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Cultura - 13 noviembre, 2020

Guacoche: con mi incancelable gratitud

Yo no lo sabía, pero había una intención inconsciente de encontrar un lugar más tranquilo, alejado pero cerca de una urbe como Valledupar, para pasar la última etapa de esta existencia, contradiciendo un poco al tío ‘Chiche’. Cuál mejor que concretar la boda de ese romance que se inició en 1960: Guacoche, un pueblo habitado por gente humilde.

Guacoche es un corregimiento ubicado al norte de Valledupar. 

FOTO/CORTESÍA.
Guacoche es un corregimiento ubicado al norte de Valledupar. FOTO/CORTESÍA.

Mi romance con esta hermosa población comienza en el año 1960 cuando a mis escasos 5 años de edad mis padres me llevaron como compañía a una diligencia que ellos seguramente tendrían que hacer por esos lares. La primera cuestión que me formulé fue por qué Guacochito era “más grande” que Guacoche. Hoy analizo que no comprendí que Guacoche tenía varias calles a lado y lado de la vía principal mientras que Guacochito era una sola pero mucho más larga. Ahí estuvo mi primera inocente confusión.

Lee también: Guacoche no olvida su historia, pero escribe un nuevo capítulo con tinta de paz

En los siguientes 50 años, es decir, hasta el 2015, solo supe de esta región porque era la ‘Patria Chica’ de Lorenzo Miguel Morales, de José Vicente ‘Chente’ Munive Rondón, del muy reconocido y apreciado galeno José Manuel Romero Churio, de Hermes Alfonso Munive Márquez ‘El Negro Guacoche’, que asaba mazorcas y silbaba sus composiciones al frente de la ‘Bomba de Gil Strauch’, cerca de la casa de mis abuelos.

En la década de los 80 el amorío se hizo más estrecho cuando venía a Valledupar a pasar las navidades y año nuevo, y conocí a María Teresa Romero Ustaris, oriunda de este pueblo, fiel colaboradora en la atención y crianza de mis sobrinas Margarita Rosa, Lina Marcela y María José, hijas de mi hermana Zulma y el arquitecto Oscar Guerra Bonilla.

También conocí a las hermanas de Mary: Olga, Jacke, y su hija Yara, e Isolina. En ellas vi la nobleza, compromiso, responsabilidad, respeto y amor por las personas para quienes trabajaban y que les correspondían de igual manera, a tal punto que Mary llegó a convertirse en parte fundamental de esta familia, asumiendo los roles de consejera matrimonial, palabrera, psicóloga de familia, profesora, enfermera y vigilante de todas las actividades del hogar con una autoridad permitida por los patrones, a tal punto que era ella quien le otorgaba los permisos a mis sobrinas para salir y era la que recibía las quejas de los padres cuando se portaban mal.

En el 2005, después de 30 años, 23 en Bogotá y 7 en Barranquilla, volví a establecerme en Valledupar. Por cierto, ‘El Chiche Armenta’ (Clementico), mi tío, me recordó que “así hacen los elefantes: regresan al sitio donde nacieron para vivir los últimos años de su vida”.

No dejes de leer: De la tinaja al ‘Festival de Guacoche’: ritmo y tradición

Fueron 10 años “tirando pedal” con mi amigo y compañero Poncho Corzo, recorriendo corregimientos de Valledupar como Los Corazones, La Vega, Patillal, La Mina, Atanques, Badillo, El Alto, Las Raíces; municipios vecinos como La Paz, San Diego y Manaure, en el Cesar; los municipios de Urumita, San Juan, La Jagua del Pilar, tierra que vio nacer a mi querido primo y hermano espiritual Fernando Armenta Crespo, y el corregimiento de El Plan, en el departamento de La Guajira.

En esos recorridos, yo no lo sabía, pero había una intención inconsciente de encontrar un lugar más tranquilo, alejado pero cerca de una urbe como Valledupar, para pasar la última etapa de esta existencia, contradiciendo un poco al tío ‘Chiche’. Cuál mejor que concretar la boda de ese romance que se inició en 1960: Guacoche, un pueblo habitado por gente humilde, en su gran mayoría descendientes afro… buenos, sencillos, familiares, amorosos, con calidades y cualidades humanas excelentes. Fue así como el primero de abril del 2015 cumplí esa transcendental cita, programada, tal vez, antes de nacer.

Te puede interesar: Las tinajas y su historia después del conflicto armado en Guacoche

Fueron todas estas características encontradas en este pueblo y en su gente que me han inspirado. En las caminatas diarias a Guacochito recordé, previo a una conversación con Leovedis Martínez, la historia ocurrida a mis compañeros de apartamento Álvaro Morón Cuello y Álvaro Muñoz Peñaloza, en Bogotá, que concluyó con el artículo que llamé ‘El taxista cachaquito’.

Cuando conocí las instalaciones de la emisora del pueblo ‘Moli Estéreo’, y a su propietario, administrador, locutor, técnico de sonido, editor de comerciales y animador, el señor Guillermo Molina, se me ocurrió hacerle un artículo llamado así: ‘Moli Estéreo’.

La vecindad con la familia de Víctor Toncel (QEPD), la señora Lu, sus hijos, nueras, nietas, yernos, me hicieron remembranzas de la casa de los abuelos Clemente Armenta y Bertilda Mestre, en la segunda mitad de la década del 50 en Valledupar, y las incluí en el artículo ‘Los cuentos del tío Aya’.

Las noches de meditación contemplando el cielo estrellado y reluciente, observando los satélites, los astros, la luna, los aviones en sus vuelos nacionales e internacionales, las luciérnagas y el estruendoso sonido del silencio, me han inspirado para escribir historias como: ‘Encuentro con un joven en Hurtado’, ‘Sucedió en el parque Santander’ y otros, y me han animado a transcribir e idear mensajes diarios divulgados por WhatsApp a familiares, amigos y grupos.

La amistad consolidada con todos sus habitantes, como el abogado, líder comunal y político Algemiro Quiroz Churio; el agrónomo Freddy Fragoso; José Tomás Márquez Fragoso, rector del Colegio José Celestino Mutis; Manuel Alfonso Chinchía o ‘Poncho Cújia’ con su habitual saludo: “Bienvenido a la Provincia”; Jesús Ramiro y Luis Carlos Zuleta Rondón; Arturo Castilla, Armando Castilla Romero, Arnoldo Cabana, Eliana Marcela Romero Churio, cabeza y líder del Grupo de Jóvenes Afro; y mi hermano periodista y defensor de las causas y necesidades del pueblo, Albert Castilla Romero, me motivaron el presente escrito.

Pero como lo sentenció el Maestro Jesús de Nazaret: “La felicidad no es de este mundo”, hay cosas que han estremecido mi alma de dolor como los inesperados viajes a la ‘Patria Espiritual’ por absurdos accidentes de paisanos queridos, jóvenes llenos de vida, que recordamos todos los días en nuestras oraciones, acompañadas de los mejores pensamientos e intenciones.

El otro dolor es menos transcendental y más terrenal, además de ser una opinión personal que atañe a mi condición de arquitecto urbanista, y es el que me causó el hecho de observar impotentemente que a mi pueblo querido le era atravesado el pecho de lado a lado con una lanza negra de concreto asfáltico, quitándole ese sabor, color, aroma y clásica visión de pueblo de antaño, que en mi concepto se pudo obviar haciendo el acabado de la vía principal en un empedrado o con adoquín, evitando así que en un futuro, cuando sea construido el urgente y necesario alcantarillado, tener que destruir la vía, con el consecuente deterioro patrimonial.

No dejes de leer: Guacoche demanda su territorio, 20 años después de la violencia

Y no contentos con este crimen, le hacen un implante de corazón con un parque bonito, moderno, costoso, pero que no encaja, que no puede latir, que parece “mosca en leche”, que no tiene nada que ver con la hermosura de sus calles polvorientas, con sus casas de bahareque y techos de palma o tejitas de cemento, con el diseño original de los chimilas y de los afros, que con su malicia y buen gusto construyeron esta maravilla llamada Guacoche. Se pudo haber construido el parque con un diseño apropiado para el entorno, colonial, primitivo, indígena y afro, pero qué podemos esperar, si no tuvieron compasión con la Plaza Alfonso López de Valledupar y lo han hecho con todos los pueblos y corregimientos de nuestra región. Pero como dice Nicolás Maestre, el querido Nico, en su canto al Loperena: “…Pero hay esperanza pa’ tu solución, que algún día te libres Loperena, y enseñes las cosas como son”.
He dicho.

Por: Jorge Luis Armenta Amaya

Cultura
13 noviembre, 2020

Guacoche: con mi incancelable gratitud

Yo no lo sabía, pero había una intención inconsciente de encontrar un lugar más tranquilo, alejado pero cerca de una urbe como Valledupar, para pasar la última etapa de esta existencia, contradiciendo un poco al tío ‘Chiche’. Cuál mejor que concretar la boda de ese romance que se inició en 1960: Guacoche, un pueblo habitado por gente humilde.


Guacoche es un corregimiento ubicado al norte de Valledupar. 

FOTO/CORTESÍA.
Guacoche es un corregimiento ubicado al norte de Valledupar. FOTO/CORTESÍA.

Mi romance con esta hermosa población comienza en el año 1960 cuando a mis escasos 5 años de edad mis padres me llevaron como compañía a una diligencia que ellos seguramente tendrían que hacer por esos lares. La primera cuestión que me formulé fue por qué Guacochito era “más grande” que Guacoche. Hoy analizo que no comprendí que Guacoche tenía varias calles a lado y lado de la vía principal mientras que Guacochito era una sola pero mucho más larga. Ahí estuvo mi primera inocente confusión.

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En los siguientes 50 años, es decir, hasta el 2015, solo supe de esta región porque era la ‘Patria Chica’ de Lorenzo Miguel Morales, de José Vicente ‘Chente’ Munive Rondón, del muy reconocido y apreciado galeno José Manuel Romero Churio, de Hermes Alfonso Munive Márquez ‘El Negro Guacoche’, que asaba mazorcas y silbaba sus composiciones al frente de la ‘Bomba de Gil Strauch’, cerca de la casa de mis abuelos.

En la década de los 80 el amorío se hizo más estrecho cuando venía a Valledupar a pasar las navidades y año nuevo, y conocí a María Teresa Romero Ustaris, oriunda de este pueblo, fiel colaboradora en la atención y crianza de mis sobrinas Margarita Rosa, Lina Marcela y María José, hijas de mi hermana Zulma y el arquitecto Oscar Guerra Bonilla.

También conocí a las hermanas de Mary: Olga, Jacke, y su hija Yara, e Isolina. En ellas vi la nobleza, compromiso, responsabilidad, respeto y amor por las personas para quienes trabajaban y que les correspondían de igual manera, a tal punto que Mary llegó a convertirse en parte fundamental de esta familia, asumiendo los roles de consejera matrimonial, palabrera, psicóloga de familia, profesora, enfermera y vigilante de todas las actividades del hogar con una autoridad permitida por los patrones, a tal punto que era ella quien le otorgaba los permisos a mis sobrinas para salir y era la que recibía las quejas de los padres cuando se portaban mal.

En el 2005, después de 30 años, 23 en Bogotá y 7 en Barranquilla, volví a establecerme en Valledupar. Por cierto, ‘El Chiche Armenta’ (Clementico), mi tío, me recordó que “así hacen los elefantes: regresan al sitio donde nacieron para vivir los últimos años de su vida”.

No dejes de leer: De la tinaja al ‘Festival de Guacoche’: ritmo y tradición

Fueron 10 años “tirando pedal” con mi amigo y compañero Poncho Corzo, recorriendo corregimientos de Valledupar como Los Corazones, La Vega, Patillal, La Mina, Atanques, Badillo, El Alto, Las Raíces; municipios vecinos como La Paz, San Diego y Manaure, en el Cesar; los municipios de Urumita, San Juan, La Jagua del Pilar, tierra que vio nacer a mi querido primo y hermano espiritual Fernando Armenta Crespo, y el corregimiento de El Plan, en el departamento de La Guajira.

En esos recorridos, yo no lo sabía, pero había una intención inconsciente de encontrar un lugar más tranquilo, alejado pero cerca de una urbe como Valledupar, para pasar la última etapa de esta existencia, contradiciendo un poco al tío ‘Chiche’. Cuál mejor que concretar la boda de ese romance que se inició en 1960: Guacoche, un pueblo habitado por gente humilde, en su gran mayoría descendientes afro… buenos, sencillos, familiares, amorosos, con calidades y cualidades humanas excelentes. Fue así como el primero de abril del 2015 cumplí esa transcendental cita, programada, tal vez, antes de nacer.

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Fueron todas estas características encontradas en este pueblo y en su gente que me han inspirado. En las caminatas diarias a Guacochito recordé, previo a una conversación con Leovedis Martínez, la historia ocurrida a mis compañeros de apartamento Álvaro Morón Cuello y Álvaro Muñoz Peñaloza, en Bogotá, que concluyó con el artículo que llamé ‘El taxista cachaquito’.

Cuando conocí las instalaciones de la emisora del pueblo ‘Moli Estéreo’, y a su propietario, administrador, locutor, técnico de sonido, editor de comerciales y animador, el señor Guillermo Molina, se me ocurrió hacerle un artículo llamado así: ‘Moli Estéreo’.

La vecindad con la familia de Víctor Toncel (QEPD), la señora Lu, sus hijos, nueras, nietas, yernos, me hicieron remembranzas de la casa de los abuelos Clemente Armenta y Bertilda Mestre, en la segunda mitad de la década del 50 en Valledupar, y las incluí en el artículo ‘Los cuentos del tío Aya’.

Las noches de meditación contemplando el cielo estrellado y reluciente, observando los satélites, los astros, la luna, los aviones en sus vuelos nacionales e internacionales, las luciérnagas y el estruendoso sonido del silencio, me han inspirado para escribir historias como: ‘Encuentro con un joven en Hurtado’, ‘Sucedió en el parque Santander’ y otros, y me han animado a transcribir e idear mensajes diarios divulgados por WhatsApp a familiares, amigos y grupos.

La amistad consolidada con todos sus habitantes, como el abogado, líder comunal y político Algemiro Quiroz Churio; el agrónomo Freddy Fragoso; José Tomás Márquez Fragoso, rector del Colegio José Celestino Mutis; Manuel Alfonso Chinchía o ‘Poncho Cújia’ con su habitual saludo: “Bienvenido a la Provincia”; Jesús Ramiro y Luis Carlos Zuleta Rondón; Arturo Castilla, Armando Castilla Romero, Arnoldo Cabana, Eliana Marcela Romero Churio, cabeza y líder del Grupo de Jóvenes Afro; y mi hermano periodista y defensor de las causas y necesidades del pueblo, Albert Castilla Romero, me motivaron el presente escrito.

Pero como lo sentenció el Maestro Jesús de Nazaret: “La felicidad no es de este mundo”, hay cosas que han estremecido mi alma de dolor como los inesperados viajes a la ‘Patria Espiritual’ por absurdos accidentes de paisanos queridos, jóvenes llenos de vida, que recordamos todos los días en nuestras oraciones, acompañadas de los mejores pensamientos e intenciones.

El otro dolor es menos transcendental y más terrenal, además de ser una opinión personal que atañe a mi condición de arquitecto urbanista, y es el que me causó el hecho de observar impotentemente que a mi pueblo querido le era atravesado el pecho de lado a lado con una lanza negra de concreto asfáltico, quitándole ese sabor, color, aroma y clásica visión de pueblo de antaño, que en mi concepto se pudo obviar haciendo el acabado de la vía principal en un empedrado o con adoquín, evitando así que en un futuro, cuando sea construido el urgente y necesario alcantarillado, tener que destruir la vía, con el consecuente deterioro patrimonial.

No dejes de leer: Guacoche demanda su territorio, 20 años después de la violencia

Y no contentos con este crimen, le hacen un implante de corazón con un parque bonito, moderno, costoso, pero que no encaja, que no puede latir, que parece “mosca en leche”, que no tiene nada que ver con la hermosura de sus calles polvorientas, con sus casas de bahareque y techos de palma o tejitas de cemento, con el diseño original de los chimilas y de los afros, que con su malicia y buen gusto construyeron esta maravilla llamada Guacoche. Se pudo haber construido el parque con un diseño apropiado para el entorno, colonial, primitivo, indígena y afro, pero qué podemos esperar, si no tuvieron compasión con la Plaza Alfonso López de Valledupar y lo han hecho con todos los pueblos y corregimientos de nuestra región. Pero como dice Nicolás Maestre, el querido Nico, en su canto al Loperena: “…Pero hay esperanza pa’ tu solución, que algún día te libres Loperena, y enseñes las cosas como son”.
He dicho.

Por: Jorge Luis Armenta Amaya