Hace poco vi un documental sobre el terraplanismo: hombres y mujeres que creen –y afirman– que la tierra es plana y que quienes afirmamos, basándonos en evidencia científica e histórica, que la tierra es redonda somos víctimas inocentes de un sistema que nos engaña. Un plato más del variado menú conspiranoico donde también encontramos a quienes creen que el 11S fue orquestado desde la Casa Blanca o que el hombre no ha llegado a la luna.
Algunas de estas teorías me parecen inocuas, inofensivas y hasta me dan risa, como el cuento de los Illuminati; en cambio otras me preocupan, como el movimiento antivacuna donde los afectados son niños inocentes.
La creencia en sociedades secretas, en teorías conspirativas o en la existencia de un plan oculto para dominar el mundo nos atrae. Los seres humanos somos susceptibles a este tipo de historias y hoy, con el acceso indiscriminado a información de todo tipo y la ausencia de un pensamiento crítico, somos presa fácil.
Esto no quiere decir que lo irreal maravilloso no tenga algún grado de verdad. No siempre la ficción supera a la realidad, al contrario, la ficción juega con las posibilidades para decir lo indecible y, por lo general, la realidad es más trágica, cruel y siniestra que la ficción.
Toda mentira oculta una gran verdad. Con esto no quiero decir que la tierra sea plana, obvio que no, lo que pretendo es fomentar la desconfianza en aquello que nos ofrecen como verdad absoluta e irrebatible. Propongo, muy al estilo cartesiano: la duda como método para alcanzar un grado de certeza que sirva de apoyo para luego seguir dudando y seguir escalando la infinita montaña del conocimiento. Dudo de todo menos de que estoy dudando entonces cogito ergo sum.
Somos una sociedad paradójica: poseemos altos grados de desconfianza pero creemos en lo primero que nos dice la televisión o las redes sociales, aun más cuando se refiere a alguien que nos cae mal o no congeniamos con sus ideas; sabemos que los políticos, esos que no saben hacer más nada sino vivir del erario público, son pillos pero seguimos votando por ellos, eligiendo a los mismos con las mismas. Todo esto nos condena a girar en un círculo vicioso, una espiral infinita donde todo se repite, aunque bajo otras circunstancias y con nombres nuevos pero de esencia igual.
Está idea del eterno retorno fue desarrollada por Nietzsche, quien la rescata de los griegos, y la propone en La Gaya Ciencia en forma de acertijo: ¿Cómo te sentirías si un día o una noche un demonio se deslizara furtivamente en la más solitaria de tus soledades y te dijera: “Esta vida, tal como la estás viviendo ahora y tal como la has vivido [hasta este momento], deberás vivirla otra vez y aún innumerables veces. Y no habrá en ella nunca nada nuevo, sino que cada dolor y cada placer, cada pensamiento y cada suspiro y todo lo indeciblemente pequeño y grande de tu vida deberá volver a ti, y todo en el mismo orden y la misma secuencia – e incluso también esta araña y esta luz de la luna entre los árboles, e incluso también este instante y yo mismo. ¡El eterno reloj de arena de la existencia se invertirá siempre de nuevo y tú con él, pequeña partícula de polvo!”.
Al final, solo el hombre valiente que asume su libertad es capaz de romper el espiral y llenar de contenido el instante, ese lugar donde futuro y pasado se condensan en el presente que llamamos vida.