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Análisis - 16 julio, 2017

La cultura como única arma

El escritor vallenato Alonso Sánchez Baute visitó el corregimiento de Conejo, municipio de Fonseca, sur de La Guajira, donde establecieron un Punto Transitorio de Normalización de las Farc. Esta es su percepción de lo que viven los guerrilleros mientras retornan a la vida civil.

La lectura se ha convertido en el mejor plan de los conejeros y de los excombatientes de las Farc.
La lectura se ha convertido en el mejor plan de los conejeros y de los excombatientes de las Farc.

El 16 de marzo de 2016 el Gobierno Nacional recibió quince millones de dólares de la Fundación Bill & Melinda Gates que entraron a las arcas del Plan Nacional de Lectura y Escritura del Ministerio de Cultura “Leer en mi cuento’, el cual busca fortalecer las 1.444 bibliotecas públicas del país y convertirlas en espacios que ofrecen servicios utilizando la tecnología de forma creativa mediante el fomento de la lectura y el desarrollo cultura y comunitario”.

Dos millones de dólares fueron destinados para adquirir veinte Bibliotecas Públicas Móviles (BPM) en asocio con la ONG francesa ‘Bibliotecas sin fronteras’. El Gobierno las usa para construir confianza y estimular el compromiso ciudadano y la democracia en los Puntos de Transición a la Normalidad (PTN) que alojan los campamentos de los desmovilizados de las Farc.

El encargado de la BPM en Conejo es Gilberto Pabón, cucuteño, 28 años, 1.86 de estatura. En enero se mudó aquí sin imaginar que su trabajo partiría en dos la historia reciente del pueblo. Antes de ser promotor de lectura era policía.

“En algún momento entendí que a través de lo social se puede impactar una comunidad inventando maneras de que la gente común le pierda el miedo a los libros y se apropie de la cultura”. ¿Cómo lo hace? Con baladas literarias, video camping, cine al aire libre, lunadas literarias, talleres de música, de pintura, de canto.Dice: “A cada comunidad hay que metérsele con lo que más le apasiona”.

Su aterrizaje en Conejo fue forzoso.

Según cuentan en el pueblo el primer escollo fue el alcalde de Fonseca. “Decía que ese cargo debían darlo a alguien de su partido político y no a un cachaco” (cachaco aquí es cualquier persona nacida al sur de Curumaní, al centro del Cesar). Gilberto lo enfrentó en más de una ocasión hasta que el alcalde cedió. Los líos no terminaron (esta historia es como la de Ulises en su camino a Ítaca).

El nuevo adversario fue la rectora de un colegio infantil que meses antes había solicitado una biblioteca al Gobierno Nacional. “Creía que la BPM era para ella y no permitía que la sacara del lugar donde la guardaba”. La trama podría ser pasto de novela: dos entidades peleándose por una biblioteca en una región en la que no se lee. Gilberto le expuso el problema a Deiver Guerra, vicepresidente de la Junta Comunal, y al comandante ‘Joaquín Gómez, quienes se pusieron de su lado tras entender que si la rectora se quedaba con los módulos solo los alumnos de ese colegio tendrían acceso a ellos. Las Farc cedieron por un mes una casa arrendada para el efecto.

Al mes Gilberto debió mudar los módulos a su casa y, como dice, se convirtió en paletero: todas las mañanas trasladaba los 750 kilos a diferentes partes de Conejo. Hasta ese momento los conejeros lo miraban de lejos, pero verlo arrastrar los módulos hasta situarlos bajo una sombra los impactó. “No podíamos seguir haciéndonos los locos ante quien mostraba tanto interés por nosotros”, afirma Dalvis Molina García.

Cuenta Deiver que “una noche Gilberto convocó a una reunión para contarnos qué era eso de la biblioteca y para qué podría servirnos. Ahí nos vendió la idea”. ¿Cómo logró un cachaco que pegara un proyecto tan ajeno a la cultura local? “La estrategia que me inventé fueron las piquerias (esta es una región rica en decimeros y compositores de vallenatos). Todas las tardes nos reuníamos desde las seis de la tarde con ese pretexto y entre canto y canto hacíamos lunadas literarias o cine al viento”. A partir de esta iniciativa la comunidad se fue integrando.

Todo fue un paso a la vez que concluyó el 30 de junio. Un mes atrás los conejeros habían conseguido que el alcalde de Fonseca les donara un local de 57 metros cuadrados situado en una de la esquinas frente a la plaza principal. Gilberto y sus nuevos amigos perifonearon pidiendo colaboración para el cemento, para los ladrillos, para la arena. Cada día cada quien daba según podía: cinco, diez, veinte mil pesos. “Cada una de las tres galleras destinaba de sus ganancias el 10 % para la biblioteca –recuerda Pabón-.

En el Billar El gran John hicimos un torneo en el que participaron doce personas. El ganador donó espontáneamente los quinientos mil pesos del premio. Después hicimos un bingo en la refresquería”.

La recolección de dinero no paró ahí.Hicieron cuatro ollas comunitarias, vendiendo a 2.500 pesos el plato de comida. “Era el plan dominguero y casi todo el pueblo venía a comprarnos”. Prepararon 2.000 bollos de mazorca y 2.000 pasteles de cerdo que igual vendieron en Pondores como en Valledupar.

En esa lucha se consolidó el grupo Amigos de la Biblioteca, llamados medio en broma Los doce apóstoles por el número que suman excluidos Gilberto y cuatro de los cinco locos del pueblo -Coqueto, Joel, Acevedo y Pepe- que ayudan todos los días a barrer la calle, a trapear el local, a limpiar las mesas, a encargarse de la logística (son los que traen y llevan la silletería cuando hay cine o hacen teatro). Nadie les paga por eso, pero ellos son felices porque se sienten útiles, aceptados, incluidos (ah, la inclusión. ¡Cuánta falta hace en este país!).

Cuando se trabaja en equipo se llega más lejos: al final recogieron noventa millones de pesos con los que compraron 10 pacas de cemento, 1.000 ladrillos, 10 pacas de estuco, pintura, mucha pintura. Todos los días trabajaban hombro a hombro hasta las once o doce de la noche, a veces hasta la madrugada. Un artista local hizo en las paredes unos dibujos hermosos y hasta al poste de luz convirtió en lápiz. “A las cinco de la mañana volvíamos a trabajar, a las seis una señora nos traía desayuno de regalo, a las doce pasaba otra señora a convidarnos de su almuerzo”.

Todos aportaban con lo que podían. Los que no tenían plata a veces llegaban con refrigerio, con agua, con limonada. Esto habla de la hospitalidad de la región. “Una noche llovió y se perifoneó buscando una carpa y en nada llegó gente con plásticos para taparlo todo”. Un cachaco, “doce apóstoles” y cuatro loquitos construyeron en 21 días una de las más bellas bibliotecas de Colombia.

Hoy, sobre la calle, hay una pared que hace las veces de pantalla de cine, de cortina de teatro, de escenario de piquerias. Los viernes se reúnen allí de doscientas a trescientas personas. “En el país no se hizo pedagogía del conflicto pero acá se ha hecho una pedagogía cultural bárbara”, me dirá al día siguiente ‘Joaquín Gómez’.

En el campamento de Pondores todo estaba planeado para un conversatorio con “Jaime” sobre literatura y la manera como la cultura puede ayudarnos a unirnos como país, pero justo esa mañana de jueves él entró a cirugía para sacarle unas carnosidades que le crecían en los ojos. Así que allí estaba yo, de pie y solo frente a 63 desmovilizados que me miraban con desconfianza porque apenas cinco minutos antes les habían dicho que debían oírme sin decirles siquiera mi nombre ni por qué yo estaba allí. Leí un texto que había escrito para estudiantes de noveno grado en Cartagena.

Al terminar alguien me dijo al oído que así como allí había profesionales con especializaciones que sabían cuatro idiomas, la mayoría había cursado hasta tercero de primaria. Hablé más coloquial entonces. Fue inútil: unos me miraban con rudeza, como animales en acecho; otros bostezaban. Finalmente encontré eco en uno de los tres comandantes de compañía, ‘Sahamir de Esparta’. Su mirada era igual de incisiva y recelosa, pero había también en ella rasgos de curiosidad.

Como la mirada de una ardilla. Habló de la obra de Gabo, de Sábato, de Benedetti, de Galeano, de Sun Tzu. Poco a poco se fueron otros animando a hablar. Mientras los oía me preguntaba cómo sanarán esa mirada ellos mismos ahora que regresen a la “normalidad”. Durante años debieron enfrentar adversidades y construir destrezas de supervivencia propias de la selva. ¿Cómo se desnudarán de la corteza y dejarán atrás la dureza que les enseñó a vivir en el monte como a ese personaje literario, Tarzán, quien desde niño debió adquirir habilidades físicas para sobrevivir en medio de la jungla? ¿Serán capaces de adaptarse al pavimento o se perderán de nuevo en la espesura como al final hizo Tarzán? Luego uno me dirá que hay desconfianza, incluso entre ellos mismos, porque hay incertidumbre; porque ninguno ve su futuro asegurado; porque no saben lo que pasará en esta otra selva, la urbana, la de cemento. A las 11:30 la charla terminó. A esa hora en punto se sirve siempre el almuerzo.

Gilberto visita con frecuencia el campamento llevando los libros que le piden en préstamo y retirando lo que ya han leído. Me contó entonces que todos los días los excombatientes se levantan a las 3:30 a.m. y que de 4:00 a 6:00 a.m. reciben clases. Quise saber, “¿se preparan para la vida de civil o para la política?”. Gilberto contestó: “Los libros que más sacan de la BPM son los de derecho penal y administrativo y los de economía”. Tras desayunar se va cada uno a sus tareas. Hacia las 3:00 de la tarde se bañan todos a la vista de todos. A las 5:00 es el refrigerio (ese día fue agua de panela con queso).

Luego de la charla ‘Joaquín Gómez’ me invita a almorzar lo mismo que la tropa: arroz blanco con huevo perico. De postre, la tercera parte de un banano. De tomar, jugo de sobre. Dice: “Para nosotros era menos peligroso cuando estábamos en el monte. Ahora no solo estamos concentrados donde todo el mundo sabe, sino también completamente desarmados. Hay temor ciudadano de lo que pueda suceder con la guerrilla en la calle, pero somos nosotros los que estamos expuestos y a partir del primero de agosto estaremos aún más expuestos. No podemos convertirnos en escoltas unos de otros. Estamos completamente indefensos. Si no hay perdón y reconciliación vamos de cabeza al paredón”.

Creyeron en el Gobierno, firmaron el Acuerdo de Paz, se concentraron y se desarmaron (al oírlo tuve la imagen, que por fortuna fue fugaz, de un morrocoyo sin caparazón. Pero no se puede pecar de ingenuo. Son guerreros sin armas pero también políticos). El Gobierno, en tanto, camina a los tiempos de la burocracia. ¿Se caerá todo empeño por simple tramitología? Kafka estaría feliz de contarlo. Las viviendas, por ejemplo, están listas pero no sirven. Hay 55 casas pero fui incapaz de permanecer en una de ella un minuto entero: aquello es un horno. Parece como si el sol estallara dentro de ellas. Están hechas en lámina superboard de 5 mm de espesor. El techo está hecho con un material supuestamente termo repelente y sostenido con parales de lámina galvanizada a una altura de tres metros. Cada casa de 12×8 consta de cuatro habitaciones para cuatro personas. Las llaman casas pero no tienen baño ni cocina ni sala. Son habitaciones, cuatro por “casa”. Cada una de 6×4. El piso de cemento es rustico.

Solo diez centímetros de ventana se pueden abrir. En los otros cuarenta el vidrio es inmóvil. Constan de un ventilador, una cama de 90×1.90, un colchón y un locker de un metro de altura y .80 de fondo. Los baños son aparte: once módulos, cada uno con 4 lavamanos, 4 sanitarios, 4 duchas y 4 lavaderos. Los desmovilizados duermen en cambuches, apenas a unos pasos de estas casas.

Por entre todos ellos caminé y hablé con quién quise, recordando que el tema de mi labor allí no era el conflicto, el Acuerdo de Paz o la política.

Uno me contó que se llama Elkin Sepúlveda Saavedra es de Aguachica, tiene 35 años y en 2008 perdió el brazo derecho por culpa de una mina. Quiere irse a vivir a Cartagena y está organizando una fundación para lisiados de guerra. La Fundación Camina le va a donar unas prótesis y el gobierno de Suecia otras más. Sueña con ser ingeniero de sistemas. Es alegre, dicharachero. Lleva 21 años llamándose Ronald. “Mi mamá era guerrillera y de tanto visitarla me enamoré de las Farc”. Lo dice en pasado. Le pregunto si ella murió. Contesta: “Es que ya no somos guerrilleros”. Me dice que se llama ‘Elisa’ y que el día anterior ella estuvo en mi charla.

‘Elisa’ tiene 55 años. Al poco tiempo de entrar a la guerrilla quedó embarazada. El hombre la abandonó y ella entregó la niña a unos amigos de las Farc porque su familia no se la quiso recibir por ser ella guerrillera. Visitó a su hija hasta los seis años y no pudo volver a verla por el operativo en el que murió Martín Caballero.

‘Elisa’ tiene un problema lumbar por cargar durante tantos años las 60 libras que pesa el equipo de cada cual. ‘Joaquín Gómez’ me contó que son muchos los que sufren de este mal. Y de muchos otros más.

‘Alberto’, por ejemplo, un setentón que no hace más que leer, tiene Parkinson y Alzhéimer a la vez. Veo a muchos otros de la tercera edad y especulo que otra de las razones por las que las Farc se entregaron fue porque la guerrilla envejeció. ¿Qué harán ahora quienes por más de veinte años solo aprendieron a hacer esto? Una anciana wayúu que tejía mochilas me dijo “Estoy esperando una pensión del gobierno”.

‘Sahamir de Esparta’ me cuenta que lo que más le ha llamado la atención de la BPM son los Kindle. Le intriga saber que algo tan pequeño puede archivar tantos libros. “Cuando la vi por primera vez casi me voy de espaldas. Nunca imaginé algo así. A nosotros la tecnología nos dejó atrás. Ni siquiera sé cómo se prende un celular”. ¿Qué hará entonces? ¿Cuál es el plan? El tercer comandante de compañía, ‘Norberto Velásquez’, me habla de la posibilidad de que el campamento se convierta en una especie de villa. “Nosotros lo que sabemos es trabajar la tierra. Necesitamos aquí unas cien hectáreas que nos dé lo de vivir”.

¿Se miran acaso a sí mismos como organización o como una gran familia cohesionada por la guerra antes y ahora por la política? ‘Jaime’ no está de acuerdo con que todos vivan en un mismo sitio. “No solo nos aislaríamos nosotros mismos, sino que sería nefasto para el trabajo político”. A él lo conocí finalmente el viernes en la tarde. Llevaba cachucha y gafas de sol por lo de la operación. Barranquillero, 26 años, estudió en el colegio Americano, se crió en El Prado, a los 14 años se unió a las milicias bolivarianas, se graduó de abogado y luego de filosofo. “Me puse Jaime en homenaje a Bateman”. Se le parece en cuanto a que su charla es amena, divertida, Caribe. También es alto y flaco. Fue con quien más hablé. Dijo cosas como: “No hay que complejizar la política. Hay que buscar la manera de solucionar las necesidades más sentidas de la gente. Eso es lo que urge. No se busca que avance el comunismo sino garantizar el Estado Social de Derecho.

Es en lo que estamos comprometidos. Que entiendan que la salida es una salida social negociada. Hay una pelea con el gobierno y estamos renegociando hacia los intereses de las clases que no están a favor del proceso de paz. Se espera que esto suceda durante el gobierno de transición, en la gran convergencia nacional.

Solo se pide que se cumpla lo pactado, que liberen a los detenidos. Son mil doscientos, entre los que hay ancianos, mujeres, mujeres gestantes”. Habla también de la necesidad de planes de desarrollo con enfoque territorial, “que tengan dialogo directo con las administraciones territoriales para poder desarrollar las fuerzas productivas del campo”. Suelta frases como “Las Farc son una potencia moral para el cambio”.

Al final dice que quiere llenar de colores el campamento, quiere contactar artistas, allí hacer festivales de música, de literatura, de teatro, llenar de cultura esta región. Al oírlo recordé una película libanesa que cuenta la historia de un pueblo dividido radicalmente entre católicos y musulmanes al punto de que hay un cementerio para unos y otros al que solo acuden las madres a llevar flores a sus hijos muertos en la guerra. Las mujeres tienen ahora la inquebrantable determinación de proteger a su familia.Pero hay un problema: los hombres aquí buscan el más mínimo y baladí motivo para la venganza.

La cinta se llama ¿A dónde vamos ahora? Esa es la pregunta que se hace aquel pueblo al lograr ponerse todos finalmente de acuerdo luego de asistir a un evento que ellas organizan. Fue lo que sucedió también en Conejo: un cachaco hizo de una biblioteca móvil un espacio de encuentro cultural que hoy cuenta hasta con conjunto vallenato. Es claro que la cultura une lo que divide la política.

@sanchezbaute

Por Alonso Sánchez Baute

 

Análisis
16 julio, 2017

La cultura como única arma

El escritor vallenato Alonso Sánchez Baute visitó el corregimiento de Conejo, municipio de Fonseca, sur de La Guajira, donde establecieron un Punto Transitorio de Normalización de las Farc. Esta es su percepción de lo que viven los guerrilleros mientras retornan a la vida civil.


La lectura se ha convertido en el mejor plan de los conejeros y de los excombatientes de las Farc.
La lectura se ha convertido en el mejor plan de los conejeros y de los excombatientes de las Farc.

El 16 de marzo de 2016 el Gobierno Nacional recibió quince millones de dólares de la Fundación Bill & Melinda Gates que entraron a las arcas del Plan Nacional de Lectura y Escritura del Ministerio de Cultura “Leer en mi cuento’, el cual busca fortalecer las 1.444 bibliotecas públicas del país y convertirlas en espacios que ofrecen servicios utilizando la tecnología de forma creativa mediante el fomento de la lectura y el desarrollo cultura y comunitario”.

Dos millones de dólares fueron destinados para adquirir veinte Bibliotecas Públicas Móviles (BPM) en asocio con la ONG francesa ‘Bibliotecas sin fronteras’. El Gobierno las usa para construir confianza y estimular el compromiso ciudadano y la democracia en los Puntos de Transición a la Normalidad (PTN) que alojan los campamentos de los desmovilizados de las Farc.

El encargado de la BPM en Conejo es Gilberto Pabón, cucuteño, 28 años, 1.86 de estatura. En enero se mudó aquí sin imaginar que su trabajo partiría en dos la historia reciente del pueblo. Antes de ser promotor de lectura era policía.

“En algún momento entendí que a través de lo social se puede impactar una comunidad inventando maneras de que la gente común le pierda el miedo a los libros y se apropie de la cultura”. ¿Cómo lo hace? Con baladas literarias, video camping, cine al aire libre, lunadas literarias, talleres de música, de pintura, de canto.Dice: “A cada comunidad hay que metérsele con lo que más le apasiona”.

Su aterrizaje en Conejo fue forzoso.

Según cuentan en el pueblo el primer escollo fue el alcalde de Fonseca. “Decía que ese cargo debían darlo a alguien de su partido político y no a un cachaco” (cachaco aquí es cualquier persona nacida al sur de Curumaní, al centro del Cesar). Gilberto lo enfrentó en más de una ocasión hasta que el alcalde cedió. Los líos no terminaron (esta historia es como la de Ulises en su camino a Ítaca).

El nuevo adversario fue la rectora de un colegio infantil que meses antes había solicitado una biblioteca al Gobierno Nacional. “Creía que la BPM era para ella y no permitía que la sacara del lugar donde la guardaba”. La trama podría ser pasto de novela: dos entidades peleándose por una biblioteca en una región en la que no se lee. Gilberto le expuso el problema a Deiver Guerra, vicepresidente de la Junta Comunal, y al comandante ‘Joaquín Gómez, quienes se pusieron de su lado tras entender que si la rectora se quedaba con los módulos solo los alumnos de ese colegio tendrían acceso a ellos. Las Farc cedieron por un mes una casa arrendada para el efecto.

Al mes Gilberto debió mudar los módulos a su casa y, como dice, se convirtió en paletero: todas las mañanas trasladaba los 750 kilos a diferentes partes de Conejo. Hasta ese momento los conejeros lo miraban de lejos, pero verlo arrastrar los módulos hasta situarlos bajo una sombra los impactó. “No podíamos seguir haciéndonos los locos ante quien mostraba tanto interés por nosotros”, afirma Dalvis Molina García.

Cuenta Deiver que “una noche Gilberto convocó a una reunión para contarnos qué era eso de la biblioteca y para qué podría servirnos. Ahí nos vendió la idea”. ¿Cómo logró un cachaco que pegara un proyecto tan ajeno a la cultura local? “La estrategia que me inventé fueron las piquerias (esta es una región rica en decimeros y compositores de vallenatos). Todas las tardes nos reuníamos desde las seis de la tarde con ese pretexto y entre canto y canto hacíamos lunadas literarias o cine al viento”. A partir de esta iniciativa la comunidad se fue integrando.

Todo fue un paso a la vez que concluyó el 30 de junio. Un mes atrás los conejeros habían conseguido que el alcalde de Fonseca les donara un local de 57 metros cuadrados situado en una de la esquinas frente a la plaza principal. Gilberto y sus nuevos amigos perifonearon pidiendo colaboración para el cemento, para los ladrillos, para la arena. Cada día cada quien daba según podía: cinco, diez, veinte mil pesos. “Cada una de las tres galleras destinaba de sus ganancias el 10 % para la biblioteca –recuerda Pabón-.

En el Billar El gran John hicimos un torneo en el que participaron doce personas. El ganador donó espontáneamente los quinientos mil pesos del premio. Después hicimos un bingo en la refresquería”.

La recolección de dinero no paró ahí.Hicieron cuatro ollas comunitarias, vendiendo a 2.500 pesos el plato de comida. “Era el plan dominguero y casi todo el pueblo venía a comprarnos”. Prepararon 2.000 bollos de mazorca y 2.000 pasteles de cerdo que igual vendieron en Pondores como en Valledupar.

En esa lucha se consolidó el grupo Amigos de la Biblioteca, llamados medio en broma Los doce apóstoles por el número que suman excluidos Gilberto y cuatro de los cinco locos del pueblo -Coqueto, Joel, Acevedo y Pepe- que ayudan todos los días a barrer la calle, a trapear el local, a limpiar las mesas, a encargarse de la logística (son los que traen y llevan la silletería cuando hay cine o hacen teatro). Nadie les paga por eso, pero ellos son felices porque se sienten útiles, aceptados, incluidos (ah, la inclusión. ¡Cuánta falta hace en este país!).

Cuando se trabaja en equipo se llega más lejos: al final recogieron noventa millones de pesos con los que compraron 10 pacas de cemento, 1.000 ladrillos, 10 pacas de estuco, pintura, mucha pintura. Todos los días trabajaban hombro a hombro hasta las once o doce de la noche, a veces hasta la madrugada. Un artista local hizo en las paredes unos dibujos hermosos y hasta al poste de luz convirtió en lápiz. “A las cinco de la mañana volvíamos a trabajar, a las seis una señora nos traía desayuno de regalo, a las doce pasaba otra señora a convidarnos de su almuerzo”.

Todos aportaban con lo que podían. Los que no tenían plata a veces llegaban con refrigerio, con agua, con limonada. Esto habla de la hospitalidad de la región. “Una noche llovió y se perifoneó buscando una carpa y en nada llegó gente con plásticos para taparlo todo”. Un cachaco, “doce apóstoles” y cuatro loquitos construyeron en 21 días una de las más bellas bibliotecas de Colombia.

Hoy, sobre la calle, hay una pared que hace las veces de pantalla de cine, de cortina de teatro, de escenario de piquerias. Los viernes se reúnen allí de doscientas a trescientas personas. “En el país no se hizo pedagogía del conflicto pero acá se ha hecho una pedagogía cultural bárbara”, me dirá al día siguiente ‘Joaquín Gómez’.

En el campamento de Pondores todo estaba planeado para un conversatorio con “Jaime” sobre literatura y la manera como la cultura puede ayudarnos a unirnos como país, pero justo esa mañana de jueves él entró a cirugía para sacarle unas carnosidades que le crecían en los ojos. Así que allí estaba yo, de pie y solo frente a 63 desmovilizados que me miraban con desconfianza porque apenas cinco minutos antes les habían dicho que debían oírme sin decirles siquiera mi nombre ni por qué yo estaba allí. Leí un texto que había escrito para estudiantes de noveno grado en Cartagena.

Al terminar alguien me dijo al oído que así como allí había profesionales con especializaciones que sabían cuatro idiomas, la mayoría había cursado hasta tercero de primaria. Hablé más coloquial entonces. Fue inútil: unos me miraban con rudeza, como animales en acecho; otros bostezaban. Finalmente encontré eco en uno de los tres comandantes de compañía, ‘Sahamir de Esparta’. Su mirada era igual de incisiva y recelosa, pero había también en ella rasgos de curiosidad.

Como la mirada de una ardilla. Habló de la obra de Gabo, de Sábato, de Benedetti, de Galeano, de Sun Tzu. Poco a poco se fueron otros animando a hablar. Mientras los oía me preguntaba cómo sanarán esa mirada ellos mismos ahora que regresen a la “normalidad”. Durante años debieron enfrentar adversidades y construir destrezas de supervivencia propias de la selva. ¿Cómo se desnudarán de la corteza y dejarán atrás la dureza que les enseñó a vivir en el monte como a ese personaje literario, Tarzán, quien desde niño debió adquirir habilidades físicas para sobrevivir en medio de la jungla? ¿Serán capaces de adaptarse al pavimento o se perderán de nuevo en la espesura como al final hizo Tarzán? Luego uno me dirá que hay desconfianza, incluso entre ellos mismos, porque hay incertidumbre; porque ninguno ve su futuro asegurado; porque no saben lo que pasará en esta otra selva, la urbana, la de cemento. A las 11:30 la charla terminó. A esa hora en punto se sirve siempre el almuerzo.

Gilberto visita con frecuencia el campamento llevando los libros que le piden en préstamo y retirando lo que ya han leído. Me contó entonces que todos los días los excombatientes se levantan a las 3:30 a.m. y que de 4:00 a 6:00 a.m. reciben clases. Quise saber, “¿se preparan para la vida de civil o para la política?”. Gilberto contestó: “Los libros que más sacan de la BPM son los de derecho penal y administrativo y los de economía”. Tras desayunar se va cada uno a sus tareas. Hacia las 3:00 de la tarde se bañan todos a la vista de todos. A las 5:00 es el refrigerio (ese día fue agua de panela con queso).

Luego de la charla ‘Joaquín Gómez’ me invita a almorzar lo mismo que la tropa: arroz blanco con huevo perico. De postre, la tercera parte de un banano. De tomar, jugo de sobre. Dice: “Para nosotros era menos peligroso cuando estábamos en el monte. Ahora no solo estamos concentrados donde todo el mundo sabe, sino también completamente desarmados. Hay temor ciudadano de lo que pueda suceder con la guerrilla en la calle, pero somos nosotros los que estamos expuestos y a partir del primero de agosto estaremos aún más expuestos. No podemos convertirnos en escoltas unos de otros. Estamos completamente indefensos. Si no hay perdón y reconciliación vamos de cabeza al paredón”.

Creyeron en el Gobierno, firmaron el Acuerdo de Paz, se concentraron y se desarmaron (al oírlo tuve la imagen, que por fortuna fue fugaz, de un morrocoyo sin caparazón. Pero no se puede pecar de ingenuo. Son guerreros sin armas pero también políticos). El Gobierno, en tanto, camina a los tiempos de la burocracia. ¿Se caerá todo empeño por simple tramitología? Kafka estaría feliz de contarlo. Las viviendas, por ejemplo, están listas pero no sirven. Hay 55 casas pero fui incapaz de permanecer en una de ella un minuto entero: aquello es un horno. Parece como si el sol estallara dentro de ellas. Están hechas en lámina superboard de 5 mm de espesor. El techo está hecho con un material supuestamente termo repelente y sostenido con parales de lámina galvanizada a una altura de tres metros. Cada casa de 12×8 consta de cuatro habitaciones para cuatro personas. Las llaman casas pero no tienen baño ni cocina ni sala. Son habitaciones, cuatro por “casa”. Cada una de 6×4. El piso de cemento es rustico.

Solo diez centímetros de ventana se pueden abrir. En los otros cuarenta el vidrio es inmóvil. Constan de un ventilador, una cama de 90×1.90, un colchón y un locker de un metro de altura y .80 de fondo. Los baños son aparte: once módulos, cada uno con 4 lavamanos, 4 sanitarios, 4 duchas y 4 lavaderos. Los desmovilizados duermen en cambuches, apenas a unos pasos de estas casas.

Por entre todos ellos caminé y hablé con quién quise, recordando que el tema de mi labor allí no era el conflicto, el Acuerdo de Paz o la política.

Uno me contó que se llama Elkin Sepúlveda Saavedra es de Aguachica, tiene 35 años y en 2008 perdió el brazo derecho por culpa de una mina. Quiere irse a vivir a Cartagena y está organizando una fundación para lisiados de guerra. La Fundación Camina le va a donar unas prótesis y el gobierno de Suecia otras más. Sueña con ser ingeniero de sistemas. Es alegre, dicharachero. Lleva 21 años llamándose Ronald. “Mi mamá era guerrillera y de tanto visitarla me enamoré de las Farc”. Lo dice en pasado. Le pregunto si ella murió. Contesta: “Es que ya no somos guerrilleros”. Me dice que se llama ‘Elisa’ y que el día anterior ella estuvo en mi charla.

‘Elisa’ tiene 55 años. Al poco tiempo de entrar a la guerrilla quedó embarazada. El hombre la abandonó y ella entregó la niña a unos amigos de las Farc porque su familia no se la quiso recibir por ser ella guerrillera. Visitó a su hija hasta los seis años y no pudo volver a verla por el operativo en el que murió Martín Caballero.

‘Elisa’ tiene un problema lumbar por cargar durante tantos años las 60 libras que pesa el equipo de cada cual. ‘Joaquín Gómez’ me contó que son muchos los que sufren de este mal. Y de muchos otros más.

‘Alberto’, por ejemplo, un setentón que no hace más que leer, tiene Parkinson y Alzhéimer a la vez. Veo a muchos otros de la tercera edad y especulo que otra de las razones por las que las Farc se entregaron fue porque la guerrilla envejeció. ¿Qué harán ahora quienes por más de veinte años solo aprendieron a hacer esto? Una anciana wayúu que tejía mochilas me dijo “Estoy esperando una pensión del gobierno”.

‘Sahamir de Esparta’ me cuenta que lo que más le ha llamado la atención de la BPM son los Kindle. Le intriga saber que algo tan pequeño puede archivar tantos libros. “Cuando la vi por primera vez casi me voy de espaldas. Nunca imaginé algo así. A nosotros la tecnología nos dejó atrás. Ni siquiera sé cómo se prende un celular”. ¿Qué hará entonces? ¿Cuál es el plan? El tercer comandante de compañía, ‘Norberto Velásquez’, me habla de la posibilidad de que el campamento se convierta en una especie de villa. “Nosotros lo que sabemos es trabajar la tierra. Necesitamos aquí unas cien hectáreas que nos dé lo de vivir”.

¿Se miran acaso a sí mismos como organización o como una gran familia cohesionada por la guerra antes y ahora por la política? ‘Jaime’ no está de acuerdo con que todos vivan en un mismo sitio. “No solo nos aislaríamos nosotros mismos, sino que sería nefasto para el trabajo político”. A él lo conocí finalmente el viernes en la tarde. Llevaba cachucha y gafas de sol por lo de la operación. Barranquillero, 26 años, estudió en el colegio Americano, se crió en El Prado, a los 14 años se unió a las milicias bolivarianas, se graduó de abogado y luego de filosofo. “Me puse Jaime en homenaje a Bateman”. Se le parece en cuanto a que su charla es amena, divertida, Caribe. También es alto y flaco. Fue con quien más hablé. Dijo cosas como: “No hay que complejizar la política. Hay que buscar la manera de solucionar las necesidades más sentidas de la gente. Eso es lo que urge. No se busca que avance el comunismo sino garantizar el Estado Social de Derecho.

Es en lo que estamos comprometidos. Que entiendan que la salida es una salida social negociada. Hay una pelea con el gobierno y estamos renegociando hacia los intereses de las clases que no están a favor del proceso de paz. Se espera que esto suceda durante el gobierno de transición, en la gran convergencia nacional.

Solo se pide que se cumpla lo pactado, que liberen a los detenidos. Son mil doscientos, entre los que hay ancianos, mujeres, mujeres gestantes”. Habla también de la necesidad de planes de desarrollo con enfoque territorial, “que tengan dialogo directo con las administraciones territoriales para poder desarrollar las fuerzas productivas del campo”. Suelta frases como “Las Farc son una potencia moral para el cambio”.

Al final dice que quiere llenar de colores el campamento, quiere contactar artistas, allí hacer festivales de música, de literatura, de teatro, llenar de cultura esta región. Al oírlo recordé una película libanesa que cuenta la historia de un pueblo dividido radicalmente entre católicos y musulmanes al punto de que hay un cementerio para unos y otros al que solo acuden las madres a llevar flores a sus hijos muertos en la guerra. Las mujeres tienen ahora la inquebrantable determinación de proteger a su familia.Pero hay un problema: los hombres aquí buscan el más mínimo y baladí motivo para la venganza.

La cinta se llama ¿A dónde vamos ahora? Esa es la pregunta que se hace aquel pueblo al lograr ponerse todos finalmente de acuerdo luego de asistir a un evento que ellas organizan. Fue lo que sucedió también en Conejo: un cachaco hizo de una biblioteca móvil un espacio de encuentro cultural que hoy cuenta hasta con conjunto vallenato. Es claro que la cultura une lo que divide la política.

@sanchezbaute

Por Alonso Sánchez Baute