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Crónica - 22 julio, 2019

La cartilla del general Mestre

Con ocasión de los hechos recientes que han puesto la lupa sobre el Ejército Nacional - que estuvo a punto de revivir el fantasma de los falsos positivos - EL PILÓN reproduce este artículo de Juan José Hoyos, publicado hace 9 años en el periódico El Colombiano de Medellín sobre uno de los grandes vallenatos de la historia militar latinoamericana, el general Vicente Sebastián Mestre.

Foto: Cortesía.
Foto: Cortesía.

E l libro llegó a mis manos por un dictado del azar. Estaba en el desván de una casa, en una biblioteca que parecía un cementerio de libros abandonados. Había pertenecido a un sacerdote que tenía por oficio censurar libros ajenos y había muerto.

Sus hermanas los pusieron en venta. Era pequeño, de pasta roja. Creo que en principio me gustó por su tipografía exquisita y por su epígrafe, que decía: “El ejército resume por muchos conceptos la civilización de un pueblo”. Su título me cautivó: “Deontología militar para uso de las tropas hispanoamericanas. “ El autor firmaba: “General Don Vicente S. Mestre. Ciudadano colombiano”. Fue editado en Barcelona, en 1911, por encargo del gobierno de Venezuela, para distribuirlo entre los soldados de su ejército.

Lo abrí con cuidado y empecé a leerlo en el mismo desván. Me detuve en la página 12. El autor decía que un ejército se compone de dos elementos visibles que son el personal y el material, y de uno invisible que es el elemento moral. Sobre éste aseguraba que “con frecuencia es superior en importancia a todos los demás. Pasados ciertos límites, la fuerza real de un ejército no crece en razón del número de los soldados y de los medios materiales, sino en razón del espíritu que le anima”.

Devoré las páginas del libro de principio a fin. Copié algunos párrafos que me impresionaron por sus palabras sabias y rotundas: “En sus relaciones con la población, el soldado está obligado a observar la misma conducta que en la guarnición de su país. Debe abstenerse, como de un crimen, de todo atentado contra la vida de los individuos y de toda violencia contra sus personas. Es para él una obligación absoluta el respetar el honor y los derechos de la familia. El asesinato, las amenazas condicionales, las heridas, las violencias, los atentados contra las costumbres, los arrestos o encierros arbitrarios, la sustracción de menores, el rapto; son crímenes, en tiempo de guerra como en tiempo de paz, en país enemigo como en territorio nacional”.

En la página 165 subrayé estas palabras: “Al respeto debido a las personas se agrega el respeto a la propiedad privada. Ni en territorio enemigo ni en el nacional deberá el soldado cometer acto alguno de destrucción inútil. Las depredaciones y el merodeo no son tolerables en estos tiempos. El robo y todos los hechos criminosos contra la propiedad se deben castigar como en tiempos de paz. Poco importa que la propiedad privada no esté protegida por la presencia del dueño. No se entiende abandonada una casa porque sus habitantes hayan huido del enemigo, y los objetos que ella encierra tampoco están a merced de los ocupantes”.

A la pregunta ¿qué es humanidad?, el autor respondía: “Es el buen trato que se debe a los prisioneros, a los heridos enemigos y a los pueblos que sufren los estragos de la guerra”. Luego decía: “Los enemigos no son fieras salvajes que el cazador ha de matar siempre que se le pongan a tiro. La vida humana no puede estar amenazada sino en caso de necesidad, y no para satisfacer pasiones o por el placer de derramar sangre. Lo que excita la indignación pública no es tanto la sangre derramada; no son tanto los estragos inseparables del combate como las manifestaciones de los instintos depravados, de la cobarde villanía que hay en rematar a un herido, en degollar a un prisionero, en robar a un cadáver”.

¡Cómo cambian las cosas con el paso de los años! pienso, repasando la cartilla del general Mestre. Un siglo después, en Colombia, soldados de su Ejército son acusados por la justicia de haber cometido crímenes fuera de combate contra la población civil para cobrar recompensas del Gobierno. En Venezuela, su presidente gasta miles de millones de dólares en aviones, tanques y barcos para armarse y disuadir a los que él llama sus “enemigos”. Y pensar que en 1911, un noble general colombiano nacido en Valledupar escribía estas páginas para los soldados de Venezuela.

En cambio hoy, un oscuro publicista de ese país, experto en propaganda negra, es traído a Colombia por una de las campañas presidenciales para avivar las llamas de la guerra sucia, sembrar más odio y enlodar nuestra campaña electoral. Así parezca una obra anacrónica de un militar que defendía los más altos valores de la humanidad en medio de los estragos de la guerra, pienso que sus principios y su espíritu siguen vigentes. Esta olvidada cartilla de ética guarda en sus páginas verdades muy grandes que jamás podrán encontrarse en un sucio manual de propaganda negra.

Crónica
22 julio, 2019

La cartilla del general Mestre

Con ocasión de los hechos recientes que han puesto la lupa sobre el Ejército Nacional - que estuvo a punto de revivir el fantasma de los falsos positivos - EL PILÓN reproduce este artículo de Juan José Hoyos, publicado hace 9 años en el periódico El Colombiano de Medellín sobre uno de los grandes vallenatos de la historia militar latinoamericana, el general Vicente Sebastián Mestre.


Foto: Cortesía.
Foto: Cortesía.

E l libro llegó a mis manos por un dictado del azar. Estaba en el desván de una casa, en una biblioteca que parecía un cementerio de libros abandonados. Había pertenecido a un sacerdote que tenía por oficio censurar libros ajenos y había muerto.

Sus hermanas los pusieron en venta. Era pequeño, de pasta roja. Creo que en principio me gustó por su tipografía exquisita y por su epígrafe, que decía: “El ejército resume por muchos conceptos la civilización de un pueblo”. Su título me cautivó: “Deontología militar para uso de las tropas hispanoamericanas. “ El autor firmaba: “General Don Vicente S. Mestre. Ciudadano colombiano”. Fue editado en Barcelona, en 1911, por encargo del gobierno de Venezuela, para distribuirlo entre los soldados de su ejército.

Lo abrí con cuidado y empecé a leerlo en el mismo desván. Me detuve en la página 12. El autor decía que un ejército se compone de dos elementos visibles que son el personal y el material, y de uno invisible que es el elemento moral. Sobre éste aseguraba que “con frecuencia es superior en importancia a todos los demás. Pasados ciertos límites, la fuerza real de un ejército no crece en razón del número de los soldados y de los medios materiales, sino en razón del espíritu que le anima”.

Devoré las páginas del libro de principio a fin. Copié algunos párrafos que me impresionaron por sus palabras sabias y rotundas: “En sus relaciones con la población, el soldado está obligado a observar la misma conducta que en la guarnición de su país. Debe abstenerse, como de un crimen, de todo atentado contra la vida de los individuos y de toda violencia contra sus personas. Es para él una obligación absoluta el respetar el honor y los derechos de la familia. El asesinato, las amenazas condicionales, las heridas, las violencias, los atentados contra las costumbres, los arrestos o encierros arbitrarios, la sustracción de menores, el rapto; son crímenes, en tiempo de guerra como en tiempo de paz, en país enemigo como en territorio nacional”.

En la página 165 subrayé estas palabras: “Al respeto debido a las personas se agrega el respeto a la propiedad privada. Ni en territorio enemigo ni en el nacional deberá el soldado cometer acto alguno de destrucción inútil. Las depredaciones y el merodeo no son tolerables en estos tiempos. El robo y todos los hechos criminosos contra la propiedad se deben castigar como en tiempos de paz. Poco importa que la propiedad privada no esté protegida por la presencia del dueño. No se entiende abandonada una casa porque sus habitantes hayan huido del enemigo, y los objetos que ella encierra tampoco están a merced de los ocupantes”.

A la pregunta ¿qué es humanidad?, el autor respondía: “Es el buen trato que se debe a los prisioneros, a los heridos enemigos y a los pueblos que sufren los estragos de la guerra”. Luego decía: “Los enemigos no son fieras salvajes que el cazador ha de matar siempre que se le pongan a tiro. La vida humana no puede estar amenazada sino en caso de necesidad, y no para satisfacer pasiones o por el placer de derramar sangre. Lo que excita la indignación pública no es tanto la sangre derramada; no son tanto los estragos inseparables del combate como las manifestaciones de los instintos depravados, de la cobarde villanía que hay en rematar a un herido, en degollar a un prisionero, en robar a un cadáver”.

¡Cómo cambian las cosas con el paso de los años! pienso, repasando la cartilla del general Mestre. Un siglo después, en Colombia, soldados de su Ejército son acusados por la justicia de haber cometido crímenes fuera de combate contra la población civil para cobrar recompensas del Gobierno. En Venezuela, su presidente gasta miles de millones de dólares en aviones, tanques y barcos para armarse y disuadir a los que él llama sus “enemigos”. Y pensar que en 1911, un noble general colombiano nacido en Valledupar escribía estas páginas para los soldados de Venezuela.

En cambio hoy, un oscuro publicista de ese país, experto en propaganda negra, es traído a Colombia por una de las campañas presidenciales para avivar las llamas de la guerra sucia, sembrar más odio y enlodar nuestra campaña electoral. Así parezca una obra anacrónica de un militar que defendía los más altos valores de la humanidad en medio de los estragos de la guerra, pienso que sus principios y su espíritu siguen vigentes. Esta olvidada cartilla de ética guarda en sus páginas verdades muy grandes que jamás podrán encontrarse en un sucio manual de propaganda negra.