad inferior a lo estimado, a lo que el señor al percatarse del error corrige la factura y paga lo correcto. Cuando es felicitado por la empresa prestadora del servicio y solicitado su testimonio como ejemplo para otros se tiene que negar porque su acompañante no era su esposa sino su amante. ¡Era honesto, pero no era íntegro!
La honestidad y aquellas cosas que podamos adquirir no nos hacen íntegros. En ocasiones, trepamos por escaleras que conducen al éxito, para luego, llegados a la cumbre, descubrir que estuvimos apoyados en paredes falsas. La única fórmula de la integridad que sirve en el reino de Dios es la aceptación incondicional del señorío de Jesucristo en nuestro corazón. Dios es el único que puede hacer una persona nueva y darle sentido a nuestra existencia. El único que puede desde el interior hacernos personas confiables e íntegras.
Mi invitación es a que seamos auténticos e íntegros en todas las áreas de nuestras vidas para que nuestra heredad sea para siempre. ¡Busquemos la integridad que solo Dios puede dar! Un abrazo fuerte en Cristo.