Publicidad
Categorías
Categorías
Columnista - 31 enero, 2017

“Honrar a padre y madre”

El cuarto mandamiento establece el sagrado deber de honrar a padre y madre. A simple vista podría parecer innecesario explicitar este mandato, ya que debería ser natural respetar, proteger y honrar a quienes nos dieron la vida. Sin embargo, quiso Dios insistir en ello. En efecto, la promesa adjunta nos habla de la importancia capital […]

El cuarto mandamiento establece el sagrado deber de honrar a padre y madre. A simple vista podría parecer innecesario explicitar este mandato, ya que debería ser natural respetar, proteger y honrar a quienes nos dieron la vida. Sin embargo, quiso Dios insistir en ello. En efecto, la promesa adjunta nos habla de la importancia capital que, después del amor y honra a Dios, tiene el amor a los padres: “Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar”.

Nuestros padres son los instrumentos a través de los cuales Dios nos dio la vida, son ellos quienes velaron por nosotros, nos cuidaron y protegieron. Ellos nos educaron y nos proveyeron de amor, nos enseñaron a distinguir el bien del mal, corrigieron nuestros errores y se esforzaron por enseñarnos el arte de vivir bien. Ellos merecen nuestra admiración y devoción.

Ya me parece escuchar los reparos de algunos lectores, argumentando que no todos los padres han hecho lo antes mencionado y que muchos, al contrario, han sido irresponsables, violentos, infieles, duros y demás. Es cierto. Muchos padres y madres han vivido su paternidad y maternidad de una manera equivocada. ¿Nos eximen sus errores de nuestra responsabilidad de honrarlos? No. Absolutamente no. Por el contrario, despreciar, odiar, abandonar a quienes han sido malos padres significa caer exactamente en lo que de ellos criticamos.

Es humano sentir resentimiento e incluso odio hacia quien nos ha causado daño y existen casos más dramáticos que otros, pero tengamos en cuenta que hay un lazo de filiación mucho más poderoso que nos une a un Padre en el que no cabe la maldad y de quien estamos llamados a ser reflejo: somos hijos de nuestros padres, pero también somos hijos de Dios, el Dios que “hace salir su sol sobre malos y buenos y llover sobre justos e injustos”, el Dios que nunca nos ha juzgado, que ha perdonado y perdona nuestras faltas, quien nos provee una y otra vez de nuevas oportunidades, quien cree en nosotros y nos ha confiado las riendas del mundo… Si con tanta bondad hemos sido tratados por nuestro Padre del cielo, ¿cómo deberíamos entonces tratar a nuestros padres de la tierra, aunque ellos no siempre hayan sido buenos?

Este mandamiento debe ser entendido, además, como el deber que tienen los hijos de velar por sus padres de manera integral, brindándoles afecto, cuidado, protección y ayuda económica cuando la requieran. Honremos y valoremos a nuestros padres, pidamos y tengamos en cuenta su consejo, transparentemos con nuestros actos la bondad y el amor de quien es el Padre por excelencia y esforcémonos por ser nosotros también buenos padres.

Columnista
31 enero, 2017

“Honrar a padre y madre”

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Marlon Javier Domínguez

El cuarto mandamiento establece el sagrado deber de honrar a padre y madre. A simple vista podría parecer innecesario explicitar este mandato, ya que debería ser natural respetar, proteger y honrar a quienes nos dieron la vida. Sin embargo, quiso Dios insistir en ello. En efecto, la promesa adjunta nos habla de la importancia capital […]


El cuarto mandamiento establece el sagrado deber de honrar a padre y madre. A simple vista podría parecer innecesario explicitar este mandato, ya que debería ser natural respetar, proteger y honrar a quienes nos dieron la vida. Sin embargo, quiso Dios insistir en ello. En efecto, la promesa adjunta nos habla de la importancia capital que, después del amor y honra a Dios, tiene el amor a los padres: “Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar”.

Nuestros padres son los instrumentos a través de los cuales Dios nos dio la vida, son ellos quienes velaron por nosotros, nos cuidaron y protegieron. Ellos nos educaron y nos proveyeron de amor, nos enseñaron a distinguir el bien del mal, corrigieron nuestros errores y se esforzaron por enseñarnos el arte de vivir bien. Ellos merecen nuestra admiración y devoción.

Ya me parece escuchar los reparos de algunos lectores, argumentando que no todos los padres han hecho lo antes mencionado y que muchos, al contrario, han sido irresponsables, violentos, infieles, duros y demás. Es cierto. Muchos padres y madres han vivido su paternidad y maternidad de una manera equivocada. ¿Nos eximen sus errores de nuestra responsabilidad de honrarlos? No. Absolutamente no. Por el contrario, despreciar, odiar, abandonar a quienes han sido malos padres significa caer exactamente en lo que de ellos criticamos.

Es humano sentir resentimiento e incluso odio hacia quien nos ha causado daño y existen casos más dramáticos que otros, pero tengamos en cuenta que hay un lazo de filiación mucho más poderoso que nos une a un Padre en el que no cabe la maldad y de quien estamos llamados a ser reflejo: somos hijos de nuestros padres, pero también somos hijos de Dios, el Dios que “hace salir su sol sobre malos y buenos y llover sobre justos e injustos”, el Dios que nunca nos ha juzgado, que ha perdonado y perdona nuestras faltas, quien nos provee una y otra vez de nuevas oportunidades, quien cree en nosotros y nos ha confiado las riendas del mundo… Si con tanta bondad hemos sido tratados por nuestro Padre del cielo, ¿cómo deberíamos entonces tratar a nuestros padres de la tierra, aunque ellos no siempre hayan sido buenos?

Este mandamiento debe ser entendido, además, como el deber que tienen los hijos de velar por sus padres de manera integral, brindándoles afecto, cuidado, protección y ayuda económica cuando la requieran. Honremos y valoremos a nuestros padres, pidamos y tengamos en cuenta su consejo, transparentemos con nuestros actos la bondad y el amor de quien es el Padre por excelencia y esforcémonos por ser nosotros también buenos padres.