Publicidad
Categorías
Categorías
Columnista - 25 mayo, 2018

Croniquilla. Heredia, el camorrista.

En la hondonada del Campo del Moro, en la villa de Madrid, un revuelo de capas y el choque de espadas decían del fragor de una riña. Seis espadachines median sus aceros con don Pedro de Heredia, famoso por sus broncas y altanerías que terminaban en retos de calle. Tendió a tres de sus rivales […]

En la hondonada del Campo del Moro, en la villa de Madrid, un revuelo de capas y el choque de espadas decían del fragor de una riña. Seis espadachines median sus aceros con don Pedro de Heredia, famoso por sus broncas y altanerías que terminaban en retos de calle. Tendió a tres de sus rivales pero una hoja de espada enemiga le llevó de un tajo las narices. Fue un duelo por los celos de un marido ofendido a causa de una serenata con bandolinas y vihuelas dada a una dama del lugar. El servicio de un afamado cirujano le apretó hilazas de sastre escurridas con cera de ballena, uniendo la parte tajada con injerto de piel de sus propios molledos, y por eso sus chatas quedaron en su lugar amoratadas y con visibles trazos de suturas.

No quedó suspendido ese episodio. Sesenta días no más habían pasado y apenas repuesto de su herida, don Pedro buscó la satisfacción del desquite y en varios lances por la Calle de los Lampareros, lesionó a tres de los duelistas que le habían volado las narices. La justicia actuó. El vengativo don Pedro, para escurrirse de los alguaciles puso pies en polvorosa de los ejidos de Madrid hacia otros rumbos. Allá, al otro lado del mar estaban Las Indias. Todo era comprar la complicidad con patacones de oro a cualquier capitán de velero, de aquellos que salían de los puertos andaluces. Había que dejar que el tiempo apagara el recuerdo de sus pleitos en los que había despachado a varios para la vida de la otra vida.

Lo esperaba Quisqueya, la isla con bautizo cristiano de La Española. Un ingenio de caña y un trapiche de rodetes le entretuvo la añoranza de la patria perdida. Más él no era hombre de aguardar canas tras una yunta de bueyes. Lo esperaban aventuras como su correría con Pedro de Badillo por la selvas húmedas y calurosas de Euparí buscando oro de rancheo; la fundación de un poblado en tierra de indios mocanaes en un sitio rodeado de estacas con calaveras humanas que advertían que allí comían carne de prójimo a la que llamó San Sebastián de Calamarí, cambiado después a Cartagena de Indias por insinuación de Juan de la Cosa. Lo esperaría su travesía por Antioquia, robando tribus y quemando caciques vivos; el saqueo de las tumbas zenues; la revuelta famosa de unos frailes en su Gobernación; los dos juicios de residencia por desfalco a las arcas del Rey y por el nepotismo en el reparto de cargos y tierras, hasta el trágico naufragio a su regreso donde encontró la muerte en un buque de Cosme de Farfán, a la vista de la costa española.

Don Pedro fue el prototipo de un tiempo de pillaje y penitencia, de escapulario y puñal, que no desmentía tampoco su descendencia de Fernando de Heredia, fundador de su linaje, que varios siglos antes, en los tiempos de Las Cruzadas, siendo Gran Maestre de la Orden de los Caballeros de Rodas, acuchillaba a los cautivos en la conquista de Tierra Santa, entonando salmos y dando besos a su puñal mojado en tibia sangre musulmana.

Columnista
25 mayo, 2018

Croniquilla. Heredia, el camorrista.

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Rodolfo Ortega Montero

En la hondonada del Campo del Moro, en la villa de Madrid, un revuelo de capas y el choque de espadas decían del fragor de una riña. Seis espadachines median sus aceros con don Pedro de Heredia, famoso por sus broncas y altanerías que terminaban en retos de calle. Tendió a tres de sus rivales […]


En la hondonada del Campo del Moro, en la villa de Madrid, un revuelo de capas y el choque de espadas decían del fragor de una riña. Seis espadachines median sus aceros con don Pedro de Heredia, famoso por sus broncas y altanerías que terminaban en retos de calle. Tendió a tres de sus rivales pero una hoja de espada enemiga le llevó de un tajo las narices. Fue un duelo por los celos de un marido ofendido a causa de una serenata con bandolinas y vihuelas dada a una dama del lugar. El servicio de un afamado cirujano le apretó hilazas de sastre escurridas con cera de ballena, uniendo la parte tajada con injerto de piel de sus propios molledos, y por eso sus chatas quedaron en su lugar amoratadas y con visibles trazos de suturas.

No quedó suspendido ese episodio. Sesenta días no más habían pasado y apenas repuesto de su herida, don Pedro buscó la satisfacción del desquite y en varios lances por la Calle de los Lampareros, lesionó a tres de los duelistas que le habían volado las narices. La justicia actuó. El vengativo don Pedro, para escurrirse de los alguaciles puso pies en polvorosa de los ejidos de Madrid hacia otros rumbos. Allá, al otro lado del mar estaban Las Indias. Todo era comprar la complicidad con patacones de oro a cualquier capitán de velero, de aquellos que salían de los puertos andaluces. Había que dejar que el tiempo apagara el recuerdo de sus pleitos en los que había despachado a varios para la vida de la otra vida.

Lo esperaba Quisqueya, la isla con bautizo cristiano de La Española. Un ingenio de caña y un trapiche de rodetes le entretuvo la añoranza de la patria perdida. Más él no era hombre de aguardar canas tras una yunta de bueyes. Lo esperaban aventuras como su correría con Pedro de Badillo por la selvas húmedas y calurosas de Euparí buscando oro de rancheo; la fundación de un poblado en tierra de indios mocanaes en un sitio rodeado de estacas con calaveras humanas que advertían que allí comían carne de prójimo a la que llamó San Sebastián de Calamarí, cambiado después a Cartagena de Indias por insinuación de Juan de la Cosa. Lo esperaría su travesía por Antioquia, robando tribus y quemando caciques vivos; el saqueo de las tumbas zenues; la revuelta famosa de unos frailes en su Gobernación; los dos juicios de residencia por desfalco a las arcas del Rey y por el nepotismo en el reparto de cargos y tierras, hasta el trágico naufragio a su regreso donde encontró la muerte en un buque de Cosme de Farfán, a la vista de la costa española.

Don Pedro fue el prototipo de un tiempo de pillaje y penitencia, de escapulario y puñal, que no desmentía tampoco su descendencia de Fernando de Heredia, fundador de su linaje, que varios siglos antes, en los tiempos de Las Cruzadas, siendo Gran Maestre de la Orden de los Caballeros de Rodas, acuchillaba a los cautivos en la conquista de Tierra Santa, entonando salmos y dando besos a su puñal mojado en tibia sangre musulmana.