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Columnista - 9 julio, 2020

Huelga en el hospital

El sábado 4 de julio recién pasado, los trabajadores del hospital Rosario Pumarejo de López de Valledupar se declararon en huelga porque les adeudan 11 meses de salarios. Protesta más que justa, pues yo trabajé en esa institución durante muchos años y sé que la gran mayoría de sus trabajadores viven de ese sueldo, incluso […]

El sábado 4 de julio recién pasado, los trabajadores del hospital Rosario Pumarejo de López de Valledupar se declararon en huelga porque les adeudan 11 meses de salarios. Protesta más que justa, pues yo trabajé en esa institución durante muchos años y sé que la gran mayoría de sus trabajadores viven de ese sueldo, incluso algunos médicos especialistas.

Tan prolongada mora salarial, en medio de la cuarentena por la pandemia de covid-19, indica el menosprecio hacia los profesionales de la salud y demás trabajadores del sector sanitario.  Es importante recordar que la Ley Estatutaria de la Salud de 2015, poco o nada ha cambiado la nefasta Ley 100 de 1993, tampoco ha servido la Ley de Punto Final incluida en el Plan Nacional de Desarrollo, ‘Pacto por Colombia, Pacto por la equidad’, del presidente Iván Duque, con lo cual generó el optimismo de que a los trabajadores del sistema de salud se les pagaría puntualmente sus salarios, y que a la vez ayudaría a erradicar la corrupción perturbadora del aludido sistema. 

En nuestro país es bien sabido que el dinero destinado a la atención de los usuarios de los servicios de salud a menudo es usurpado por los actores dominantes del sistema de salud con la complicidad de las debidas autoridades. Tal realidad la comprobé al final del siglo pasado o en el inicio del presente, cuando era presidente de la junta directiva de la Clínica Valledupar, en aquel tiempo, Cajanal-EPS nos concedió un contrato para atender a sus afiliados en el departamento del Cesar, aparentemente era un convenio beneficioso, pero resultó perjudicial porque la facturación mensual por la prestación del servicio médico no la cancelaban a pesar de los padrinos influyentes y las reclamaciones en las entidades de vigilancia y control correspondientes, al punto que la deuda ascendió a una suma demasiado grande, por lo cual viajé a Bogotá a gestionar su pago.

El entonces director nacional de la extinta Cajanal, persona con fenotipo de etnia indígena de la cordillera de los Andes, cuyo nombre no recuerdo, amablemente me engañó afirmándome que haría todo lo posible por cancelar la deuda; sin embargo, no me estipuló fecha de pago. Varios días después me llamó alguien de Bogotá y me ofreció su intermediación ante Cajanal para el logro del pago total de la deuda con comisión del 10 %, le respondí que era demasiado alta. “Es negociable”, me ripostó el intermediario.

Lo cierto es que la clínica atravesaba una crisis financiera insostenible por la dilación de Cajanal y la continua extorsión de los comandantes regionales del ELN. Los proveedores confiables por falta de pago nos suspendieron el suministro de medicamentos y otros elementos necesarios para la prestación de un buen servicio médico. Los otros miembros de la Junta Directiva me permitieron negociar la rebaja del porcentaje de la coima, que por el monto de la deuda fue una cantidad apreciable de dinero, exigida en efectivo.

Le manifesté al furtivo mediador que la clínica no disponía tal cuantía, me dijo que me adelantaría un poco más y cuando lo recibiera él vendría a buscarla al aeropuerto de Valledupar. Le llevé el dinero en una bolsa, el personaje era un títere con la típica apariencia de vivaracho, al entregarle el dinero le sugerí lo verificara, “No es necesario, confío en usted”. Por último, con ironía le dije que le diera mis agradecimientos a su jefe el director general de Cajanal por su enorme colaboración, con cara de sorpresa me preguntó, “¿Cuál director?” y, seguidamente con suma amabilidad me explica que era el líder de la Unidad de Trabajo Legislativo –UTL– del senador copartidario del susodicho director. En fin, un concierto para delinquir, muy peligroso para denunciarlo a su debido tiempo.        

Columnista
9 julio, 2020

Huelga en el hospital

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
José Romero Churio

El sábado 4 de julio recién pasado, los trabajadores del hospital Rosario Pumarejo de López de Valledupar se declararon en huelga porque les adeudan 11 meses de salarios. Protesta más que justa, pues yo trabajé en esa institución durante muchos años y sé que la gran mayoría de sus trabajadores viven de ese sueldo, incluso […]


El sábado 4 de julio recién pasado, los trabajadores del hospital Rosario Pumarejo de López de Valledupar se declararon en huelga porque les adeudan 11 meses de salarios. Protesta más que justa, pues yo trabajé en esa institución durante muchos años y sé que la gran mayoría de sus trabajadores viven de ese sueldo, incluso algunos médicos especialistas.

Tan prolongada mora salarial, en medio de la cuarentena por la pandemia de covid-19, indica el menosprecio hacia los profesionales de la salud y demás trabajadores del sector sanitario.  Es importante recordar que la Ley Estatutaria de la Salud de 2015, poco o nada ha cambiado la nefasta Ley 100 de 1993, tampoco ha servido la Ley de Punto Final incluida en el Plan Nacional de Desarrollo, ‘Pacto por Colombia, Pacto por la equidad’, del presidente Iván Duque, con lo cual generó el optimismo de que a los trabajadores del sistema de salud se les pagaría puntualmente sus salarios, y que a la vez ayudaría a erradicar la corrupción perturbadora del aludido sistema. 

En nuestro país es bien sabido que el dinero destinado a la atención de los usuarios de los servicios de salud a menudo es usurpado por los actores dominantes del sistema de salud con la complicidad de las debidas autoridades. Tal realidad la comprobé al final del siglo pasado o en el inicio del presente, cuando era presidente de la junta directiva de la Clínica Valledupar, en aquel tiempo, Cajanal-EPS nos concedió un contrato para atender a sus afiliados en el departamento del Cesar, aparentemente era un convenio beneficioso, pero resultó perjudicial porque la facturación mensual por la prestación del servicio médico no la cancelaban a pesar de los padrinos influyentes y las reclamaciones en las entidades de vigilancia y control correspondientes, al punto que la deuda ascendió a una suma demasiado grande, por lo cual viajé a Bogotá a gestionar su pago.

El entonces director nacional de la extinta Cajanal, persona con fenotipo de etnia indígena de la cordillera de los Andes, cuyo nombre no recuerdo, amablemente me engañó afirmándome que haría todo lo posible por cancelar la deuda; sin embargo, no me estipuló fecha de pago. Varios días después me llamó alguien de Bogotá y me ofreció su intermediación ante Cajanal para el logro del pago total de la deuda con comisión del 10 %, le respondí que era demasiado alta. “Es negociable”, me ripostó el intermediario.

Lo cierto es que la clínica atravesaba una crisis financiera insostenible por la dilación de Cajanal y la continua extorsión de los comandantes regionales del ELN. Los proveedores confiables por falta de pago nos suspendieron el suministro de medicamentos y otros elementos necesarios para la prestación de un buen servicio médico. Los otros miembros de la Junta Directiva me permitieron negociar la rebaja del porcentaje de la coima, que por el monto de la deuda fue una cantidad apreciable de dinero, exigida en efectivo.

Le manifesté al furtivo mediador que la clínica no disponía tal cuantía, me dijo que me adelantaría un poco más y cuando lo recibiera él vendría a buscarla al aeropuerto de Valledupar. Le llevé el dinero en una bolsa, el personaje era un títere con la típica apariencia de vivaracho, al entregarle el dinero le sugerí lo verificara, “No es necesario, confío en usted”. Por último, con ironía le dije que le diera mis agradecimientos a su jefe el director general de Cajanal por su enorme colaboración, con cara de sorpresa me preguntó, “¿Cuál director?” y, seguidamente con suma amabilidad me explica que era el líder de la Unidad de Trabajo Legislativo –UTL– del senador copartidario del susodicho director. En fin, un concierto para delinquir, muy peligroso para denunciarlo a su debido tiempo.