Fue en un día distinto para mí, lejano ya, aquella parranda vallenata que con pocos asistentes hicimos un día con mi hermano Calixto, en La Estrella, un hato de Juan Muñoz. Rafa Guerra, nos llevó a una cuesta empinada en su vehículo desde San Diego a esa posesión del juglar, en el camino de Media Luna. En un patio con cúpula de ramazones verdes, encontramos a Muñoz visitado por el pariente Ovidio Ovalle.
Juan Muñoz, animoso en su cuerpo menudo y apariencia frágil, nos recibió con una sonrisa de portón abierto en una cara morena. Comenzó su historia así: “Con mis años briosos yo era correista que llevaba en una recua de mulas, paquetes, cartas y dinero. Escogían para ese oficio a quienes eran honestos y tenían los pantalones bien puestos para batirse a rula limpia con los asaltantes de caminos que robaban al correo. Un día salí desde Valencia de Jesús, para donde Juan Prieto, un punto más allá del río Garupal. Cuando salí de Valencia llevaba una calentura y un molestoso dolor de cabeza, a pesar de que en casa de Pulila Rosado, me dieron una toma de verbena raboalacrán con tusílago. Cuando la tarde estaba caída se formó un temporal de nubes sucias sobre la serranía vecina. En previsión vestí mi encauchado y el acordeón lo metí en un mochilón envuelto en hule. Cuando se venía el aguacero descubrí unas huellas humanas delante de mí y quise alcanzar a quien fuera, ojalá al otro lado del río, antes de que la creciente me atajara. Cuando pasé a la otra orilla, divisé a Juancito Mojica, el salteador de camino. Sentí que se me aflojaban las corvas, pero no le mostré miedo cuando él con un amistoso “¡Epa amigo!” me saludó. Me invitó a pasar la lluvia en una choza que tenía disimulada a poca distancia del camino.
Acepté, y con él me fui, pero no descargué las mulas y le dije que en cuanto pasara el aguacero me iría. Él se puso a calentar café en un fogón y yo coloque mi rula al alcance de mi mano. A poco sentí voces que venían del camino. Grité hasta que me respondieron, entonces me despedí de Juancito y me uní a tres viajeros que llevaban mí mismo rumbo. Dos semanas después supe que Juancito había matado a un joven de Patillal que transitaba esa ruta”.
Después del relato, Juan Muñoz, digitó en su acordeón una de las composiciones más representativas del cancionero vallenato: “De Valencia para arriba/ hacen los soles calientes /yo llevaba el cuerpo malo/ y un dolorcito en la frente. Pobrecito Juan Muñoz/Juan Muñoz es un pobrecito/ como me compongo yo/en las manos de Juancito”.
No bien hubo terminado cuando llegó a la parranda Wilmer Mendoza y el cantante Atanasio Cotes (mi pariente por los Cotes) que según supe por boca de otros, venían de San Juan del Cesar a donde habían ido a casa de Chalalo Mendoza, afamado curandero y en eso de los sortilegios, a quien habían acudido para que, mediante un conjuro, bendijera la nueva agrupación musical que ellos habían hecho. En cuanto Atanasio llegó me miró como bicho raro, pues tenía la idea de que yo le huía a los bullicios de un acordeón por ser “un hombre de biblioteca”, según dijo después.
Wilmer ejecutó el acordeón y Atanasio me disparó el verso: “Me extraña que en la parranda/esté sentado ese abogado/Rodo Ortega, vete, anda/tu cita es por los juzgados.
Todas las risas y miradas se centraron en mí. Me sentí indefenso porque nunca cultivé el talento de un verseador, pero haciendo un esfuerzo respondí: “Me invitaron a San Juan/a casa de un hechicero/pa’ un cantante que cantaba/como loro vocinglero/. Pero ni el brujo Chalalo/compone a un cantante malo”.
Las risas se redoblaron y un abrazo fraterno selló el pique del instante. Así eran las parrandas nuestras, por eso, aun cuando soy un amigo a distancia de Jorge Oñate, estrecharé su mano en cuanto lo aviste, por su decidido empeño en desconocer esa música nueva que hace trizas la picardía, el gracejo, la textura poética y cariñosa que le han dado alas a nuestros acordeones.