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Columnista - 10 julio, 2017

Croniquilla. El caso Barrot

Todo fue por una ruidosa borrachera del alcalde Alandete. Los episodios de esta historia se originan cuando traían los cuerpos descuartizados del comerciante inglés George Woodbine, su mujer y su hijo, asesinados por sus esclavos mientras dormían en su hacienda de Maparapa, sobre la bahía. Revuelo había en las calles de Cartagena por ese acontecimiento […]

Todo fue por una ruidosa borrachera del alcalde Alandete. Los episodios de esta historia se originan cuando traían los cuerpos descuartizados del comerciante inglés George Woodbine, su mujer y su hijo, asesinados por sus esclavos mientras dormían en su hacienda de Maparapa, sobre la bahía.

Revuelo había en las calles de Cartagena por ese acontecimiento del 26 de junio de 1833. Los cónsules de Estados Unidos, de Inglaterra y Francia estaban en el muelle de la Aduana, entre un público curioso, esperando los cuerpos. Adolfo Barrot, cónsul de Francia, de temperamento puntilloso y arrogante, era mal mirado por el pueblo de la ciudad. El incidente se presentó cuando bajaron los cuerpos a la playa, porque la gente quiso llegar hasta ellos, pero el Alcalde ordenó detener al populacho y tampoco permitió el paso del cónsul Barrot, que enfundado en su levita, alzó su voz de protesta invocando su importancia de Cónsul. Como la porfía seguía, Barrot por prudencia tomó el camino de su casa que quedaba en la Plaza de la Aduana, pero también allí llegó ebrio el Alcalde con ánimo de armarle camorra. El Cónsul no tuvo más alternativa que tomar una pistola y amenazarlo si intentaba penetrar en su residencia. Alandete entonces puso una denuncia contra Barrot bajo el cargo de resistirse a la justicia y haber disparado un pistoletazo contra él. Dio pie aquello a una orden de arresto contra el Cónsul, quien trató de irse en una fragata francesa, pero el Gobernador le negó el pasaporte y el populacho enardecido le impidió la fuga.

El asunto parroquial se iba complicando más porque el Gobierno Nacional tomó cartas en el asunto y el Secretario de Relaciones Exteriores, presionó para que se investigara la conducta de Alandete, quien terminó preso por extralimitación de funciones. Los franceses alegaban que el Cónsul no podía ser juzgado aquí, porque en ese entonces los cónsules no eran meros agentes comerciales, ya que tenían rango diplomático. El Tribunal de Apelaciones ordenó la libertad condicional de Barrot, quien no pudo regresar a su casa porque los ladrones la habían saqueado. Por eso exigía además una indemnización de perjuicios.

El juego de reclamos y contrarreclamos siguió sin solucionar nada. El día 1 de octubre de ese año, dos fragatas de la armada francesa llegaron de Martinica y anclaron frente al baluarte de La Merced en actitud amenazante. Entonces Barrot se envalentonó y se paseaba desafiante por las calles de Cartagena con algunos de sus paisanos y hasta envió un oficio perentorio al Tribunal de Apelaciones, dándole un plazo de tres días para que pusieran fin a su proceso penal. José María Vezga, Gobernador en ese entonces de Cartagena, recibía por escrito amenazas de las fragatas de guerra que alardeaban su poder destructivo, a las que contestaba exageradamente que la ciudad estaba lista para repeler la agresión. Barrot entonces tomó la decisión de embarcarse con su armada y se fue con ella. Sin embrago el asunto no paró allí, Barrot insistía en su indemnización y la Nueva Granada exigía el pago de los gastos de defensa a que había dado lugar la amenaza francesa.

Así estaban las cosas cuando en octubre de 1834 aparece otra vez la flota de guerra francesa frente a Cartagena, mandada por el barón Mackau. Vinieron las naves Atalanta, Vestal, Astrea y Endimion, a bordo de la cual venía Barrot.

Para esos días llegó a Cartagena el nuevo mandatario, José Hilario López, comisionado por el Gobierno para el arreglo del asunto. Éste subió a bordo de la Atalanta donde se ajustaron los puntos de la discordia. Hubo un intercambio de discursos, se restableció el consulado en cabeza de Barrot y se izó el tricolor francés en la casa consular, lo que fue saludarlo por 21 cañonazos de los baluartes cartageneros y respondido tiro a tiro por los buques de Francia. Entonces Barrot hizo un brindis así: “Séame permitido brindar por el olvido eterno de los acontecimientos que interrumpieron la armonía que existía antes y que existirá para siempre entre Nueva Granada y Francia”.

En cuanto al Alcalde Alandete, nunca imaginó que pasaría a la historia nacional gracias a una de sus estrepitosas borracheras.

Columnista
10 julio, 2017

Croniquilla. El caso Barrot

Feel the sand on your feet, not your wardrobe weight.
Rodolfo Ortega Montero

Todo fue por una ruidosa borrachera del alcalde Alandete. Los episodios de esta historia se originan cuando traían los cuerpos descuartizados del comerciante inglés George Woodbine, su mujer y su hijo, asesinados por sus esclavos mientras dormían en su hacienda de Maparapa, sobre la bahía. Revuelo había en las calles de Cartagena por ese acontecimiento […]


Todo fue por una ruidosa borrachera del alcalde Alandete. Los episodios de esta historia se originan cuando traían los cuerpos descuartizados del comerciante inglés George Woodbine, su mujer y su hijo, asesinados por sus esclavos mientras dormían en su hacienda de Maparapa, sobre la bahía.

Revuelo había en las calles de Cartagena por ese acontecimiento del 26 de junio de 1833. Los cónsules de Estados Unidos, de Inglaterra y Francia estaban en el muelle de la Aduana, entre un público curioso, esperando los cuerpos. Adolfo Barrot, cónsul de Francia, de temperamento puntilloso y arrogante, era mal mirado por el pueblo de la ciudad. El incidente se presentó cuando bajaron los cuerpos a la playa, porque la gente quiso llegar hasta ellos, pero el Alcalde ordenó detener al populacho y tampoco permitió el paso del cónsul Barrot, que enfundado en su levita, alzó su voz de protesta invocando su importancia de Cónsul. Como la porfía seguía, Barrot por prudencia tomó el camino de su casa que quedaba en la Plaza de la Aduana, pero también allí llegó ebrio el Alcalde con ánimo de armarle camorra. El Cónsul no tuvo más alternativa que tomar una pistola y amenazarlo si intentaba penetrar en su residencia. Alandete entonces puso una denuncia contra Barrot bajo el cargo de resistirse a la justicia y haber disparado un pistoletazo contra él. Dio pie aquello a una orden de arresto contra el Cónsul, quien trató de irse en una fragata francesa, pero el Gobernador le negó el pasaporte y el populacho enardecido le impidió la fuga.

El asunto parroquial se iba complicando más porque el Gobierno Nacional tomó cartas en el asunto y el Secretario de Relaciones Exteriores, presionó para que se investigara la conducta de Alandete, quien terminó preso por extralimitación de funciones. Los franceses alegaban que el Cónsul no podía ser juzgado aquí, porque en ese entonces los cónsules no eran meros agentes comerciales, ya que tenían rango diplomático. El Tribunal de Apelaciones ordenó la libertad condicional de Barrot, quien no pudo regresar a su casa porque los ladrones la habían saqueado. Por eso exigía además una indemnización de perjuicios.

El juego de reclamos y contrarreclamos siguió sin solucionar nada. El día 1 de octubre de ese año, dos fragatas de la armada francesa llegaron de Martinica y anclaron frente al baluarte de La Merced en actitud amenazante. Entonces Barrot se envalentonó y se paseaba desafiante por las calles de Cartagena con algunos de sus paisanos y hasta envió un oficio perentorio al Tribunal de Apelaciones, dándole un plazo de tres días para que pusieran fin a su proceso penal. José María Vezga, Gobernador en ese entonces de Cartagena, recibía por escrito amenazas de las fragatas de guerra que alardeaban su poder destructivo, a las que contestaba exageradamente que la ciudad estaba lista para repeler la agresión. Barrot entonces tomó la decisión de embarcarse con su armada y se fue con ella. Sin embrago el asunto no paró allí, Barrot insistía en su indemnización y la Nueva Granada exigía el pago de los gastos de defensa a que había dado lugar la amenaza francesa.

Así estaban las cosas cuando en octubre de 1834 aparece otra vez la flota de guerra francesa frente a Cartagena, mandada por el barón Mackau. Vinieron las naves Atalanta, Vestal, Astrea y Endimion, a bordo de la cual venía Barrot.

Para esos días llegó a Cartagena el nuevo mandatario, José Hilario López, comisionado por el Gobierno para el arreglo del asunto. Éste subió a bordo de la Atalanta donde se ajustaron los puntos de la discordia. Hubo un intercambio de discursos, se restableció el consulado en cabeza de Barrot y se izó el tricolor francés en la casa consular, lo que fue saludarlo por 21 cañonazos de los baluartes cartageneros y respondido tiro a tiro por los buques de Francia. Entonces Barrot hizo un brindis así: “Séame permitido brindar por el olvido eterno de los acontecimientos que interrumpieron la armonía que existía antes y que existirá para siempre entre Nueva Granada y Francia”.

En cuanto al Alcalde Alandete, nunca imaginó que pasaría a la historia nacional gracias a una de sus estrepitosas borracheras.