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Columnista - 9 junio, 2025

Del cuaderno del tendero a la factura del supermercado

Cuando la brisa flequeteaba la honradez, las tiendas de pueblo de antaño eran mucho más que simples puntos de venta; eran el corazón de la vida comunitaria.

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Cuando la brisa flequeteaba la honradez, las tiendas de pueblo de antaño eran mucho más que simples puntos de venta; eran el corazón de la vida comunitaria. En ellas no solo se compraba lo necesario, sino que se compartían confidencias, se escuchaban noticias vecinales, chismes y acontecimientos y se tejían relaciones humanas fundadas en la confianza y la reciprocidad. El tendero conocía a cada cliente por su nombre, sabía de sus penas, de sus cosechas, de los meses flojos, y por ello, fiaba sin dudar. No había intereses, ni plazos que vencieran con amenazas, había palabra, había memoria escrita en un cuaderno que registraba deudas no como cargas, sino como compromisos humanos.

De niño mis “mandados” consistían en ir a la tienda de mi esquina de barrio, casi que en forma escalonada y exclamaba lo de siempre:

— Señor Amiro, mi mamá que le mande una libra de arroz, un plátano y dos dedos de manteca, hasta fin de mes, que si le pagan el sueldo a tiempo le paga enseguida, o si no, que le espere un tiempito más, que al final el gobierno tarda, pero paga —. Era mi madre maestra de escuela pública bajo la agonía de una mesada.

—Dígale a su mamá que no se preocupe, que además ahí le mando una mano de guineo, muy barata, para que complete. Yo le apunto todo — respondía con una cara llena de felicidad y para rematar, antes de partir con el “mandado”, me regalaba una “cocada”, razón por la cual me desvivía por hacer este oficio, que se repetía con frecuencia.

No era la libreta de anotaciones de un comisariato algodonero, este cuaderno de apunte era un documento sagrado, una suerte de contabilidad emocional, donde la justicia se medía con sensibilidad, aunque allí apareciera anotada la “cocada”. Dependiendo del cliente, el pago podía esperar la llegada de la nómina, del jornal o de la cosecha, y nadie se sentía menos por necesitar crédito. El fiado era una expresión de humanidad. Y si alguien pasaba dificultades extremas, el tendero —como vecino solidario— sabía cómo aliviar el peso sin convertirlo en vergüenza, ni en castigo.

Y la gente sabía afrontar sus dificultades y el tendero las entendía. Alguna vez, después de un tiempo un poco largo, mi madre fue personalmente a donde el señor Amiro y le dijo sin ambages:

—Hoy vine a pagarte, pero no traje con qué. ¡Pero vine! 

Y con toda la complicidad del caso, él le respondió:

— No se preocupe, el gobierno se demora demasiado en pagar las mesadas, eso lo sé. ¿Dígame que necesita? 

Hoy, ante esa memoria cálida, los supermercados patrocinan el consumo masivo bajo la feria de precios bajos y variedad inagotable, con un sistema frío y despersonalizado. Solo hay lugar para los intereses compuestos y comisiones. Lo que antes era comprensión, ahora es cobranza judicial. Donde había confianza, hay cifras de riesgo. Y si no puedes pagar, el sistema no se detiene a escuchar tu historia: ¡simplemente te aplasta! 

En vez de relaciones, hay contratos. En vez de paciencia, urgencia. No se trata de idealizar el pasado, ni de satanizar el presente, sino en reconocer lo que hemos perdido en la carrera hacia el modernismo. La rentabilidad ha reemplazado la solidaridad.

En los negocios, hay que recuperar el deseo de algo esencial: el sentido humano de la economía. Cuando uno establece una relación comercial el éxito total no sólo está en comprar o intercambiar bienes, sino también en construir vínculos más profundos que el dinero. El tendero conocía los secretos de la comunidad tal como el párroco del pueblo. Su cuaderno de anotaciones era una suerte de bitácora moral, donde cada deuda no era una amenaza, sino un acto de confianza. Ahora, cada deuda lleva aparejada una sanción, y toda demora se interpreta como fracaso. 

Ya no hay diálogos, hay procesos que pierden poco a poco la dimensión ética del comercio. El tendero de pueblo confiaba, porque conocía. La justicia era personalizada, sensible, afectiva, pero cuando el dinero se convierte en el único mediador de lo posible, la dignidad humana empieza a bajar en la bolsa de valores.

Las tiendas eran expresiones de una economía humana; el comercio se fundía con la ética. El tendero era un mediador entre la necesidad y la posibilidad. Su cuaderno de anotaciones era una suerte de bitácora moral; la deuda no era una amenaza, sino un acto de confianza.

La paciencia del tendero ha sido sustituida por la prisa de la tasa de retorno y la amenaza del aviso judicial. Y en ese proceso, se va perdiendo la humanidad. La tienda de antaño encarnaba esa humanidad perdida. Y eso le permitía practicar una justicia sensible. Aquellas tiendas pequeñas y discretas, eran verdaderos templos de atención, donde se cuidaba no solo el bolsillo, sino también el almaLo humano ha sido sustituido por lo funcional.

Tal vez necesitamos mirar atrás, no para volver, sino para recordar que en aquellas tiendas nos enseñaban que el comercio podía ser también un acto de cuidado compartido. Y en ese sentido, el viejo tendero era un verdadero maestro del arte de atender al cliente, a su historia y a su dignidad.

Por: Fausto Cotes.

Columnista
9 junio, 2025

Del cuaderno del tendero a la factura del supermercado

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Fausto Cotes

Cuando la brisa flequeteaba la honradez, las tiendas de pueblo de antaño eran mucho más que simples puntos de venta; eran el corazón de la vida comunitaria.


Cuando la brisa flequeteaba la honradez, las tiendas de pueblo de antaño eran mucho más que simples puntos de venta; eran el corazón de la vida comunitaria. En ellas no solo se compraba lo necesario, sino que se compartían confidencias, se escuchaban noticias vecinales, chismes y acontecimientos y se tejían relaciones humanas fundadas en la confianza y la reciprocidad. El tendero conocía a cada cliente por su nombre, sabía de sus penas, de sus cosechas, de los meses flojos, y por ello, fiaba sin dudar. No había intereses, ni plazos que vencieran con amenazas, había palabra, había memoria escrita en un cuaderno que registraba deudas no como cargas, sino como compromisos humanos.

De niño mis “mandados” consistían en ir a la tienda de mi esquina de barrio, casi que en forma escalonada y exclamaba lo de siempre:

— Señor Amiro, mi mamá que le mande una libra de arroz, un plátano y dos dedos de manteca, hasta fin de mes, que si le pagan el sueldo a tiempo le paga enseguida, o si no, que le espere un tiempito más, que al final el gobierno tarda, pero paga —. Era mi madre maestra de escuela pública bajo la agonía de una mesada.

—Dígale a su mamá que no se preocupe, que además ahí le mando una mano de guineo, muy barata, para que complete. Yo le apunto todo — respondía con una cara llena de felicidad y para rematar, antes de partir con el “mandado”, me regalaba una “cocada”, razón por la cual me desvivía por hacer este oficio, que se repetía con frecuencia.

No era la libreta de anotaciones de un comisariato algodonero, este cuaderno de apunte era un documento sagrado, una suerte de contabilidad emocional, donde la justicia se medía con sensibilidad, aunque allí apareciera anotada la “cocada”. Dependiendo del cliente, el pago podía esperar la llegada de la nómina, del jornal o de la cosecha, y nadie se sentía menos por necesitar crédito. El fiado era una expresión de humanidad. Y si alguien pasaba dificultades extremas, el tendero —como vecino solidario— sabía cómo aliviar el peso sin convertirlo en vergüenza, ni en castigo.

Y la gente sabía afrontar sus dificultades y el tendero las entendía. Alguna vez, después de un tiempo un poco largo, mi madre fue personalmente a donde el señor Amiro y le dijo sin ambages:

—Hoy vine a pagarte, pero no traje con qué. ¡Pero vine! 

Y con toda la complicidad del caso, él le respondió:

— No se preocupe, el gobierno se demora demasiado en pagar las mesadas, eso lo sé. ¿Dígame que necesita? 

Hoy, ante esa memoria cálida, los supermercados patrocinan el consumo masivo bajo la feria de precios bajos y variedad inagotable, con un sistema frío y despersonalizado. Solo hay lugar para los intereses compuestos y comisiones. Lo que antes era comprensión, ahora es cobranza judicial. Donde había confianza, hay cifras de riesgo. Y si no puedes pagar, el sistema no se detiene a escuchar tu historia: ¡simplemente te aplasta! 

En vez de relaciones, hay contratos. En vez de paciencia, urgencia. No se trata de idealizar el pasado, ni de satanizar el presente, sino en reconocer lo que hemos perdido en la carrera hacia el modernismo. La rentabilidad ha reemplazado la solidaridad.

En los negocios, hay que recuperar el deseo de algo esencial: el sentido humano de la economía. Cuando uno establece una relación comercial el éxito total no sólo está en comprar o intercambiar bienes, sino también en construir vínculos más profundos que el dinero. El tendero conocía los secretos de la comunidad tal como el párroco del pueblo. Su cuaderno de anotaciones era una suerte de bitácora moral, donde cada deuda no era una amenaza, sino un acto de confianza. Ahora, cada deuda lleva aparejada una sanción, y toda demora se interpreta como fracaso. 

Ya no hay diálogos, hay procesos que pierden poco a poco la dimensión ética del comercio. El tendero de pueblo confiaba, porque conocía. La justicia era personalizada, sensible, afectiva, pero cuando el dinero se convierte en el único mediador de lo posible, la dignidad humana empieza a bajar en la bolsa de valores.

Las tiendas eran expresiones de una economía humana; el comercio se fundía con la ética. El tendero era un mediador entre la necesidad y la posibilidad. Su cuaderno de anotaciones era una suerte de bitácora moral; la deuda no era una amenaza, sino un acto de confianza.

La paciencia del tendero ha sido sustituida por la prisa de la tasa de retorno y la amenaza del aviso judicial. Y en ese proceso, se va perdiendo la humanidad. La tienda de antaño encarnaba esa humanidad perdida. Y eso le permitía practicar una justicia sensible. Aquellas tiendas pequeñas y discretas, eran verdaderos templos de atención, donde se cuidaba no solo el bolsillo, sino también el almaLo humano ha sido sustituido por lo funcional.

Tal vez necesitamos mirar atrás, no para volver, sino para recordar que en aquellas tiendas nos enseñaban que el comercio podía ser también un acto de cuidado compartido. Y en ese sentido, el viejo tendero era un verdadero maestro del arte de atender al cliente, a su historia y a su dignidad.

Por: Fausto Cotes.