Publicidad
Categorías
Categorías
Crónica - 16 junio, 2020

Cuando cayó la flor de lis

La Convención Nacional acusó de traición a la patria al rey Luis exhibiendo documentos supuestamente escritos de su puño, pidiendo auxilio armado a los monarquistas de otros países, cargo agravado por su fallido escape. Entonces lo condenaron a muerte de guillotina con votos cantados a solicitud de Marat, un dueño de un periódico revolucionario titulado ‘El amigo del pueblo’.

Luis XVI y su esposa María Antonieta de Austria,
ambos fueron decapitados.

FOTO/REFERENCIA.
Luis XVI y su esposa María Antonieta de Austria, ambos fueron decapitados. FOTO/REFERENCIA.

El Temple fue un castillo parisino construido por el conde de Artois en el siglo XIII. Esta fortaleza, de pavorosa celebridad después, fue tomada como casa madre de la Orden de los Templarios, cofradía que se haría rica y poderosa en demasía, compuesta por monjes guerreros, residuo flotante de aquella aventura que fueron Las Cruzadas, fundada en 1119 para dar amparo de los asaltos en los arenales del desierto, a los romeros que de todos los confines de Europa iban de penitentes a Tierra Santa, entonces en poder de los turcos.

Allí, en los torreones del Temple, ocurrieron episodios dolorosos de la historia de Francia, entre ellos la prisión de Jacques de Molay, ‘Gran Maestre de la Orden’, y 54 templarios más a quienes quemaron en una hoguera en la Isla de los Judíos, en París, con cargos de herejía, idolatría y simonía, para borrar una deuda vieja que la Corona tenía con la cofradía por cuantiosos préstamos en oro que venían desde Luis IX, abuelo de Felipe el Hermoso, rey de Francia.

El papa Clemente V, por cobardía cedió ante la presión de este rey, y terminó por disolver a los templarios y el reparto de sus abundantes propiedades y tesoros. La Orden se mantuvo en pie, pero oculta por mucho tiempo, y hoy los estudiosos de estos sucesos sostienen que muchos de los ritos y simbolismos de las logias masónicas fueron tomados de los templarios. Pero ese es otro tema.

También en el Temple fue recluida la familia real de Francia, en época de la Revolución, compuesta por Luis XVI, su esposa María Antonieta de Austria, la princesa Isabel Filipina María Helena, todos decapitados como suerte final; la princesa María Teresa, cambiada a los austríacos por cinco prisioneros republicanos. Además el niño Louis Charles, el ‘Delfín’, príncipe heredero, que moriría allí de maltrato y desnutrición en el encierro de un calabozo.

El destino de la familia real se perfila cuando el monarca es obligado a aceptar todas las condiciones impuestas por la insurrecta Comuna de París, que si bien les había respetado la vida, trataba, entre otros caminos, de imponer una monarquía constitucional, para lo cual vigilaba a dicho rey con rigor, mudándolo de Versalles al palacio de Las Tullerías, hasta el extremo de prohibirle el uso del pabellón con flor de lis, símbolo de la monarquía, para imponerle el uso de la bandera tricolor sobre el pecho como escarapela de la Revolución.

La situación se hizo más severa cuando el rey quiso pasar un Domingo de Ramos con su familia en su mansión campestre de Saint Cloud. En tal ocasión fue asediado por la chusma que le cierra el paso con insultos. Fue cuando se propuso huir con su familia hacia Austria, el país de su esposa.


Una noche, disfrazados, en un coche tirado por caballos percherones tratan de ganar la frontera. Veinte horas llevan de escape. Una rueda averiada retrasa. A las ocho de la mañana, en París, se dan cuenta de la huida y se esparce la alarma. En Veranne, una localidad a 50 kilómetros de la frontera, un piquete de guardias los detiene para verificar la identidad. El rey es reconocido por la silueta de su cara en las monedas que circulan. Son devueltos a París entre la rechifla e irrespeto de la turba. Entonces fue cuando lo recluyeron en el Temple.

La Convención Nacional acusó de traición a la patria al rey Luis exhibiendo documentos supuestamente escritos de su puño, pidiendo auxilio armado a los monarquistas de otros países, cargo agravado por su fallido escape. Entonces lo condenaron a muerte de guillotina con votos cantados a solicitud de Marat, un dueño de un periódico revolucionario titulado ‘El amigo del pueblo’.

Fueron 387 votos de muerte y 334 que pedían otras penas. El 21 de enero de 1793, día de la ejecución, Luis Capeto se despierta a la hora quinta. Con la ayuda de su valet, Juan Bautista Clery, viste un chaleco blanco, pantalón gris de seda, calcetines al juego y zapatos de hebillas con tacón corto. Después se reúne con el cura irlandés no juramentado a la Revolución, Henry Exxes Edgeworth de Fimont, para confesarse.

Escucha con fervor su última misa y evita la despedida con su familia. Su anillo con el sello real lo entrega con el encargo de transferirlo a su hijo el ‘Delfín’, y su argolla de matrimonio para su esposa la reina María Antonieta. En los patios del castillo lo espera un carruaje verde. El cura se sienta a su lado. Dos militares ocupan los puestos traseros.

Con los sables desnudos, una escolta de caballería vigila el carruaje entre una ruta abarrotada por 80 mil personas, entre ellos hombres armados, soldados de la guardia nacional y voluntarios llamados sans culottes (sin calzones) que vestían pantalones largos de rayas y carmañolas que eran una especie de chaquetas sueltas, en alusión sarcástica a culotte (calzones cortos) porque sólo los nobles y ricos usaban esta última prenda de vestir.

El carruaje llega a la Plaza de la Revolución (hoy de La Concordia) rodeada de gente armada de picas y bayonetas. Sereno, el rey sube sin ayuda. El verdugo Henry Sanson se dispone a atarle las manos con una cuerda. El rey indignado repone: “¡Nunca, nunca!” y empuja hacia atrás al ejecutor. Entonces este, con el tono más respetuoso que pudo, dijo: “Con un pañuelo, señor”. El rey que no había oído esa palabra en su cautiverio, responde: “Así sea, entonces esto también, Dios mío”, y extiende sus manos. Después quiere hablar a la multitud pero un repique de treinta redoblantes de guerra impide sus palabras. El verdugo Sansón dejó escrito que las últimas palabras del rey fueron: “Pueblo, muero inocente de todo lo que se me acusa. Deseo que mi sangre logre cimentar la felicidad de los franceses”.

La hoja de la guillotina cayó sobre la nuca del rey. Algún cronista llevado por las muchas fantasías que nacieron del hecho, dijo que después un masón subió al cadalso y hundió la mano en la sangre del supliciado y salpicó a la multitud, gritando: “Jacques de Molay, Gran Maestre de los templarios, estáis vengado”.

La artillería hizo los estampidos anunciando la pena cumplida, que llegaron a oídos de la familia real encarcelada.

En el Temple, el procurador de la Comuna de París, Anaxágoras Chaumette, había concebido el plan de separar al ‘Delfín’ de su madre, “para darle una educación republicana y para que perdiera la noción de su rango”. Por eso sólo se le llamaría como ‘el pequeño Capeto’. La tutoría del jovenzuelo la asignaron a Antoine Simón, un zapatero que vivía frente a la casa de Marat, para lo cual dicho artesano se fue con su mujer a vivir en el Temple. El día en que separaron al Delfín del resto de su familia, la reina tuvo el cuidado de cortarle con tijeras un bucle y guardarlo en una cajilla. El tutor se ocupaba de la ropa del niño, los baños, las visitas médicas y la alimentación pero en cuanto a educación sólo le enseñaba frases sucias y cantos revolucionarios.


La reina María Antonieta Josefa Juana de Habsburgo era malquerida por el populacho de París. Miles de comentarios corrían sobre sus fastuosas fiestas y banquetes, su despilfarro en joyas, modas y apuestas de naipes, así como las costumbres amaricadas de los nobles de su séquito. Se decía que la ruina del erario del Estado se debía a su derroche mientras el pueblo moría de hambre en sus covachas y bajo los puentes del Sena. Por eso la llamaban ‘la perra’ (la chienne) y ‘la loba austríaca’.

Queriendo dañarla, algunos cabecillas del fervor revolucionario, obligaron a Simón el zapatero para que con halagos e intimidaciones obligara al príncipe a firmar una acusación según la cual su madre lo incitaba a masturbarse y a tener maniobras sexuales con ella. Llevada ante el Tribunal Revolucionario, cuando le hicieron este cargo inesperado, quedó perpleja. Luego diría: “La naturaleza rechaza semejante acusación hecha a una madre. Apelo a todas las madres presentes en esta sala”. El cargo fue retirado, pero se le juzgó entonces por traición a la patria, con lo cual fue condenada a muerte.


El 16 de octubre de 1791, la reina toma su desayuno y se cambia de ropa frente a unos guardias que no le quitan los ojos de encima, con la ayuda de Rosalía Lamoniere, su criada, quien la cubre situándose entre ellos y ella. No se le permite el traje negro porque puede compadecer a la muchedumbre. Viste entonces un traje blanco. A las diez de la mañana los cuatro jueces y el secretario del Tribunal están en la celda.

El verdugo le ata las manos a la espalda, le quita la toga y le corta el cabello que quema para que no fuera tomado como reliquia. Fue subida a un carretón, como conducen a los criminales, tirada por dos caballos, cuyo único asiento es un tablón. El párroco Girard, de Saint Landry, que había jurado a la Revolución, designado por el Tribunal, se sienta a su lado. Ella se niega a confesarse con él. Las calles están atestadas de lado a lado por una muchedumbre silenciosa.

Una escolta de treinta mil soldados, forman una barrera durante el trayecto. A medio día llegan a la Plaza de la Revolución. Ella desciende sin apoyo. Pierde un zapato y con el otro pisa al verdugo. Sus últimas frases fueron: “Señor, le pido perdón, no lo hice a propósito”. La multitud permanece en silencio, y cumplida la sentencia se dispersa. Su cuerpo al igual que el de su esposo es llevado al cementerio de La Magdalena con la cabeza entre las piernas. Se le echa a una fosa común y se le cubre con cal viva.

En cuanto al príncipe, el zapatero Simón, por falta de presupuesto, renunció al cargo. Entonces se ordenó encerrar al niño evitándole todo contacto con el exterior. Se le daba la comida por un agujero. Durante nueve meses vivió en medio de la mugre y de los excrementos. Los celadores sólo oían su voz a la pregunta: “Capeto, estáis ahí?”.

Paul Barras, ya en el poder, después de la decapitación de Robespierre en plena Época del Terror, visita al preso. Halló un niño recostado a una pequeña cama con las rodillas, las manos y tobillos muy hinchados. Alarmado por el abandono del huérfano, modificó su prisión. El general Laurent sería su custodio. No habría aislamiento total pero tampoco comunicación hacia afuera porque las naciones monárquicas exigían su entrega. El estado de salud del niño se deteriora. El Comité de Seguridad ordena una visita médica que hace el doctor Desault, quien escribe: “Me encuentro a un niño idiota, agonizante, víctima de la miseria total”. Recomienda ventilación, ejercicios, paseos diarios. Todo se hizo menos lo último por pretextos de seguridad. Desault murió a pocos días, se dijo que fue envenenado.


El 8 de junio de 1795 moría el ‘Delfín’ ante sus vigilantes de turno. Se mantuvo en secreto su fallecimiento. El doctor Pellement y tres médicos más fueron al Temple para practicar la autopsia. Aquél sustrajo a escondidas su corazón y lo echó en un bolsillo. Un oficial municipal, Damont, cortó un mechón de cabello también en un descuido de todos. La conclusión médica fue que había muerto por tuberculosis. Su entierro fue en la fosa común en el cementerio La Margarite. Allí no termina esta historia. El príncipe era visto en algunos sitios de Francia con mil supuestos. Algunos decían que en cautiverio había sido reemplazado por otro niño; otros decían que los mismos revolucionarios habían facilitado su fuga. Una versión lo sitúa libre en Canadá de donde fue llevado con identidad oculta a nuestra Bogotá, siendo un supuesto ascendiente de la familia capitalina de los Convers.

André Castelo, unos años después, consiguió el mechón de pelo que guardó María Antonieta y el otro que ocultó Damond en la autopsia, haciéndolos comparar con un microscopio, para concluir que eran de distintas personas. Eso revivió las especulaciones. Quedaba el corazón que el doctor Pallement había guardado en un frasco de alcohol y que quiso regalarlo al rey Luis XVIII en 1815, pero este rechazó la donación. El hijo de Pallement lo legó a los descendientes de su mujer hasta que vino a las manos de Eduardo Damont. Este señor, republicano convencido, a fines del siglo XIX lo regaló a Carlos María de Borbón, pretendiente al trono de España y considerado con derecho a la corona de Francia. Una de sus nietas, María de las Nieves Massimo, devolvió la reliquia a ese país en 1979. Un laboratorio hizo el estudio de ADN con el resultado concluyente que el corazón pertenecía a un descendiente de María Antonieta de Austria, y como ella no tuvo más hijos, se dio como verdad que era el de Luis XVII, el ‘Delfín’.

Ahora, en la cripta de Saint Denis, en París, lugar donde yacen los reyes de Francia, los restos del pequeño reposan al fin junto a la tumba de sus padres. Este es el epílogo de una espeluznante historia de la Revolución Francesa.

Ciudad de los Santos Reyes de Valle de Upar, mayo 31, 2020

Por Rodolfo Ortega Montero

Crónica
16 junio, 2020

Cuando cayó la flor de lis

La Convención Nacional acusó de traición a la patria al rey Luis exhibiendo documentos supuestamente escritos de su puño, pidiendo auxilio armado a los monarquistas de otros países, cargo agravado por su fallido escape. Entonces lo condenaron a muerte de guillotina con votos cantados a solicitud de Marat, un dueño de un periódico revolucionario titulado ‘El amigo del pueblo’.


Luis XVI y su esposa María Antonieta de Austria,
ambos fueron decapitados.

FOTO/REFERENCIA.
Luis XVI y su esposa María Antonieta de Austria, ambos fueron decapitados. FOTO/REFERENCIA.

El Temple fue un castillo parisino construido por el conde de Artois en el siglo XIII. Esta fortaleza, de pavorosa celebridad después, fue tomada como casa madre de la Orden de los Templarios, cofradía que se haría rica y poderosa en demasía, compuesta por monjes guerreros, residuo flotante de aquella aventura que fueron Las Cruzadas, fundada en 1119 para dar amparo de los asaltos en los arenales del desierto, a los romeros que de todos los confines de Europa iban de penitentes a Tierra Santa, entonces en poder de los turcos.

Allí, en los torreones del Temple, ocurrieron episodios dolorosos de la historia de Francia, entre ellos la prisión de Jacques de Molay, ‘Gran Maestre de la Orden’, y 54 templarios más a quienes quemaron en una hoguera en la Isla de los Judíos, en París, con cargos de herejía, idolatría y simonía, para borrar una deuda vieja que la Corona tenía con la cofradía por cuantiosos préstamos en oro que venían desde Luis IX, abuelo de Felipe el Hermoso, rey de Francia.

El papa Clemente V, por cobardía cedió ante la presión de este rey, y terminó por disolver a los templarios y el reparto de sus abundantes propiedades y tesoros. La Orden se mantuvo en pie, pero oculta por mucho tiempo, y hoy los estudiosos de estos sucesos sostienen que muchos de los ritos y simbolismos de las logias masónicas fueron tomados de los templarios. Pero ese es otro tema.

También en el Temple fue recluida la familia real de Francia, en época de la Revolución, compuesta por Luis XVI, su esposa María Antonieta de Austria, la princesa Isabel Filipina María Helena, todos decapitados como suerte final; la princesa María Teresa, cambiada a los austríacos por cinco prisioneros republicanos. Además el niño Louis Charles, el ‘Delfín’, príncipe heredero, que moriría allí de maltrato y desnutrición en el encierro de un calabozo.

El destino de la familia real se perfila cuando el monarca es obligado a aceptar todas las condiciones impuestas por la insurrecta Comuna de París, que si bien les había respetado la vida, trataba, entre otros caminos, de imponer una monarquía constitucional, para lo cual vigilaba a dicho rey con rigor, mudándolo de Versalles al palacio de Las Tullerías, hasta el extremo de prohibirle el uso del pabellón con flor de lis, símbolo de la monarquía, para imponerle el uso de la bandera tricolor sobre el pecho como escarapela de la Revolución.

La situación se hizo más severa cuando el rey quiso pasar un Domingo de Ramos con su familia en su mansión campestre de Saint Cloud. En tal ocasión fue asediado por la chusma que le cierra el paso con insultos. Fue cuando se propuso huir con su familia hacia Austria, el país de su esposa.


Una noche, disfrazados, en un coche tirado por caballos percherones tratan de ganar la frontera. Veinte horas llevan de escape. Una rueda averiada retrasa. A las ocho de la mañana, en París, se dan cuenta de la huida y se esparce la alarma. En Veranne, una localidad a 50 kilómetros de la frontera, un piquete de guardias los detiene para verificar la identidad. El rey es reconocido por la silueta de su cara en las monedas que circulan. Son devueltos a París entre la rechifla e irrespeto de la turba. Entonces fue cuando lo recluyeron en el Temple.

La Convención Nacional acusó de traición a la patria al rey Luis exhibiendo documentos supuestamente escritos de su puño, pidiendo auxilio armado a los monarquistas de otros países, cargo agravado por su fallido escape. Entonces lo condenaron a muerte de guillotina con votos cantados a solicitud de Marat, un dueño de un periódico revolucionario titulado ‘El amigo del pueblo’.

Fueron 387 votos de muerte y 334 que pedían otras penas. El 21 de enero de 1793, día de la ejecución, Luis Capeto se despierta a la hora quinta. Con la ayuda de su valet, Juan Bautista Clery, viste un chaleco blanco, pantalón gris de seda, calcetines al juego y zapatos de hebillas con tacón corto. Después se reúne con el cura irlandés no juramentado a la Revolución, Henry Exxes Edgeworth de Fimont, para confesarse.

Escucha con fervor su última misa y evita la despedida con su familia. Su anillo con el sello real lo entrega con el encargo de transferirlo a su hijo el ‘Delfín’, y su argolla de matrimonio para su esposa la reina María Antonieta. En los patios del castillo lo espera un carruaje verde. El cura se sienta a su lado. Dos militares ocupan los puestos traseros.

Con los sables desnudos, una escolta de caballería vigila el carruaje entre una ruta abarrotada por 80 mil personas, entre ellos hombres armados, soldados de la guardia nacional y voluntarios llamados sans culottes (sin calzones) que vestían pantalones largos de rayas y carmañolas que eran una especie de chaquetas sueltas, en alusión sarcástica a culotte (calzones cortos) porque sólo los nobles y ricos usaban esta última prenda de vestir.

El carruaje llega a la Plaza de la Revolución (hoy de La Concordia) rodeada de gente armada de picas y bayonetas. Sereno, el rey sube sin ayuda. El verdugo Henry Sanson se dispone a atarle las manos con una cuerda. El rey indignado repone: “¡Nunca, nunca!” y empuja hacia atrás al ejecutor. Entonces este, con el tono más respetuoso que pudo, dijo: “Con un pañuelo, señor”. El rey que no había oído esa palabra en su cautiverio, responde: “Así sea, entonces esto también, Dios mío”, y extiende sus manos. Después quiere hablar a la multitud pero un repique de treinta redoblantes de guerra impide sus palabras. El verdugo Sansón dejó escrito que las últimas palabras del rey fueron: “Pueblo, muero inocente de todo lo que se me acusa. Deseo que mi sangre logre cimentar la felicidad de los franceses”.

La hoja de la guillotina cayó sobre la nuca del rey. Algún cronista llevado por las muchas fantasías que nacieron del hecho, dijo que después un masón subió al cadalso y hundió la mano en la sangre del supliciado y salpicó a la multitud, gritando: “Jacques de Molay, Gran Maestre de los templarios, estáis vengado”.

La artillería hizo los estampidos anunciando la pena cumplida, que llegaron a oídos de la familia real encarcelada.

En el Temple, el procurador de la Comuna de París, Anaxágoras Chaumette, había concebido el plan de separar al ‘Delfín’ de su madre, “para darle una educación republicana y para que perdiera la noción de su rango”. Por eso sólo se le llamaría como ‘el pequeño Capeto’. La tutoría del jovenzuelo la asignaron a Antoine Simón, un zapatero que vivía frente a la casa de Marat, para lo cual dicho artesano se fue con su mujer a vivir en el Temple. El día en que separaron al Delfín del resto de su familia, la reina tuvo el cuidado de cortarle con tijeras un bucle y guardarlo en una cajilla. El tutor se ocupaba de la ropa del niño, los baños, las visitas médicas y la alimentación pero en cuanto a educación sólo le enseñaba frases sucias y cantos revolucionarios.


La reina María Antonieta Josefa Juana de Habsburgo era malquerida por el populacho de París. Miles de comentarios corrían sobre sus fastuosas fiestas y banquetes, su despilfarro en joyas, modas y apuestas de naipes, así como las costumbres amaricadas de los nobles de su séquito. Se decía que la ruina del erario del Estado se debía a su derroche mientras el pueblo moría de hambre en sus covachas y bajo los puentes del Sena. Por eso la llamaban ‘la perra’ (la chienne) y ‘la loba austríaca’.

Queriendo dañarla, algunos cabecillas del fervor revolucionario, obligaron a Simón el zapatero para que con halagos e intimidaciones obligara al príncipe a firmar una acusación según la cual su madre lo incitaba a masturbarse y a tener maniobras sexuales con ella. Llevada ante el Tribunal Revolucionario, cuando le hicieron este cargo inesperado, quedó perpleja. Luego diría: “La naturaleza rechaza semejante acusación hecha a una madre. Apelo a todas las madres presentes en esta sala”. El cargo fue retirado, pero se le juzgó entonces por traición a la patria, con lo cual fue condenada a muerte.


El 16 de octubre de 1791, la reina toma su desayuno y se cambia de ropa frente a unos guardias que no le quitan los ojos de encima, con la ayuda de Rosalía Lamoniere, su criada, quien la cubre situándose entre ellos y ella. No se le permite el traje negro porque puede compadecer a la muchedumbre. Viste entonces un traje blanco. A las diez de la mañana los cuatro jueces y el secretario del Tribunal están en la celda.

El verdugo le ata las manos a la espalda, le quita la toga y le corta el cabello que quema para que no fuera tomado como reliquia. Fue subida a un carretón, como conducen a los criminales, tirada por dos caballos, cuyo único asiento es un tablón. El párroco Girard, de Saint Landry, que había jurado a la Revolución, designado por el Tribunal, se sienta a su lado. Ella se niega a confesarse con él. Las calles están atestadas de lado a lado por una muchedumbre silenciosa.

Una escolta de treinta mil soldados, forman una barrera durante el trayecto. A medio día llegan a la Plaza de la Revolución. Ella desciende sin apoyo. Pierde un zapato y con el otro pisa al verdugo. Sus últimas frases fueron: “Señor, le pido perdón, no lo hice a propósito”. La multitud permanece en silencio, y cumplida la sentencia se dispersa. Su cuerpo al igual que el de su esposo es llevado al cementerio de La Magdalena con la cabeza entre las piernas. Se le echa a una fosa común y se le cubre con cal viva.

En cuanto al príncipe, el zapatero Simón, por falta de presupuesto, renunció al cargo. Entonces se ordenó encerrar al niño evitándole todo contacto con el exterior. Se le daba la comida por un agujero. Durante nueve meses vivió en medio de la mugre y de los excrementos. Los celadores sólo oían su voz a la pregunta: “Capeto, estáis ahí?”.

Paul Barras, ya en el poder, después de la decapitación de Robespierre en plena Época del Terror, visita al preso. Halló un niño recostado a una pequeña cama con las rodillas, las manos y tobillos muy hinchados. Alarmado por el abandono del huérfano, modificó su prisión. El general Laurent sería su custodio. No habría aislamiento total pero tampoco comunicación hacia afuera porque las naciones monárquicas exigían su entrega. El estado de salud del niño se deteriora. El Comité de Seguridad ordena una visita médica que hace el doctor Desault, quien escribe: “Me encuentro a un niño idiota, agonizante, víctima de la miseria total”. Recomienda ventilación, ejercicios, paseos diarios. Todo se hizo menos lo último por pretextos de seguridad. Desault murió a pocos días, se dijo que fue envenenado.


El 8 de junio de 1795 moría el ‘Delfín’ ante sus vigilantes de turno. Se mantuvo en secreto su fallecimiento. El doctor Pellement y tres médicos más fueron al Temple para practicar la autopsia. Aquél sustrajo a escondidas su corazón y lo echó en un bolsillo. Un oficial municipal, Damont, cortó un mechón de cabello también en un descuido de todos. La conclusión médica fue que había muerto por tuberculosis. Su entierro fue en la fosa común en el cementerio La Margarite. Allí no termina esta historia. El príncipe era visto en algunos sitios de Francia con mil supuestos. Algunos decían que en cautiverio había sido reemplazado por otro niño; otros decían que los mismos revolucionarios habían facilitado su fuga. Una versión lo sitúa libre en Canadá de donde fue llevado con identidad oculta a nuestra Bogotá, siendo un supuesto ascendiente de la familia capitalina de los Convers.

André Castelo, unos años después, consiguió el mechón de pelo que guardó María Antonieta y el otro que ocultó Damond en la autopsia, haciéndolos comparar con un microscopio, para concluir que eran de distintas personas. Eso revivió las especulaciones. Quedaba el corazón que el doctor Pallement había guardado en un frasco de alcohol y que quiso regalarlo al rey Luis XVIII en 1815, pero este rechazó la donación. El hijo de Pallement lo legó a los descendientes de su mujer hasta que vino a las manos de Eduardo Damont. Este señor, republicano convencido, a fines del siglo XIX lo regaló a Carlos María de Borbón, pretendiente al trono de España y considerado con derecho a la corona de Francia. Una de sus nietas, María de las Nieves Massimo, devolvió la reliquia a ese país en 1979. Un laboratorio hizo el estudio de ADN con el resultado concluyente que el corazón pertenecía a un descendiente de María Antonieta de Austria, y como ella no tuvo más hijos, se dio como verdad que era el de Luis XVII, el ‘Delfín’.

Ahora, en la cripta de Saint Denis, en París, lugar donde yacen los reyes de Francia, los restos del pequeño reposan al fin junto a la tumba de sus padres. Este es el epílogo de una espeluznante historia de la Revolución Francesa.

Ciudad de los Santos Reyes de Valle de Upar, mayo 31, 2020

Por Rodolfo Ortega Montero