Cuando estudié Derecho en la UPC, sede Sabanas, confirmé que la lectura era un escape fulminante hacia la emancipación de los sentidos, hacia una ilusión interminable. Los libros de mi carrera me condujeron a descubrir los alcances y las restricciones de la expresión humana, pero con el cuento y la novela viajé hacia el caudillaje […]
Cuando estudié Derecho en la UPC, sede Sabanas, confirmé que la lectura era un escape fulminante hacia la emancipación de los sentidos, hacia una ilusión interminable. Los libros de mi carrera me condujeron a descubrir los alcances y las restricciones de la expresión humana, pero con el cuento y la novela viajé hacia el caudillaje de la hostilidad, el desborde del sexo y los azaramientos de la erudición: saboreé más la vida, esa que llaman la vida profunda. Siempre que sentía que los profesores me mentían o me atontaban con sus razonamientos, salía corriendo del campus como un desquiciado a buscar una luz de discernimiento en la Biblioteca Departamental Rafael Carillo Lúquez. Allí llegaba a buscar respuestas en Cortázar y en Camus, ellos eran auténticos maestros que sabían de todo, no solo de leyes.
Me rehusaba a ingresar a la biblioteca de la UPC porque la juzgaba hueca, insípida y estrepitosa: era un hermoso monumento que carecía de muchos libros y que no conocía el silencio verdadero. Por el contrario, la Rafael Carrillo Lúquez me resultaba, como señalaría Borges, un universo, un paraíso. Apenas penetraba sus entrañas, me tropezaba con una sala de exposiciones, recuerdo haber conocido la obra de Walter Arland y Efraín ‘El Mono’ Quintero en esa zona alucinante que no parecía propia de Valledupar.
En los pasillos de la Departamental vi la venganza de Emma Zunz, escuché los gemidos de La Maga y respiré el viento arrasador de Comala. Viví la serenidad del contexto y el descontrol de la imaginación, la locura. Obvio, mi sala favorita era la de literatura, que tenía unos siete anaqueles con libros de todas las latitudes del mundo y una particular vista hacia el norte de la ciudad, pero también frecuentaba otros espacios como Cita con la Música, el cine club y los talleres literarios de Luis Alberto Murgas y Luis Barros Pavajeau. La biblioteca me proveía la claridad que la universidad me quitaba, era un ambiente limpio, un ambiente para huir del tedio y de la confusión.
Al concluir la carrera, mis visitas a la Departamental se redujeron. El trabajo me abrumó, así que me transformé en un lector pragmático: comencé a leer más a través de medios virtuales, aprovechando cualquier tiempo y espacio libre que me quedaba. En mis arribos ocasionales al paraíso fui notando su transformación, su incendio. Poco a poco fue perdiendo su tranquilidad y su encanto natural, un olor a basura lo invadió. El Estado (que a veces es el diablo) se estacionó en su esencia y espantó a su magia: a Sancho y a Remedios, la bella, dándose un beso largo en las escaleras.
La sala de exposiciones se convirtió en un Punto de Vive Digital, Valledupar ahora no tiene un espacio decente para que los artistas muestren sus obras. En el segundo piso funciona la Oficina Asesora de Cultura, la Secretaria de Recreación y Deporte y la Secretaria de Ambiente Departamental. Aunque dicen que devolvieron la oficina, en el tercer piso todavía existen demarcaciones del Centro de Memoria del Conflicto. La sala de literatura está llena de computadores, siendo que cada actividad debe tener su área especial, más cuando el paraíso cuenta con las tierras suficientes.
La Biblioteca Departamental Rafael Carillo Lúquez ha perdido su ambiente original, su ambiente diáfano y tranquilo. Ahora se ha convertido en un refugio de la dejadez del Estado. Ya no siento en sus pasillos a Gregorio Samsa sonriendo ni a Don Quijote persiguiendo a Simona, que siempre estaba desnuda. La burocracia usurpa los lugares de la imaginación, asusta con su insolencia. Supe que la actual directora está interesada en recuperar las áreas perdidas, ojalá tenga éxito en esa campaña, no quiero que se termine de quemar el paraíso.
Por Carlos César Silva.
@ccsilva86
Cuando estudié Derecho en la UPC, sede Sabanas, confirmé que la lectura era un escape fulminante hacia la emancipación de los sentidos, hacia una ilusión interminable. Los libros de mi carrera me condujeron a descubrir los alcances y las restricciones de la expresión humana, pero con el cuento y la novela viajé hacia el caudillaje […]
Cuando estudié Derecho en la UPC, sede Sabanas, confirmé que la lectura era un escape fulminante hacia la emancipación de los sentidos, hacia una ilusión interminable. Los libros de mi carrera me condujeron a descubrir los alcances y las restricciones de la expresión humana, pero con el cuento y la novela viajé hacia el caudillaje de la hostilidad, el desborde del sexo y los azaramientos de la erudición: saboreé más la vida, esa que llaman la vida profunda. Siempre que sentía que los profesores me mentían o me atontaban con sus razonamientos, salía corriendo del campus como un desquiciado a buscar una luz de discernimiento en la Biblioteca Departamental Rafael Carillo Lúquez. Allí llegaba a buscar respuestas en Cortázar y en Camus, ellos eran auténticos maestros que sabían de todo, no solo de leyes.
Me rehusaba a ingresar a la biblioteca de la UPC porque la juzgaba hueca, insípida y estrepitosa: era un hermoso monumento que carecía de muchos libros y que no conocía el silencio verdadero. Por el contrario, la Rafael Carrillo Lúquez me resultaba, como señalaría Borges, un universo, un paraíso. Apenas penetraba sus entrañas, me tropezaba con una sala de exposiciones, recuerdo haber conocido la obra de Walter Arland y Efraín ‘El Mono’ Quintero en esa zona alucinante que no parecía propia de Valledupar.
En los pasillos de la Departamental vi la venganza de Emma Zunz, escuché los gemidos de La Maga y respiré el viento arrasador de Comala. Viví la serenidad del contexto y el descontrol de la imaginación, la locura. Obvio, mi sala favorita era la de literatura, que tenía unos siete anaqueles con libros de todas las latitudes del mundo y una particular vista hacia el norte de la ciudad, pero también frecuentaba otros espacios como Cita con la Música, el cine club y los talleres literarios de Luis Alberto Murgas y Luis Barros Pavajeau. La biblioteca me proveía la claridad que la universidad me quitaba, era un ambiente limpio, un ambiente para huir del tedio y de la confusión.
Al concluir la carrera, mis visitas a la Departamental se redujeron. El trabajo me abrumó, así que me transformé en un lector pragmático: comencé a leer más a través de medios virtuales, aprovechando cualquier tiempo y espacio libre que me quedaba. En mis arribos ocasionales al paraíso fui notando su transformación, su incendio. Poco a poco fue perdiendo su tranquilidad y su encanto natural, un olor a basura lo invadió. El Estado (que a veces es el diablo) se estacionó en su esencia y espantó a su magia: a Sancho y a Remedios, la bella, dándose un beso largo en las escaleras.
La sala de exposiciones se convirtió en un Punto de Vive Digital, Valledupar ahora no tiene un espacio decente para que los artistas muestren sus obras. En el segundo piso funciona la Oficina Asesora de Cultura, la Secretaria de Recreación y Deporte y la Secretaria de Ambiente Departamental. Aunque dicen que devolvieron la oficina, en el tercer piso todavía existen demarcaciones del Centro de Memoria del Conflicto. La sala de literatura está llena de computadores, siendo que cada actividad debe tener su área especial, más cuando el paraíso cuenta con las tierras suficientes.
La Biblioteca Departamental Rafael Carillo Lúquez ha perdido su ambiente original, su ambiente diáfano y tranquilo. Ahora se ha convertido en un refugio de la dejadez del Estado. Ya no siento en sus pasillos a Gregorio Samsa sonriendo ni a Don Quijote persiguiendo a Simona, que siempre estaba desnuda. La burocracia usurpa los lugares de la imaginación, asusta con su insolencia. Supe que la actual directora está interesada en recuperar las áreas perdidas, ojalá tenga éxito en esa campaña, no quiero que se termine de quemar el paraíso.
Por Carlos César Silva.
@ccsilva86