El estallido de la pólvora de un cohetillo fue el aviso que algo extraño sucedía en la playa. Después fueron detonaciones de falconetes en la muralla que hacía de defensa de la fortaleza de El Boqueon. Un vigía subido en una atalaya había divisado al ras de los bucles del mar la aparición de quince, veinte y más veleros entre el brillo trémulo del océano. La duda se desvaneció cuando el catalejo vio en el poste mayor de uno de aquellos navíos la bandera negra con una carabela estampada y dos huesos largos como una tijera abierta. El Gobernador de Cartagena de Indias, Pedro Fernández de Busto, con voz de desánimo dijo: “Es el Draque y sus ladrones que nos llegan”.
Mala fama precedía su llegada. De él se sabía que había nacido en Devonshire, Inglaterra, condado de marinos y brujas; que había sido paje de la duquesa de Ferias en España por lo que hablaba bien el castellano, y que fue sirviente en un viejo buque que hacía navegación por Irlanda y el dueño le dejó la embarcación en lo cual se inició como pirata con asaltos y ahorcamientos. También se sabía que en viaje de tres años fue el segundo en darle la vuelta al mundo, que había llegado a Río de la Plata y metiéndose por la quebradura de la Tierra del Fuego, subió por Chile asaltando puertos y barcos; llegó al Perú donde robó la Aduana sacando las barras de plata y oro que allí había, y que en Guayaquil asaltó buques cargados de pólvora, sebo, brea, ron y un tesoro de plata maciza. Sin más espacio en sus bodegas, se fue a los mares de Indonesia para ajustar la traída de especias como canela, cardamomo, pimienta y otros.
Un día de culto luterano llegó a Plymouth, a la hora del sermón. Los feligreses se salieron de la iglesia para escuchar los pormenores de sus correrías por el Caribe y su asalto de ochenta mulas que venían de la costa pacífica cargadas de oro, plata y piedras de joyería atravesando las selvas de Panamá hacia las aguas del Caribe donde se recargarían en los galeones españoles rumbo a Sevilla.
Isabel de Inglaterra gozaba de aquellas aventuras. Los condes de Pembroke y de Leicester, el Alcalde Mayor de Londres, algunos lores y hasta el Arzobispo de Canterbury tenían muchísimas esterlinas invertidas en tales empresas por una alícuota de los pillajes, pero aquella soberana rechazaba en público esos latrocinios para mantener el buen entendimiento con el poderoso rey de España.
Un día, El Pelícano, buque insignia de Drake, fondeó en Depfort y hasta allí llegó la reina con el embajador de España. En su presencia reprendió a Drake que la escuchaba de rodillas, y cambiando de tono le dio el beso de un rito medieval y le dijo: “Os reconozco caballero de mi reino. ¡Alzaos Sir Francis Drake!”.
Ahora, Miércoles de Ceniza, la escuadra de Drake estaba frente a Cartagena en formación de cangrejo mostrando las troneras repletas de cañones. Dos horas después de ese día de la Ceniza, los corsarios se vinieron a la playa. Pronto hubo pelea cuerpo a cuerpo en las calles. Cuando el alba llegó, el humo de los incendios se fue desvaneciendo con un soplo marino. Los piratas borrachos por las damajuanas de aguardiente y botijambres de vino sacado de los estancos de la Aduana, se metieron a las casas en un saqueo de guerra.
Un inmenso incendio borraría la ciudad si los españoles fugitivos por los montes no se avenían a pagar su rescate. Un día se oyeron las voces de Drake amenazante porque en un archivo del Gobernador encontraron un preaviso de asalto del “pirata Drake”. A su sentir él era corsario y además tenía el título de Sir que lo situaba en la galería de los nobles. Drake, entonces, antes de abandonar el puerto, con fino sarcasmo extendió un recibo en latín que decía: “Doy fe de dar entrada a nuestras arcas, de manos de Pedro Fernández de Busto, Gobernador de Cartagena de Indias, ciento siete mil ducados, por el rescate de la ciudad, hoy 20 de marzo de 1586, Francis Drake, un servidor”.
Rodolfo Ortega Montero