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Columnista - 30 abril, 2017

Dios está presente

Luego del escándalo de la cruz, dos de los seguidores del “fracasado” Mesías se pusieron en camino hacia Emaús, una aldea cercana a Jerusalén. Tal vez regresaban a sus casas, luego de afrontar la frustración de que aquél en quien habían puesto su fe había terminado suspendido de un madero; tal vez se alejaban de […]

Luego del escándalo de la cruz, dos de los seguidores del “fracasado” Mesías se pusieron en camino hacia Emaús, una aldea cercana a Jerusalén. Tal vez regresaban a sus casas, luego de afrontar la frustración de que aquél en quien habían puesto su fe había terminado suspendido de un madero; tal vez se alejaban de la posibilidad de que los apresaran también a ellos y de correr la misma suerte del Nazareno; tal vez querían simplemente alejarse de aquella ciudad en la que el domingo anterior habían visto encenderse la esperanza, al aclamar con ramos de olivo y con palmas al venido en nombre del Señor, y en la que cinco días después tuvieron que contemplar a su Maestro desfigurado por los golpes y muerto en la cima del Gólgota. No sabemos por qué, pero en silencio y con dolor se alejaban.

Caminaban juntos, caminaban solos, sus corazones desgarrados hacían brotar lágrimas de sus ojos y en la mente una sola pregunta rebotaba: ¿Dónde está Dios? Hablaban entre ellos y compartían su dolor, deseaban que aquellos días hubiesen sido sólo un mal sueño, pero era su triste, frustrante y dolorosa realidad. Dios no estaba, los había abandonado, y en sus oídos resonaba el grito agonizante del Carpintero “¡Elí, Elí, lama sabactani!”.

Un extraño se acerca y camina con ellos, les escucha, les habla, se interesa por su conversación, les pregunta, les consuela. Nosotros que leemos el relato sabemos que se trata de Jesús resucitado, pero a ellos las gruesas lágrimas les impiden ver más allá de su dolor. Así ocurre frecuentemente en la vida humana: el sufrimiento puede llegar a opacar los ojos de la fe e impedirnos ver al Dios que nos acompaña mientras le juzgamos ausente. Todos sabemos el desenlace de esta historia: Jesús les explica las Escrituras y parte para ellos el pan. Ellos entonces le reconocen y dan fe de la resurrección, volviéndose de inmediato a la ciudad para compartir su experiencia.

Esta escena del Evangelio es una bella oportunidad para reflexionar sobre la presencia del Resucitado en nuestras vidas. No estamos solos. El Dios que admirablemente nos trajo a la vida y que más admirablemente nos redimió, no nos ha abandonado y, aunque muchas veces no lo podamos ver y dudemos de su presencia, él no deja de mirarnos con amor y confortarnos de insospechadas maneras. Dios está allí donde está alguno de sus hijos, riendo con ellos, llorando con ellos, Dios está en el amor de los amigos y la familia, en el recuerdo de los seres queridos que partieron y en la esperanza de volver a verlos en la casa del Padre. Dios está en la eterna sonrisa de Inés Teresa, en su valor, sinceridad y tesón y está también junto a su familia, a quienes desde la distancia abrazo en mis oraciones. Dios está presente. ¡Valor amigos!

Por Marlon Domínguez

 

Columnista
30 abril, 2017

Dios está presente

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Marlon Javier Domínguez

Luego del escándalo de la cruz, dos de los seguidores del “fracasado” Mesías se pusieron en camino hacia Emaús, una aldea cercana a Jerusalén. Tal vez regresaban a sus casas, luego de afrontar la frustración de que aquél en quien habían puesto su fe había terminado suspendido de un madero; tal vez se alejaban de […]


Luego del escándalo de la cruz, dos de los seguidores del “fracasado” Mesías se pusieron en camino hacia Emaús, una aldea cercana a Jerusalén. Tal vez regresaban a sus casas, luego de afrontar la frustración de que aquél en quien habían puesto su fe había terminado suspendido de un madero; tal vez se alejaban de la posibilidad de que los apresaran también a ellos y de correr la misma suerte del Nazareno; tal vez querían simplemente alejarse de aquella ciudad en la que el domingo anterior habían visto encenderse la esperanza, al aclamar con ramos de olivo y con palmas al venido en nombre del Señor, y en la que cinco días después tuvieron que contemplar a su Maestro desfigurado por los golpes y muerto en la cima del Gólgota. No sabemos por qué, pero en silencio y con dolor se alejaban.

Caminaban juntos, caminaban solos, sus corazones desgarrados hacían brotar lágrimas de sus ojos y en la mente una sola pregunta rebotaba: ¿Dónde está Dios? Hablaban entre ellos y compartían su dolor, deseaban que aquellos días hubiesen sido sólo un mal sueño, pero era su triste, frustrante y dolorosa realidad. Dios no estaba, los había abandonado, y en sus oídos resonaba el grito agonizante del Carpintero “¡Elí, Elí, lama sabactani!”.

Un extraño se acerca y camina con ellos, les escucha, les habla, se interesa por su conversación, les pregunta, les consuela. Nosotros que leemos el relato sabemos que se trata de Jesús resucitado, pero a ellos las gruesas lágrimas les impiden ver más allá de su dolor. Así ocurre frecuentemente en la vida humana: el sufrimiento puede llegar a opacar los ojos de la fe e impedirnos ver al Dios que nos acompaña mientras le juzgamos ausente. Todos sabemos el desenlace de esta historia: Jesús les explica las Escrituras y parte para ellos el pan. Ellos entonces le reconocen y dan fe de la resurrección, volviéndose de inmediato a la ciudad para compartir su experiencia.

Esta escena del Evangelio es una bella oportunidad para reflexionar sobre la presencia del Resucitado en nuestras vidas. No estamos solos. El Dios que admirablemente nos trajo a la vida y que más admirablemente nos redimió, no nos ha abandonado y, aunque muchas veces no lo podamos ver y dudemos de su presencia, él no deja de mirarnos con amor y confortarnos de insospechadas maneras. Dios está allí donde está alguno de sus hijos, riendo con ellos, llorando con ellos, Dios está en el amor de los amigos y la familia, en el recuerdo de los seres queridos que partieron y en la esperanza de volver a verlos en la casa del Padre. Dios está en la eterna sonrisa de Inés Teresa, en su valor, sinceridad y tesón y está también junto a su familia, a quienes desde la distancia abrazo en mis oraciones. Dios está presente. ¡Valor amigos!

Por Marlon Domínguez