“Siempre había querido contar mi historia, pero no se presentaba la oportunidad” dijo Hugo Mejía, quien hace 34 años se dedica al oficio de zapatero.
La brisa de Valledupar, abraza a todo aquel que se deja envolver por la naturaleza, hay rincones que guardan historias fascinantes, árboles, y pájaros que desde el amanecer cantan en toda la región.
Hugo Alfonso Mejía Díaz, no es la excepción;un hombre de 63 años que ha trabajado como zapatero en la carrera octava desde hace 34 años,oriundo de Plato, Magdalena. En su adolescencia se dejó llevar por los caminos de la música donde permaneció por 14 años; “es un arte hermoso, pero en esa trayectoria musical aprendí de droga y vicios”.
Cumplidos sus 26 años, conoció una joven que en la actualidad es su esposa, “me la llevé a vivir cuando tenía 15 años; pero seguí en la música y tocaba en un Bar que se llamaba American Bar en Plato, mi vida era mediocre porque vivía metido en la droga”, recuerda.
“En un día desolado, sin encontrarle sentido alguno, decidí darle un rumbo distinto”, caminando por las calles del pueblo me topé con un circo, donde de inmediato pedí trabajo”. Dijo Mejía, quien con las manos llenas de pintura y pegante cuenta como le tocó hacer para salir de las profundidades en las que estaba sumido.
La historia
Trabajó en un circo en Plato Magdalena, haciendo malabares para subsistir; desde utilero, hasta barrendero. Pasada la temporada en su pueblo, le ofrecieron irse a Valledupar donde sería la próxima función. Para sorpresa suya, al llegar a tierras vallenatas se dio cuenta que el propietario del circo era Gay, quien no perdió oportunidad alguna para sacarlo de su negocio, por tener esposa.
En un panorama, no muy bueno, con 70 pesos que en esa época “era dinero”, decidió buscar empleo, pero los días pasaban y pasaban, el dinero se fue acabando. A su esposa le tocó volver al pueblo porque no tenían como sobrevivir.
En la casa de los maromeros que habían arrendado permaneció, por un tiempo, “le debo mucho a Wilson Rivero propietario de la casa, yo salía temprano a buscar empleo y me tenían guardada la comida”, agregó este hombre quien cuenta que salía temprano porque no quería causar molestias en el lugar, sentía pena.
Una mañana en la calle del Cesar, había una caja grande de cartón, un sin numero de personas estaban conglomeradas recogiendo zapatos nuevos en cajas, yo alcancé a tomar cuatro pares, indicó Mejía. Salí a vender zapatos sin conocer el Valle, era la 1:00 de la tarde y no había vendido nada; tenía mucha sed, hambre, me paré en la esquina de una piedra blanca, recuerdo perfectamente cuando una niña de 10 años me llamo y dijo señor usted vende zapatos, al escuchar esto y con la voz entrecortada, por la tristeza, el hambre y sed; dije: si efectivamente, la joven se los midió, le quedaron y lo más importante, le quedaron. Pero ella dijo: debo esperar a Papá, ¿Usted podría esperar conmigo en casa? dijo la niña, era mi única opción, sin saber que detrás de todo y de mi desolación estaba el poder de Dios quien cambiaria mi destino.
“Fuimos a su casa, su mamá salió; le dije me regala agua por favor, mientras fue por el vaso de agua, vi un diploma en la pared que decía; Emiro Rafael Mejía; respiré profundo y dije; aquí pasa algo; pregunté: ¿quien es el hombre del diploma? a lo que la mujer respondió: mi esposo, para tranquilidad y sorpresa resultamos siendo primos hermanos”. Relata Hugo Mejía, mientras arregla los zapatos, en un local improvisado en el centro de Valledupar.
Con lágrimas en los ojos, cuenta que no ha sido fácil lo que le ha tocado vivir, en ese instante cuando descubrió que tenía un familiar en la ciudad, le volvió el alma al cuerpo. “La mujer me dijo: primo venga para que almuerce; con ese hambre que tenía, entré almorcé y esperé a mi primo”. Me dieron una pieza en su casa, mandé a buscar mi esposa, pero el primo era sinvergüenza, y la esposa creyó que yo apoyaba sus andanzas, así que como entré salí”.
“Nuevamente seguí sin rumbo como la pluma en el aire”, señaló Mejía, quien al seguir contando su historia le temblaban las manos y se inundaban aún mas sus ojos. “Era una prueba más, de las que ya había pasado, salí a buscar empleo encontré un zapatero de nombre Cesar Mejía en la carrera quinta, inicié mis labores como zapatero me fue magnífico 500 pesos en esa época era plata, pero decidí independizarme, luego pasó un año”. .
Dice, Hugo Alfonso que hace 34 años, cuando llegó al centro de Valledupar a trabajar, aún no estaba pavimentado, quizás una de las razones para sentirse en casa aún en la distancia, pues las calles polvorientas le recordaban a su añorado pueblo, “aquí hay muchos recuerdos, entre esos amistades inigualables, que ya fallecieron”, puntualizó.
Agradecido con la vida
Aunque fueron muchos altibajos en su vida, Mejía Díaz vive agradecido, el arte de la zapatería como el lo llama, lo ayudó a levantar a su familia, su esposa, 3 hijos y cuatro nietos, “aprendí varios artes, sastrería, relojería, fotografía, hice los cursos en el Sena, la fotografía la trabajé 15 años me ayudó mucho”, indicó este hombre lleno de bondad y humildad.
Por Letty Polo Thomas
[email protected]
“Siempre había querido contar mi historia, pero no se presentaba la oportunidad” dijo Hugo Mejía, quien hace 34 años se dedica al oficio de zapatero.
La brisa de Valledupar, abraza a todo aquel que se deja envolver por la naturaleza, hay rincones que guardan historias fascinantes, árboles, y pájaros que desde el amanecer cantan en toda la región.
Hugo Alfonso Mejía Díaz, no es la excepción;un hombre de 63 años que ha trabajado como zapatero en la carrera octava desde hace 34 años,oriundo de Plato, Magdalena. En su adolescencia se dejó llevar por los caminos de la música donde permaneció por 14 años; “es un arte hermoso, pero en esa trayectoria musical aprendí de droga y vicios”.
Cumplidos sus 26 años, conoció una joven que en la actualidad es su esposa, “me la llevé a vivir cuando tenía 15 años; pero seguí en la música y tocaba en un Bar que se llamaba American Bar en Plato, mi vida era mediocre porque vivía metido en la droga”, recuerda.
“En un día desolado, sin encontrarle sentido alguno, decidí darle un rumbo distinto”, caminando por las calles del pueblo me topé con un circo, donde de inmediato pedí trabajo”. Dijo Mejía, quien con las manos llenas de pintura y pegante cuenta como le tocó hacer para salir de las profundidades en las que estaba sumido.
La historia
Trabajó en un circo en Plato Magdalena, haciendo malabares para subsistir; desde utilero, hasta barrendero. Pasada la temporada en su pueblo, le ofrecieron irse a Valledupar donde sería la próxima función. Para sorpresa suya, al llegar a tierras vallenatas se dio cuenta que el propietario del circo era Gay, quien no perdió oportunidad alguna para sacarlo de su negocio, por tener esposa.
En un panorama, no muy bueno, con 70 pesos que en esa época “era dinero”, decidió buscar empleo, pero los días pasaban y pasaban, el dinero se fue acabando. A su esposa le tocó volver al pueblo porque no tenían como sobrevivir.
En la casa de los maromeros que habían arrendado permaneció, por un tiempo, “le debo mucho a Wilson Rivero propietario de la casa, yo salía temprano a buscar empleo y me tenían guardada la comida”, agregó este hombre quien cuenta que salía temprano porque no quería causar molestias en el lugar, sentía pena.
Una mañana en la calle del Cesar, había una caja grande de cartón, un sin numero de personas estaban conglomeradas recogiendo zapatos nuevos en cajas, yo alcancé a tomar cuatro pares, indicó Mejía. Salí a vender zapatos sin conocer el Valle, era la 1:00 de la tarde y no había vendido nada; tenía mucha sed, hambre, me paré en la esquina de una piedra blanca, recuerdo perfectamente cuando una niña de 10 años me llamo y dijo señor usted vende zapatos, al escuchar esto y con la voz entrecortada, por la tristeza, el hambre y sed; dije: si efectivamente, la joven se los midió, le quedaron y lo más importante, le quedaron. Pero ella dijo: debo esperar a Papá, ¿Usted podría esperar conmigo en casa? dijo la niña, era mi única opción, sin saber que detrás de todo y de mi desolación estaba el poder de Dios quien cambiaria mi destino.
“Fuimos a su casa, su mamá salió; le dije me regala agua por favor, mientras fue por el vaso de agua, vi un diploma en la pared que decía; Emiro Rafael Mejía; respiré profundo y dije; aquí pasa algo; pregunté: ¿quien es el hombre del diploma? a lo que la mujer respondió: mi esposo, para tranquilidad y sorpresa resultamos siendo primos hermanos”. Relata Hugo Mejía, mientras arregla los zapatos, en un local improvisado en el centro de Valledupar.
Con lágrimas en los ojos, cuenta que no ha sido fácil lo que le ha tocado vivir, en ese instante cuando descubrió que tenía un familiar en la ciudad, le volvió el alma al cuerpo. “La mujer me dijo: primo venga para que almuerce; con ese hambre que tenía, entré almorcé y esperé a mi primo”. Me dieron una pieza en su casa, mandé a buscar mi esposa, pero el primo era sinvergüenza, y la esposa creyó que yo apoyaba sus andanzas, así que como entré salí”.
“Nuevamente seguí sin rumbo como la pluma en el aire”, señaló Mejía, quien al seguir contando su historia le temblaban las manos y se inundaban aún mas sus ojos. “Era una prueba más, de las que ya había pasado, salí a buscar empleo encontré un zapatero de nombre Cesar Mejía en la carrera quinta, inicié mis labores como zapatero me fue magnífico 500 pesos en esa época era plata, pero decidí independizarme, luego pasó un año”. .
Dice, Hugo Alfonso que hace 34 años, cuando llegó al centro de Valledupar a trabajar, aún no estaba pavimentado, quizás una de las razones para sentirse en casa aún en la distancia, pues las calles polvorientas le recordaban a su añorado pueblo, “aquí hay muchos recuerdos, entre esos amistades inigualables, que ya fallecieron”, puntualizó.
Agradecido con la vida
Aunque fueron muchos altibajos en su vida, Mejía Díaz vive agradecido, el arte de la zapatería como el lo llama, lo ayudó a levantar a su familia, su esposa, 3 hijos y cuatro nietos, “aprendí varios artes, sastrería, relojería, fotografía, hice los cursos en el Sena, la fotografía la trabajé 15 años me ayudó mucho”, indicó este hombre lleno de bondad y humildad.
Por Letty Polo Thomas
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